sábado, 18 de febrero de 2012

Cumplido 129: Los conquistadores de lo inútil, Lionel Terray, 1961



De entre los diversos libros de alpinismo y montaña acerca de experiencias reales contadas en primera persona por sus protagonistas que he leído hasta ahora, Los conquistadores de lo inútil es el primero que tiene una estructura de autobiografía prácticamente completa, cronológicamente hablando. No sólo eso, el libro va bastante más allá de las aventuras montañeras en sí, y Lionel Terray nos cuenta en mayor o en menor medida todos los aspectos de su vida (con el alpinismo como eje central), no simplemente como referencias personales (como hace Juanjo Sansebastián en Cita con la cumbre), sino integrándolas en una misma razón de ser: Su vida y su persona.

Libros como La conquista del Cervino de Whymper o Escaladas en los Alpes de Mummery –centrados sobre todo en aspectos técnicos- o como Recuerdos de un montañero de Russell –incluso mencionando ocasionalmente el mundanal ruido con una intención prácticamente misantrópica- me transmitieron la sensación de que el montañismo puede ser una especie de mundo encerrado en si mismo, que podría justificar una vida sin que haga falta alimentarla con otras necesidades o motivaciones, lo cual por un lado me evadía completamente -y con agrado- en sus lecturas, pero por otro me parecía sacado de una especie de ambiente irreal –lo cual también tiene su gracia, tratándose de hechos reales y no de novela de ficción-. Este libro de Lionel Terray resulta más real, más costumbrista, más creíble o más palpable, y partiendo de esa base todo su contenido resulta muy interesante, aunque pueda ser un punto menos romántico o idealista. Es un poco como la manera en que se plantea actualmente el cine fantástico, que casi parece obligatorio dotarlo de explicación científica (valga la extraña comparación).

Eso no significa que el mensaje no sea escapista. En todo caso, yo diría que Lionel Terray explica mejor que Mummery o Russell, o con mejor sentido práctico, cómo se puede materializar, en el mundo real, una manera de ser singular o dotada de una percepción o sensibilidad diferente a la de la media. Cómo se puede conseguir desde un punto de vista material, y cómo se puede mantener el mismo espíritu a pesar de las concesiones terrenales que hay que hacer.

Así, Terray nos explica el origen de su espíritu escapista y aventurero, desde su niñez. Nos cuenta cómo en clase era incapaz de atender a las lecciones de los profesores, que no le estimulaban en absoluto, mientras él tenía sus pensamientos puestos en sus juegos y exploraciones por los bosques que rodeaban su casa en Grenoble. Más adelante, con apenas doce años, tras haber vivido algunas experiencias montañeras y haberse trasladado con su familia a Chamonix, ya percibía en su interior “un alma atormentada y una gran sensibilidad. Ya desde entonces veía con claridad la bajeza, la vulgaridad y la monotonía del mundo, y soñaba apasionadamente encontrar una existencia más noble, más libre y más generosa”. Y fue precisamente ante el espectáculo de las montañas del macizo del Mont Blanc donde “adiviné inmediatamente que éstas me permitirían disfrutar alegrías, acariciar sueños y conseguir la gloria”. Y es aquí donde apunta la necesidad idealista de conquistar lo inútil: “sentí (…) el valor que tendrían para mí estos frutos inútiles, que no se recogen en el barro, sino en un joyero de belleza y luz”. Por lo tanto, Terray no está muy alejado de la filosofía de Russell, simplemente habla, a partir de ese momento, de la parte práctica de su vida, de cómo conseguirlo sin poner en peligro su misma subsistencia.

