domingo, 22 de mayo de 2016

Iron Maiden. Deconstrucción (Deconstrucción)

No, no es que haya repetido por error la última palabra del título de la entrada, ni tampoco que quiera enfatizar su significado. Todo lo que está fuera del paréntesis de ese título es el nombre de un libro escrito por el crítico musical Juanjo Ordás, en el que analiza la obra del clásico grupo británico de heavy metal, desmenuzando sus discos para tratarlos desde un punto de vista intencionadamente original, tratando de obviar el mito. El paréntesis es lo que trata de ser esta entrada, una deconstrucción de la deconstrucción hecha por Ordás. Una meta-deconstrucción, vaya.

Y es que cuando uno se compra un libro con toda la ilusión de ponerse a leer sobre aquello que le gusta, es fácil caer en la trampa de pensar que el texto va a ser complaciente con lo que uno piensa previamente. No era mi caso, porque el propio título ya me sugería precaución en ese sentido. Y aunque esa autodefensa me ha permitido aprovechar con interés todo el tiempo dedicado a la obra de Juanjo Ordás, y me ha parecido incluso productivo leer partes con las que antes no habría estado de acuerdo, o aspectos en los que no me había fijado, no he podido evitar que hubiera ciertos momentos en los que, no tanto  por el contenido como por la forma de exponerse o argumentarse, me quedaba con la sensación de que me la estaban dando con queso, usando algún que otro razonamiento tramposo, algún que otro uso caprichoso de la vara de medir. Y cuando eso ocurre leyendo un libro, uno se queda discutiendo con el autor como si lo tuviera delante, para sentirse inmediatamente frustrado al ver que sólo me estoy escuchando yo mismo. Como eso me parece injusto después de haber aportado mi granito de arena al bolsillo de Ordás, aprovecho ahora las ventajas de tener un blog (que reconozco que no lee casi nadie, pero al menos me vale como mejor desahogo).

Por todo lo escrito en el anterior párrafo, y aquí reconozco que he sido yo el injusto –y posiblemente vuelva a serlo más adelante-, parece que el libro me ha molestado más que gustado, y no es así. De entrada, me ha parecido de contenido interesante y estimulante para la reflexión, y el sólo hecho de hacer pensar y ver la obra de unos músicos que conozco desde hace muchos años de una manera nueva, incluso aunque en ocasiones pueda no estar de acuerdo con lo expuesto (y en muchos casos precisamente gracias a ello), ya es algo por lo que merece la pena haberlo leído (e incluso comprado). Pero es que además ha habido momentos en los que he disfrutado con sus descripciones, y con la re-escucha de algunas canciones tras leer ciertos detalles de las mismas que no me había parado a identificar antes. También me ha gustado la impresión general que me iba causando la sensación de estar entendiendo a Iron Maiden desde una nueva perspectiva.

Por lo tanto, la “Deconstrucción” a la que se refiere Ordás funciona en muchos detalles y también en su conjunto. Es un libro con mucho trabajo de estudio detrás, y muy bien elaborado en la exposición, que trata toda la discografía de la Doncella de Hierro desde todos los aspectos, musical y textual, conectándolo a las distintas vicisitudes del grupo y sus miembros a lo largo de los años, lo que ayuda a entender mejor el sentido de la trayectoria de la banda. Es muy interesante la evolución de las inquietudes en las letras de las canciones, su discurrir hacia la madurez; Me ha agradado entender y relacionar los significados que hay detrás de cada tema, más allá del ánimo de escapismo propio del Heavy Metal, y en especial de Iron Maiden, que era lo que hasta ahora había valorado por encima de cualquier otra cuestión. Está muy bien poner al descubierto ese aspecto de una música tantas veces vilipendiada por ser (supuestamente) superficial o inmadura.