Convencido de qué es lo que le va a proporcionar la felicidad y la motivación, se plantea qué es lo que necesita para poder subsistir dignamente sin renunciar a ello. Llega incluso a convertirse en agricultor, lo cual no está alejado de su ideal de amor a la tierra, y además le permite estar cerca de las montañas en las que practicar su pasión. Pero lo que finalmente le definirá profesionalmente serán los oficios de instructor de esquí y, por supuesto, de guía de montaña –antes de lo cual vive varias temporadas de severas prácticas en clubes juveniles, de métodos prácticamente militares, que también narra con realismo-. Parecería lo ideal, sobre todo lo de guía de montaña, pero lo cierto es que el ámbito en el que realmente disfruta del alpinismo de una manera personal y audaz es en las ocasiones en que sigue escalando como aficionado: Ahí es donde efectúa sus ascensiones técnicamente más meritorias y comprometidas, pero sobre todo más deseadas desde el punto de vista de su personalidad. Esto significa que Terray, después de trabajar esforzadamente para clientes todos los días de la semana, efectuaba en el mismo marco sus más duras escaladas en los días libres, y lo hacía con gran entusiasmo e ilusión. Es innegable su capacidad de trabajo y sacrificio en pos de su ideal.

No acaba ahí el mérito de su planteamiento. Porque su trabajo no era precisamente el mejor modelo de estabilidad económica, al menos en sus primeros años. Por lo tanto, Terray no niega la incertidumbre y la inseguridad con la que vivía: Se puede ver, por lo tanto, la diferencia con la sensación de “cuento de hadas” que puede provocar leer a Whymper o a Russell. Y además, paradójicamente eso le sirve a Terray para justificar mejor su filosofía de conquistar lo inútil, ya que aquellos se quedaban cortos en su mensaje al no ser tan sinceros: Terray prefería la incertidumbre de la libertad a la mediocridad de la seguridad; era lo que le hacía sentir vivo. Consideraba, al mismo tiempo, que “una actividad no es más noble por el hecho de ser más lucrativa”, o que “lo más importante era la acción y no su precio; porque la acción, en sí misma, posee un valor”. Es más, se hace una serie de cuestionamientos sobre el supuesto valor o utilidad de ciertas actividades económicas de la sociedad, que por el hecho de ser remuneradas, están mejor vistas (curiosos paralelismos se podrían sacar con la situación actual). Por lo tanto, se aprecia la más que probable ironía del título del libro. Y la ironía roza el sarcasmo es estas frases: “Mi vida no ha sido más que un largo y delicado equilibrio entre la acción gratuita, que correspondía al ideal de mi juventud, y la honorable prostitución, que aseguraba mi pan cotidiano. ¿Qué espíritu vulgar puede pretender que la prostitución útil valga más que las hazañas gratuitas?” Y no, desde luego a Terray no se le debería llamar precisamente perroflauta holgazán: “¡No soñéis con una vida fácil! ¡No pidáis una tarea que esté a la medida de vuestras fuerzas! ¡Pedid, más bien, que vuestras fuerzas estén a la altura de vuestros deberes!”.

También es lógico que se muestre un especial realismo, aún más crudo, en las campañas militares en las que Terray participa durante el final de la Segunda Guerra Mundial, y durante las cuales los Alpes son el marco de numerosas maniobras que requieren de la experiencia de alpinistas como él (algo parecido al Batallón Alpino del Guadarrama unos años antes). Es curioso, en este marco Terray también disfruta de los aspectos técnicos montañeros en sí, de repente convertidos en herramienta al servicio de algo que poco tiene que ver con la palabra “inútil”, aunque paradójica y desgraciadamente relacionado con otras características humanas que quizá algunos critiquen menos que al propio alpinismo improductivo. Por otro lado, desde el punto de vista psicológico, Terray saca alguna especie de curiosa metáfora: “(…) el alpinismo es para muchos un medio de canalizar esos deseos de lucha que anidan en el corazón del ser humano desde el principio de los tiempos y cuya satisfacción no facilita en absoluto la vida moderna”. “ (…) es probable que si hubiera nacido siglos antes habría sido soldado o corsario, y quizá el alpinismo representó para mí una especie de combate”. Por otro lado, y ya fuera del marco bélico propiamente dicho, Terray siente que “Durante esta época de guerra, en todos los sectores la inestabilidad de las condiciones de existencia fomentaban un estado permanente de desorganización o, más exactamente, de organización improvisada. Esto daba a la vida un aire de fantasía, que en la época de la productividad sólo respirábamos raras veces”. Curioso: Escapismo debido a la realista crudeza.

Más adelante, y sin abandonar las referencias a lo cotidiano y a las obligaciones, se centra más en describir su actividad de alpinista de primer nivel cuando narra los años con su mejor compañero de cordada: Louis Lachenal. Sin duda, otro ejemplo de personalidad especial y desconectada del mundo: De éste gran amigo suyo termina escribiendo Terray: “Verdadero genio del alpinismo, Lachenal había hallado en las cimas el medio de emplear por completo las excepcionales cualidades físicas y morales con que la naturaleza le había dotado. Pero fuera de las montañas, como un águila con alas cortadas, se convertía en un ser mal adaptado a la mediocridad del mundo de abajo”.

Son interesantes las reflexiones de Terray acerca de la relación con los compañeros de cordada, en el capítulo de “Guía de grandes ascensiones”. A pesar de la gran amistad que alcanza con Lachenal, prefiere desmitificar el ideal de fraternidad: Si vas buscando al mejor amigo posible, probablemente pasarás grandes temporadas sin encontrar el mejor compañero de cordada posible, y te quedarás sin escalar, o escalando de manera mediocre. Con que haya una buena conexión entre ambos desde el punto de vista deportivo, como le ocurrió anteriormente a Terray con Gaston Rébuffat, es más que suficiente. Por otro lado, tiene una visión elitista pero razonable de la amistad (reconozco que yo la comparto en cierta medida, para bien o para mal): “La amistad es para mí algo infinitamente valioso, pero pienso que, al igual que todo lo verdaderamente valioso, sólo se da en raras ocasiones. La amistad no se concede a cualquier persona simplemente porque con ella se haya compartido el peligro, el dolor, el placer y la pena. Como el amor, es un poderoso sentimiento que debe ser cultivado con esfuerzo. Como el amor, si se desarrolla demasiado deprisa y demasiado a menudo, pierde color hasta el punto de convertirse simplemente en una simpatía empalagosa”. Tampoco quiero yo hacer apología de ésta visión, pues muchos psicólogos dicen actualmente que es más sano tener muchos amigos con los que llevarse bien que sólo unos pocos con los que compartir un gran afecto… Quizá puede haber un poco de ambas cosas, pero Terray parecía desdeñar lo primero…



Los núcleos más potentes del libro desde el punto de vista del alpinismo son los capítulos dedicados a “La cara norte del Eiger” y al “Annapurna”. Pero aquí sólo podría hablar de ellos con cierto detenimiento si dedicase una entrada kilométrica (que ya de por sí me está saliendo muy larga), puesto que son los más descriptivos y detallados técnicamente; los más parecidos, en buena medida, a los libros de alpinismo que había leído hasta ahora. El dedicado el Eiger es muy interesante desde el punto de vista narrativo, pero por su afán de detallismo quizá pierde algo de la emoción esperable en un marco tan mítico. El del Annapurna incluye una sustanciosa introducción paisajística y antropológica sobre los países que habitan a los pies del Himalaya, que se agradece por su interés humano pero que se me hizo algo larga por sus aspectos históricos, quizá algo pretenciosos o desubicados en este tipo de libro (para mi gusto, quede claro); eso sí, me resultó muy curiosa e impresionante la manera en que describe Terray a los sherpas y coolies, y su extraordinaria capacidad como porteadores, y la no menos interesante razón de ser, económicamente hablando, de éste su método de transporte tradicional, antes de ser aprovechado por las expediciones himalayistas. Por otro lado, la aventura en sí de la conquista del primer ochomil me ha resultado menos sobrecogedora que cuando la leí en Historia del alpinismo de Agustín Faus y sobre todo en El sentimiento de la montaña de E. M. de Pisón y S. Álvaro, supongo que en parte porque Terray no es explícito en los momentos más escabrosos o gore de la historia, lo cual quizá diga poco en mi favor y si algo más en el de Terray, al huir del morbo. Aún tengo pendiente la versión más completa y famosa, la de Maurice Herzog. Más allá de todo esto, qué enorme diferencia con las expediciones comerciales de nuestros días; aquello sí eran verdaderas aventuras, con mapas tremendamente imprecisos, con muchos más días de aproximaciones…