En lo musical, son curiosos los parecidos que revela entre composiciones de diferentes épocas, y también la ilustración que hace de la transformación del estilo de la banda con el paso del tiempo, conservando siempre un sello inconfundible, pero potenciando nuevos elementos que lo llevan a nuevos planos sonoros. Las descripciones de canciones concretas van más allá del mero detalle de aspectos técnicos, y logra relacionar la forma en que esa música transmite su significado, en relación a la letra: Me agradó mucho cómo lo explica con la pesadilla que representa “Still life”, o cómo la parte instrumental de “Where eagles dare” logra crear la sensación del vértigo en las batallas aéreas. Son aspectos no siempre reflexionados que explican por qué una banda como Iron Maiden suele tener un halo mágico, un algo detrás difícil de identificar que los hace especiales, no simplemente un grupo “cañero y que mola mucho”, y Ordás ha sabido profundizar y explicar ese “algo”.

Pero ya va tocando que pueda aprovechar la entrada para desahogar esos eventuales desagrados que me ha causado el libro. Y no me refiero a cuando no he estado de acuerdo, sino a cuando me ha parecido que el tratamiento de algún tema no ha sido el mismo que con otros. Porque yo no voy a dejar de disfrutar a lo grande con temas criticados negativamente por Ordás como “To tame a land” o “Alexander the great” por el hecho de haber leído este libro, pero sí puedo considerarlos de otra manera después de leer sus razonamientos al respecto, sobre si al ser narrativas en tercera persona el oyente no se siente involucrado en la letra como con “Hallowed be thy name”; al menos argumenta aparentemente bien la crítica, al margen de pasar por alto o infravalorar el valor meramente musical de aquellos temas (que no sólo no es pequeño, sino que a mí personalmente me parece de los mejores de toda la carrera del grupo). Sin embargo, cuando alaba “Rime of the ancient marineer” (que por supuesto también es de mis favoritos), tema también en tercera persona, se apoya en el argumento, antes no usado, del músico que cuenta una historia como un director de cine cuenta su película, gracias a una simbología que en “To tame a land” y “Alexander the great” no se molesta ni en desmenuzar. Son los momentos en los que uno empieza a sospechar que el gusto personal del autor le impide medir por igual todas las canciones, especialmente las que menos le agradan, y lo adorna todo con parecida narrativa que en otros momentos del libro le ha funcionado perfectamente. Al menos en las mencionadas hasta ahora en este párrafo lo argumenta, pero con mi admirada “Quest for fire” se despacha de manera tan simple y seca que ya no deja lugar a dudas; supongo que la trabaja al mismo nivel “pueril” que él considera que tiene la canción, pero Ordás también olvida que el valor de entretenimiento y disfrute, de escapismo, es un activo fundamental en el Heavy Metal, y “Quest for fire”, con su poderoso y consistente rasgueo de las estrofas siempre me ha llevado en volandas cuando la escucho, y la épica de su melodía me resulta tremendamente efectiva.