…Y sin embargo, Terray no consideraba aquella aventura como verdadero alpinismo, sino como una maniobra prácticamente militar; un trabajo de equipo con varios campamentos base y de altura, relevos, etc., que desposeía del carácter personal de la conquista de una montaña, de la lucha del escalador solitario o en cordada de dos contra la pared de roca o el hielo. En sus últimos años, recupera esta sensación gracias a poder aplicar el estilo alpino en algunas grandes cimas sudamericanas como el Huatsan (6395 m.), en Perú: “Gracias a la simplicidad de los medios (…), habíamos conseguido devolver a las cumbres sus verdaderas dimensiones y habíamos dado a las dificultades su valor real. De esta manera, nos habíamos encontrado de nuevo con la aventura montañera en su auténtica pureza, tal como la habían conocido antaño Whymper y los primeros conquistadores”. Por un lado, había que buscar montañas cada vez más difíciles, en marcos más inhóspitos y de mayor altitud, para conservar intacto el entusiasmo; por otro, había un límite a partir del cual no se podía concebir la pureza del estilo alpino prácticamente solitario, y se hacían necesarias las expediciones de grandes grupos… o eso creía Terray… qué habría pensado si hubiese llegado a conocer a Messner y compañía… Yo por mi parte, creo que en el fondo todo depende un poco del nivel de ignorancia: Si uno no sabe nada de montañismo, podrá vivir grandes aventuras tratando de conquistar por sus medios dosmiles de Gredos o Picos de Europa o tresmiles del Pirineo, como otros hicieron en el sigo XIX, aunque quien lo hace actualmente pueda ser visto como un imprudente (y no sin razón)…

Otro aspecto interesante de la última década de Terray es la extensión de su conocimiento alpino a otros ámbitos, haciéndose conferenciante, fotógrafo o incluso cineasta y reportero de documentales, hasta llevarlo al interés humano por las civilizaciones remotas en países subdesarrollados. Lo que más me llama la atención de su faceta en las técnicas visuales, y con la que me siento en parte identificado, es que el uso de la cámara le llevó, al buscar el significado, la fuerza, la síntesis y el realismo en las imágenes, a adquirir una mayor percepción e intensidad de emoción en lo que veía. Como reza una canción de Yes: “I´m a camera”.

Tras muchos años de intensa actividad, a él mismo le sorprendía comprobar que su entusiasmo por el alpinismo no mermaba, y si en alguna ocasión, debido al agotamiento, se tomaba algunos días de descanso, pronto notaba que “Todo lo que me rodeaba me parecía pequeño, feo, mediocre y monótono. (…) De nuevo sentía la necesidad de lanzarme al gran juego, y lo hacía”. No obstante, el libro finaliza con una añoranza de paz para sus últimos años: “Si en realidad no hay ninguna roca, ningún serac, ninguna grieta que me esté esperando en algún lugar del mundo para detener mi carrera, llegará un día en el que, viejo y cansado, encontraré la paz entre los animales y las flores. El círculo quedará cerrado, y por fin seré el simple pastor que añoraba ser en mis sueños de niño”. Desgraciadamente, sí hubo una roca, una pared que, pocos años después de escribir el libro, detuvo su carrera.