Otra cuestión que me ha molestado un poco es que parezca que Ordás se tira el rollo diciendo que va a desmitificar ciertos aspectos de discos clásicos de Maiden con los que nadie se atrevería a meterse, lo cual de entrada me parece incluso atractivo, pero luego resulta algo decepcionante comprobar cómo las canciones obvias y tenidas por indiscutibles son casi siempre alabadas, mientras que la crítica recae en aquellas que no van a encontrar tanta oposición, por ser temas más olvidados. Ya he puesto el ejemplo de “Quest for fire” (¿cómo va a atreverse a criticar en ese disco “The trooper”, que también me gusta, pero después de mil escuchas prefiero la anterior, si a nadie se le ocurriría hacerlo?) Pues vaya desmitificación. No digo que por sistema tenga que criticar las que gustan a la mayoría, pero entonces que tampoco deje entrever esa advertencia de supuesta audacia por su parte. También me parece que “2 minutes to midnight”, estando bien, es otro clásico sobrevalorado; en parte reconoce la poca originalidad del riff inicial poniendo ejemplos de temas anteriores de otros grupos que sonaban muy similares (a los que nombra él yo añadiría “Curse of the Pharaohs” de Mercyful Fate), pero hace pelillos a la mar con aquello de que el acto creativo puede ser influido inconscientemente por lo que se ha escuchado antes; es verdad, pero no deja de ser falto de originalidad, y sin embargo no le sirve de argumento para matizar su exagerada calificación de “monumental”, cuando con otras (como el mencionado “Quest for fire”) ha sido mucho menos complaciente sin apenas razonarlo. Por si fuera poco, critica que la dinámica que traía el “2 minutes…” en el disco queda rota por la instrumental “Losfer words (Big orra)”, que a mí me parece bastante superior, con una complejidad y estructura llena de cambios tonales y de intensidad que funcionan de manera envolvente, con ese estado de gracia que tenía el grupo en aquellos años, que llevaba al oyente a dejar todo lo que estuviera haciendo para ponerse a tararear cada solo y cada punteo (al menos era –y sigue siendo- así en mi caso). De este tema, así como de “Flash of the blade”, “The duellists” y “Back in the village” se “atreve” (con el beneplácito del olvido generalizado de los mismos) a decir que son “relleno”. Del “Back in the village” se lo puedo perdonar, no porque me parezca relleno, sino porque me parece el menos bueno, pero sobre todo de “The duellists”… vale, sería incoherente (como Ordás) si no reconociera la falta de originalidad por la similitud con “Where Eagles dare” (y en este caso no hay excusa, pues es obvio al ser “autoplagio”), pero por lo demás…: por un lado está otro de esos elaborados y envolventes desarrollos instrumentales, que a mí me parece sencillamente antológico en la carrera del grupo, pero, ¿cómo que su estribillo es demasiado simple…? Páginas más adelante, se atreverá a decir que el estribillo de “The wicker man” es “uno de los mejores de toda la carrera de Iron Maiden”. ¿Se ha puesto Ordás a contar las notas y acordes que hay en uno y otro estribillo? ¿Y aún así el de “The duellists” le parece simple? En este caso, las matemáticas ponen en evidencia al crítico. No hay más preguntas, señoría.

Otra deconstrucción de la deconstrucción: Un aspecto interesante del libro es aquel en el que Ordás analiza los planteamientos que el grupo hace de los repertorios de sus conciertos. A la hora de valorar lo acertado o desacertado de los set – list, varias veces basa sus argumentos en lo que ya ha quedado como hechos demostrados: Si ya ha demostrado que esta o aquella canción no es buena, ya no hace falta explicar que incluirla en la gira es un error; así, se ceba repetidas veces con temas como “Tailgunner”, por poner un ejemplo, pero al mismo tiempo volverá a reflejar como indiscutible que “2 minutes to midnight”, por poner otro, tiene que sonar sí o sí. Y no pierde esa costumbre tan en boga de los críticos actuales de añadir adjetivos para volver a aclarar, casi con aparente saña, lo que ya nos dijo: la mediocre “Quest for fire”, etc.

Aquí es donde abro un paréntesis para tratar de llegar al meollo de la cuestión, a un meollo que atañe no sólo a este libro sino a todo el mundo de la crítica y de las opiniones en general, sobre lo que ya hablé al referirme a los libros “Mal de altura” y “Everest 1996”. Quizá se trata de la forma de expresarse, y yo mismo estoy cayendo seguramente en ello en esta misma entrada. No tengo claro que baste con dar por hecho que los críticos ofrecen meras opiniones, ni siquiera con aclararlo al principio del libro, como hace Ordás al decir que no son verdades absolutas. Cuando lees el texto te parece que esa frase ha quedado como una excusa, como un salvoconducto mediocre que ha perdido su sentido, y a mí personalmente me resulta difícil seguir el juego de creerme que el autor sólo expresa opiniones personales, cuando por las formas y estilo resulta a veces categórico. El ejemplo de su razonamiento sobre los repertorios de los conciertos es el claro ejemplo, pues se trata de un argumento ya basado en otro, de manera que el primero ha quedado como solidificado, como indiscutible. Pero claro, ¿cuál sería la forma de no embaucar al lector de esa manera, o bien de no cabrearle si es cabezota e irreducible como es mi caso? ¿Acompañar las opiniones de coletillas como “en mi opinión”, “para mi gusto”, “creo que”, etc? Quizá quedaría engorroso, o un tanto inocente, o se le acusaría de falsa modestia, tal vez. En cualquier caso, me cuesta creer que en el vocabulario y en la gramática españolas, supuestamente tan ricas, no haya mejores formas de expresarse para los críticos, muchos de los cuales tiran demasiadas piedras contra su propio tejado por esa falta de humildad, aunque puede que algunos lo hagan a posta precisamente para tener más publicidad (que aunque sea negativa, también da de comer). Y ojo, no digo que sea el caso (ninguno de los dos casos) de Juanjo Ordás, que en general creo que es más bien moderado y razonable: Son más las ocasiones en las que, no estando de acuerdo con él, me resulta respetuoso y respetable. Quizá yo mismo podría estar siendo más duro e injusto con él en esta crítica que él con sus temas menos predilectos de Maiden en el libro.