Por último, me gustaría mostrar mi satisfacción por haber dedicado tantas líneas al que al fin y al cabo fue un gran deportista francés, y supongo que se me ha entendido por dónde voy. No quiero con esto dar lecciones a nadie (para empezar, éste blog necesitaría más difusión de la que yo pretendo que tenga), pero si expresar la actitud que me gustaría que imperase en los medios y en la sociedad, y no tiene nada que ver con poner la otra mejilla ni nada por el estilo. Por supuesto, acepto que sería ingenuo pensar que todo el mundo conoce el significado profundo de la palabra deportividad, o que hoy en día sea fácil triunfar sin que surja la polémica y la crispación, pero en todo caso sí me gustaría mostrar mi rechazo a la estupidez debida al exceso de patriotismo, y lo digo por ambas partes. Aunque, claro, el alpinismo no es tan competitivo ni generador de envidias como los deportes de masas, pero en cualquier caso también tiene sus lamentables excepciones. Y, claro, el alpinismo, como bien expresa este libro, es mucho más que un deporte.

¡Vaya entrada más inútilmente larga! Como corresponde, vaya.

lunes, 13 de febrero de 2012

Testimonio invernal



...Y cuando parecía que el invierno iba a pasar con más pena que gloria por Guadarrama, cuando la desgana motivada por la escasez de nieve estaba tornando en hastío, cuando las semanas sin salir al monte se acumulaban como hacía muchos años que no me ocurría, y aun cuando habiendo desafiado al fin a la pereza el plan sin embargo no era tal porque de nuevo, como en otra ocasión del año pasado, apenas había motivación por alguna ruta concreta, sino poco más que una mera intención de ver cómo estaba la sierra en su mejor momento en lo que va de temporada, entonces apareció otra vez la improvisación (como en la mencionada ocasión anterior), y salió una escapada decente.





Finalmente, y tras un par de decisiones acertadas de Iván, hicimos por primera vez otra de las canales que teníamos pendientes, el Tubo Central del circo de Peñalara, accediendo finalmente a la cuerda no directamente sino pegados a Dos Hermanas, donde encontramos las mayores pendientes. Es cierto que la abundante huella le quitaba mérito y encanto -además de miedo- a la ascensión, pero también lo es que se trata de una bonita ruta que nos ofreció nuevas y vistosas perspectivas de este entorno.





Así pues, y para darle un poco de tono nival al blog, dejo aquí este testimonio de que este año también ha habido invierno en Guadarrama, aunque haya llegado tarde. Eso sí, no pretendo ser gafe: Esperemos que no sea el único...

lunes, 6 de febrero de 2012

Un regreso muy esperado...

Hoy me he llevado una grata sorpresa; una esperada noticia que empezaba a no tener claro si se produciría. Al fin, después de cinco años, regresa uno de mis descubrimientos favoritos de los últimos años, el grupo sueco de rock progresivo The Flower Kings. Todo lo que he disfrutado escuchando sus discos ha sido después de que sacaran el último, el magistral "The Sum of no Evil", así que ya me sentía gafe de mi propia admiración hacia ellos, pero este año la cosa se arregla.

Esto supone dos posibles planes musicales futuros , el primero más factible que el segundo: La escucha de su siguiente disco (sale en junio), y la asistencia a alguno de los conciertos de la gira (que comienza en septiembre); esperemos que ésto no nos lo pongan difícil y se pasen por Madrid... Sea lo que sea, ya me han alegrado el día.

domingo, 5 de febrero de 2012

Gerald Durrell: La comedia de lo cotidiano, o escapar sin huir

Antes de que termine “Los conquistadores de lo inútil” y lo refleje por aquí, no quiero olvidarme del libro que había leído antes, “Un novio para mamá y otros relatos” de Gerald Durrell, porque para mi gusto tiene mucho del tipo de medicina que trato de recetar en este blog.

Es cierto que el zoólogo y escritor Gerald Durrell encaja en parte con el ideal de literatura evasiva gracias a sus obras ambientadas en las exóticas expediciones africanas, sudamericanas y oceánicas en busca de animales, e incluso en su más conocida descripción costumbrista pero bucólica de la isla griega de Corfú. Sin embargo, de lo que quiero hablar aquí es de cuando este irónico observador de la vida lograba dar la vuelta al mundanal ruido en escenarios rutinarios, convirtiendo ese ambiente, nada paradisíaco, en algo con lo que uno puede divertirse en vez de agobiarse (que es la reacción en la que caemos muchos, provocando en nosotros la necesidad de huir). La medicina es, en este caso, el sentido del humor.

Es admirable la manera en la que Durrell consigue captar la parte cómica de las situaciones embarazosas, y también como, con imaginación, lleva sus anécdotas personales a extremos inventados para darle más vidilla al asunto. Y describiéndolo todo con el mismo naturalismo con el que se acostumbró a explicar la vida de las diferentes especies animales que observaba, dotó a sus relatos de un tono sencillo, familiar, delicioso y agradable, perfecto para poder desconectar, o bien de la gris verdad, o bien del sensacionalismo con que se pretende distraernos de aquella.

“Un novio para mamá y otros relatos” es uno de los dos últimos libros que le regalé a mi madre. Creo que no tuvo tiempo de llegar a leer todos los relatos, pero una vez que he comprobado por mí mismo cómo es el libro, me consuela pesar que al menos pudo sonreír un poco con él en aquellos momentos, como así me lo confirmó.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Cumplido 130: Ommadawn (1975)



Antes de nada, una auto-corrección. Y es que me parece un error considerar, como muchos han hecho y yo imité en la anterior entrada, que los tres primeros discos de Mike Oldfield supongan una trilogía. En todo caso, hay un primer trabajo (“Tubular Bells”) compuesto varios años antes cuando el músico era un desconocido quinceañero que tuvo que sudar mucho esfuerzo para lograr editar el disco, y otros dos posteriores trabajados bajo otras circunstancias bien distintas del primero, pero bien similares entre sí: La reclusión del británico en una mansión rural, en un período de serias dificultades psicológicas debidas a la carga que para él supuso el inesperado y rotundo éxito de su debut, en lo que puede decirse que fue una escapada del mundanal ruido. Por lo tanto, yo más bien diría que “Ommadawn” es si acaso la segunda parte de “Hergest Ridge”; dos obras evasivas de inspiración rural, mucho más relajadas e introspectivas, además de uniformes, que el aluvión de ideas más variadas, cambiantes, dinámicas y rockeras de su más afamado título.

Así pues, “Ommadawn” en general es también, como su predecesor, un disco tranquilo y sin pretensiones de complejidad tipo mosaico: No supone excesivos giros o alardes, y su disfrute requiere atención para captar todas sus sutilezas, lo que no impide que también haya dos o tres momentos más o menos vistosos. Es ideal para evocar, para transportar a paisajes mentales. Para escapar, vaya.

La primera parte (antigua “cara A” en los ya desfasados vinilos, que tanto han determinado la estructura de las obras de rock progresivo y sinfónico, incluso llegada la época del CD) comienza con una melodía (que a la larga será el tema principal) de cierta inspiración oriental y de sensación introspectiva sombría, que alcanza una especial belleza cuando es interpretada en su segunda estrofa con guitarras clásicas; separando dichas estrofas, un par de secciones aún más sombrías y de cierto toque psicodélico, con un bajo dominante, que no tengo claro si me provocan un desasosiego necesario para realzar las otras partes, o sencillamente no acaban de gustarme; con músicos como Oldfield es normal que pasen estas cosas.