Y volviendo al contenido del libro, el autor, que es aún un año más joven que yo y por tanto no debió vivir lo que supusieron los primeros discos de Iron Maiden en el momento de salir (incluido alguno de los que “desmitifica”), lo cual no tiene por qué ser un problema a la hora de juzgar la obra del grupo, sí que vuelve a dejar entrever una especial inclinación por la última época de la banda, con menos volumen (en sentido de cantidad y sonoridad) de críticas a esta etapa que a la considerada por los veteranos como la era dorada. En este caso no voy a hablar de un problema en su argumentación, pues de hecho me parece una opinión perfectamente respetable y con razones de peso para creer en ella: Los últimos 15 ó 16 años de Maiden han dado lugar a momentos realmente brillantes, y sobre todo de una dignidad enorme para un grupo que, después de tan larga trayectoria, sigue luchando por eludir la dificultad de ser creativo sin traicionar a su esencia. Pero, para mi gusto, una cosa es esa y otra ponerlo a la altura de los mejores momentos de los 80. Y ojo que tampoco quiero yo mitificar en exceso aquellos años: Hay discos que me resultan relativamente “menores” como “Killers” o “Somewhere in time”. Pero en el fondo, creo que Maiden no puede volver al nivel de calidad y brillo creativo que tuvo en otra época, entre otras cosas porque ya no pueden reinventarse, ya dieron lo mejor de sí mismos entonces. Algunos de sus trabajos actuales son de gran calidad, pero a otro nivel; no creo que con ellos hubieran logrado entonces la atención que tuvieron y que siguen teniendo ahora. Veo un gran trabajo y mérito en “Dance of Death” (que Ordás no valora tanto) y en “A Matter of Life and Death” (que sí), pero también veo que la chispa creativa, sobre todo en las melodías, ya no la tienen tan elevada; es una especie de quiero y no puedo del todo, muchos años después de que ya todo esté inventado. Ordás alaba la producción del actual Kevin Shirley, que otorga al grupo un sonido más libre, más rugoso y con matices, pero creo que habría que dar al clásico Martin Birch el mérito de conseguir aquel sonido limpio, compacto y envolvente que no se ha vuelto a alcanzar; creo que si se intentara ahora sonaría plastificado, de ahí el mérito y acierto de optar por la propuesta de Shirley, pero en realidad a mí me parece otro ejemplo de incapacidad por reactivar lo que fue. Sí creo que lo están haciendo lo mejor que puede hacerse a estas alturas, pero no me parece que, por ejemplo, “The Final Frontier” sea tan bueno como dice el autor del libro. También he leído en Internet su crítica del último disco, “The book of Souls” (que se editó después del libro), y también me parece excesivamente positiva. Ya dije en el blog que a mí también me gusta bastante, por recuperar en buena medida el estilo más clásico de la banda, y me mola escucharlo por eso, pero creo que está sobrevalorado; por otro lado, Ordás dice que “sin pretenderlo remite referencias de épocas pasadas”, cosa con la que no puedo estar más en desacuerdo, puesto que me parece que esa orientación hacia el pasado es totalmente deliberada, incluso con momentos de evidente “autoplagio” en forma de guiño a los fans (sin ir más lejos, el comienzo de “Shadows of the Valley”, una actualización venida a menos del punteo introductorio de “Wasted years”, pero hay más), por no hablar del Eddie de la portada, el más parecido al que dibujaba Derek Riggs en los 80. Lo que sí me ha ocurrido es que la última vez que he escuchado “The book of souls” ya no me ha agradado tanto, y cuando a continuación me he puesto a oír “Powerslave”, el subidón de ánimo ha sido total, incluyendo las canciones “de relleno”. ¿Apego a lo que me gustó en el pasado? Tal vez, pero hay tantas cosas del pasado que dejaron de gustarme…