Al final de la segunda sección “desasosegante”, poco después de los cuatro minutos, aparecen las primeras sensaciones optimistas –pero aún relajadas y conservando cierto toque del misterio y surrealismo previo-, los primeros acordes mayores, tal vez la evocación de los primeros rayos de sol asomando entre las anteriores nubes, y cayendo sobre el prado mojado tras la sombría lluvia del comienzo. A los seis minutos el optimismo relajado entra en una breve pero intensa y emotiva introducción, aún con ritmo tranquilo, pero ya con más fuerza sonora (primeras guitarras eléctricas incluidas) y sensación de familiaridad musical (vamos, que ya no suena en absoluto raro o psicodélico); todo indica que hemos superado el mal trago psicológico que evocaba el inicio, que hemos salido del pozo, y que de hecho estamos a punto de entrar en la alegría, que es exactamente a lo que nos llevaba la introducción: A los siete minutos, una alegre danza folk nos da a entender que han brotado las flores en el prado; una sección de dinamismo contenido pero preciosista, instrumentalmente muy bien construida y acompañada, y en la que se emplea una melodía en tonos mayores ejecutada por la flauta, que cuando minutos más tarde ejecute –más o menos modificada- la guitarra eléctrica, lo hará en tonos menores, creando la sensación opuesta.

Pero de momento parece que la vida sigue sonriéndonos en la campiña británica, y aunque la danza folk ha terminado poco después de los ocho minutos, la siguiente sección mantiene el optimismo con ritmo más lento, evocando la armonía de la naturaleza (algunos instrumentos de viento parecen silbar como pajarillos); lo sorprendente aquí es que la melodía está basada en lo que durante los cuatro primeros minutos era sombrío, es decir el tema principal de Ommadawn; increíble cómo Oldfield le da una vuelta tan rotunda a una misma idea; ¿si hay alguna metáfora en ello? Tal vez: Woody Allen nos quiso explicar lo mismo en “Melinda y Melinda”: Hay veces que lo dramático o lo amable de una situación depende de nuestra manera de verlo: Sin el sombrío ambiente lluvioso de antes, difícilmente habrían llegado a brotar las flores una vez que salió el sol; Sin el contraste con la psicodelia y el desasosiego inicial, el optimismo posterior habría estado probablemente vacío.

Muy poco antes de los diez minutos llega otra de las pocas partes de vocación espectacular: el positivismo continúa, el ritmo se anima ligeramente, y la guitarra eléctrica se desata en una de las más inolvidables muestras de virtuosismo de Oldfield en toda su carrera: Es un punteo preciosista y elegante, pero también vertiginoso, y esto último vuelve a introducir un cierto elemento de duda, la sensación de que la belleza se está empezando a desbocar, y tal vez no pueda durar mucho más…

No tardamos mucho en comprobarlo; Llegados los once minutos, la melodía principal vuelve a aparecer en su manifestación pesimista, pero ahora acompañada por un ritmo en parte evocador de ritmos africanos, en parte de marcha fúnebre. Dura poco, apenas medio minuto más tarde la guitarra eléctrica cierra la sección recuperando los punteos desbocados, pero quizá sin convencer ya en su intención optimista. Entramos así, a los doce minutos, en un breve interludio ambiental, sin ritmo, que parece, más que un lugar sombrío o triste, una especie de purgatorio o tierra de nadie; la sensación no es ni optimista ni pesimista, es neutra, como si estuviéramos perdidos o desubicados; tal vez ha caído la noche y es difícil saber qué tiempo va a hacer en lo sucesivo.

Inmediatamente comienza la sección final de la primera parte, que durante sus cerca de siete minutos nos va a llevar por una construcción musical magistral. Está marcada por ritmos de tambores africanos, con un medio tempo instrumentado y ambientado de manera alucinante, creando una verdadera sensación de viaje. La intensidad del ritmo de los tambores se va acentuando (sin cambiar el tempo), los coros aportan una gran fuerza al conjunto, y los instrumentos se van sumando muy al gusto del estilo de Oldfield (parecido al final de la primera parte de “Tubular Bells”), mientras las diferentes melodías de las partes anteriores se suceden en nuevas versiones o en breves apuntes e incluso amagos, con especial dominio del tema inicial y principal; hay algún momento que evoca amabilidad o al menos falta de tristeza, pero en general más bien parece que las flores se han marchitado o que los frutos ya se han acabado. El tema adquiere cotas épicas, lo que nos advierte que no sólo estamos mucho más cerca del pesimismo inicial que del optimismo posterior, sino que además hay cierto tono apocalíptico. La primera parte se cierra con el único sonido de los tambores en fade-out, apagándose hasta sobrepasar los 19 minutos.