Otra característica del libro es la mención a músicos y discos contemporáneos de cada etapa del grupo, para poner cada obra en su contexto. Sin duda es un acierto, pero tengo que volver a “quejarme”, en este caso de obviar a ciertas bandas que no llegan ni a ser nombradas: El power metal es como si no hubiera llegado a existir, sin aparecer no ya los grupos “sucedáneos” como Gamma Ray, Blind Guradian o Stratovarius, sino que ni siquiera comenta nada acerca de Helloween. Por otro lado, y para ponerlos también en el contexto de sus composiciones más progresivas, no habría estado de más que mencionara a estandartes contemporáneos del género como Porcupine Tree, Dream Theater u Opeth (apenas nombra a Tool pero como ejemplo de la tendencia alternativa). A partir de ahí, los grupos condenados al ostracismo son innumerables (creo que los ejemplos que he puesto son de los más destacados como para obviarlos). No digo con esto que tenga que hacer una lista exhaustiva de todos, pero cuando dice que tal o cual disco de Maiden es el mejor de tal o cual año en el panorama metalero mundial (incluyendo la última época), la sensación vuelve a ser que el comentarista musical no ha escuchado todos los discos que se sacaron ese año (no digo que sea así, pero le falta credibilidad al argumento).

Bueno, pues después de toda esta retahíla de desahogos y de reprimendas al trabajo de Juanjo Ordás, vuelvo a la idea general de que el libro merece la pena. Obviamente es mucho más amplio de lo que he podido reflejar aquí, trata muchos más aspectos y con mucha más profundidad; esta modesta entrada de blog no puede hacerle justicia: Lo cómodo es criticar el libro, lo difícil es escribirlo. Creo sinceramente que todo seguidor y admirador de la carrera de Iron Maiden debería leerlo, pues le va a hacer ver ciertos aspectos del grupo de otra manera. Es sin duda una forma de renovar el interés por su música, que tanto encasillada en un género concreto como disfrutada de manera independiente, merece amplios y distendidos debates.

lunes, 9 de mayo de 2016

Ñu, 20 años y muchos días después

Gira 40 Aniversario de Ñu, 6 de mayo de 2016, Sala Joy Eslava, Madrid

Hace el tiempo que reza el título de esta entrada, un 15 de diciembre de 1995, acudí por primera vez a ver a Ñu en directo; No sólo eso: era mi primer concierto de cualquier grupo. Apenas llevaba 2 ó 3 años empapándome de la música de ese artistazo al margen de su contexto geográfico y temporal llamado José Carlos Molina, pero con aquellas edades ese tiempo es más que suficiente para creerte que eres su más fiel seguidor. Los verdaderos acólitos del grupo, sin embargo, celebraban ya los 20 años y un día que titulaban su disco recopilatorio y conmemorativo.

Ahora la longevidad de Ñu se ha doblado (con muy diferente intensidad en su actividad, también es cierto), y el efecto nostálgico –del que ya he hablado en otros casos- es mucho más poderoso, para todos. Ahora es cuando resulta difícil disimular lo que se siente de verdad, cuando todas las partes (músicos y público) se dan cuenta de lo que realmente significa una carrera artística completa en sus vidas. Ya no cuentan posibles críticas a discos que gustaron menos, o actuaciones que decepcionaron, o simplemente excesos de celo, discusiones sobre “éstos son mejores” o “esos tampoco son tan buenos”; eso ha quedado en un segundo plano, aplastado por las auténticas emociones; ya no puede uno engañarse a sí mismo: La reacción entregada del público ante un concierto conmemorativo de los 40 años de Ñu es lo que verdaderamente siente esa gente por ese grupo, y el primero en percibirlo es el propio artista (y bien que lo merece).