El comienzo de la segunda parte es lento, triste aunque con un toque de indefinición que pronto se acentúa en casi psicodélico merced a unas poco convencionales sucesiones de acordes, y sobre todo la construcción instrumental vuelve a crearnos sensación de desasosiego, gracias a una técnica que recuerda a la “tormenta eléctrica” de “Hergest Ridge”, con mezcla hasta la saturación de guitarras eléctricas. La cosa se intensifica a los tres minutos y medio, con la aportación añadida de unas viejas conocidas, las campanas tubulares. Ya que me he metido en el jardín de hacer de todo esto una subjetiva metáfora (seguramente empalagosa), aquí podría decirse que la verde pradera del principio está ahora agostada o incluso, si fuera un cultivo, ha entrado en barbecho.

Pero no todo está perdido. A los cinco minutos, una lenta melodía acústica, melancólica pero esperanzada, nos trae ecos de ambiente rural: aquí la cosa va más allá de la metáfora pues la evocación es evidente, más aún cuando aparece la gaita. (Lentamente, parece que se pone en marcha de nuevo el trabajo en el campo). Por otro lado, hay que decirlo, es una parte bellísima, muy emotiva. Y, en contraste con ella, resulta igual de sobrecogedora, a los diez minutos, la entrada de otra parte más triste. Aunque ésta va dando lugar poco a poco a la aparición del optimismo que ya sí va a ser definitivo (el trabajo dando sus frutos). Esto se confirma poco antes de los doce minutos, cuando comienza la última sección de Ommadawn, la más dinámica y a medio camino del rock y la música celta, un colofón festivo muy adecuado, con cierta similitud con el final de “Tubular Bells” (al final va a resultar que sí era tal vez adecuado incluir éste en una trilogía, al menos en algunos aspectos).

Tras haber finalizado Ommadawn propiamente dicha, pero sin cambiar de corte en el CD, a los catorce minutos aparece una especie de epílogo, una lenta pero alegre canción prácticamente infantil, “On Horseback”, que siempre ha estado ligada a la obra en sí, inseparable de ella (los primeros años que tuve “Ommadawn” grabado en cinta de hecho la consideraba una sección más de la segunda parte). La letra narra la amistad entre un niño y su mascota medio fantástica, una especie de pequeño caballo o pony, y sus aventuras cabalgando a través de las praderas. De nuevo, todo muy rural.

Siempre tengo la sensación (de hecho constatada matemáticamente) de que Ommadawn es un disco corto, sobre todo en comparación con sus dos predecesores y otras muchas obras instrumentales de Oldfield. Supongo que no tenía nada más que añadir, y lo cierto es que, salvo la ligera perplejidad que personalmente me provocan esos momentos psicodélicos antes mencionados, no creo que le sobre nada, y quizá tampoco le falte. Como por otro lado lo que el músico quería transmitir es tan indefinible e interpretable –como ocurre con toda creación sin letra-, tampoco se puede juzgar esto a la ligera. Pero sí que es verdad que, en comparación, creo que los otros dos discos anteriores me llenan más, me dejan más saciado –sin atiborrarme- (lo siento por los muchos que piensan que este tercer disco es la obra maestra del “tito Mike”). Y también puede ser que, en el momento de cumplir las dos escapadas previas (véanse abajo) estaba posiblemente en mejor disposición de disfrutarlas mejor, como de hecho así fue. Pero, en cualquier caso, “Ommadawn” me parece una maravilla, una pequeña gran joya, difícilmente imaginable en la actualidad. Muchas cosas han cambiado cuando pienso que en los 70 este tipo de discos se vendían como churros…

Plan de Escapada 1: "Tubular Bells".

Plan de Escapada 49: "Hergest Ridge".