No importa que de las prácticamente 3 horas de aquella noche de mediados de los 90 en la Sala Canciller (muchos lo recuerdan como el concierto que no acababa nunca…) se pasara el 6 de mayo de 2016 a 2 horas. Fueron probablemente las dos horas más intensas y emotivas que he podido vivir en un concierto de Ñu, y eso que he estado en unos cuantos (y algunos mejores, desde el punto de vista técnico u objetivo). Lo del viernes en la Joy Eslava fue sencillamente mágico, antológico, inolvidable. Fue una comunión perfecta entre público y músicos, una declaración mutua de amor, una explicación recíproca e incuestionable de por qué cada una de las dos partes estaba allí. Nunca había visto nada a ese nivel en un concierto de Ñu, y creo que, tal vez, en ningún otro concierto de cualquier otro grupo.

Pero, tal y como lo estoy explicando, corro el riesgo de que parezca que fue una cuestión de complacencia incondicional, y que Molina no necesitaba hacer nada para ganarse esta vez al respetable. Nada más lejos de la realidad. De hecho, yo iba allí con el miedo de que me pareciera que el veterano cantante y flautista ya no estuviera precisamente para aquellos trotes. Las últimas veces que lo había visto (en las fiestas de Lavapiés de hace 3 ó 4 años, y un par de años antes colaborando con la violinista Judith Mateo), siendo buenos conciertos, la impresión que me dio es que ya se tomaba las cosas con más calma. Incluso recuerdo que en la presentación del disco Títeres en la sala Caracol (de lo que ya hace más de 10 años) acabó medio pidiendo perdón por terminar con la voz casi agotada. En este concierto del 40 aniversario ha estado sencillamente pletórico, rejuvenecido, dándolo todo, y con un buen rollo y simpatía como pocas veces recuerdo.

La muestra de lo anterior quedó de manifiesto en el valiente, enérgico y casi épico repertorio planteado, que supuso un auténtico subidón detrás de otro, y que en muchos casos suponía una verdadera prueba de fuego (y nunca mejor dicho) para una voz tantos años y giras desplegada. Arrancó el grupo con la única y homónima representación de su último disco de estudio, “Viejos himnos para nuevos guerreros”, vaticinando con su título lo que a partir de ese momento se iba a desatar. La primera sorpresa llegaba con un clásico para seguidores distinguidos, “Los ojos de la zíngara”. A partir de ahí, los temas más esperados o típicos como “No hay ningún loco”, “La Granja del loco”, “Manicomio”, “Animales Sueltos”, “El Tren”, “Ella” o “Más duro que nunca” se alternaban con otros más sorprendentes pero que son parte imborrable de la historia del grupo, como “El hombre de fuego” o la que encumbró al Molina como un “señor de cierta edad con un par”, nada menos que la espídica, potente y muy exigente “Fuego”; aunque en su inicio creyéramos que se le iba a romper la garganta en ésta, el tío la defendió perfectamente. Pudo haber algún desliz, algún solo de flauta que no daba con todas las notas, o algún momento de letra olvidada, pero por lo demás fue una muestra de segunda juventud, de dominio de todas las facetas: instrumental (flauta, guitarra, piano), vocal y escénica.

El show contó con la participación de varios músicos de anteriores etapas de Ñu, que iban relevándose en el homenaje a la historia del grupo, dándole si cabe más colorido. Hubo momentos con dos guitarras (al actual se unió Pedro Vela de la época de Cuatro Gatos), un violoncello, dos chicas haciendo coros, además del bajo, batería y teclado. Así fue por ejemplo durante la interpretación de la monumental “Hada”, del disco “Réquiem”, del que hacía años que había perdido la esperanza de llegar a escuchar alguna vez alguna canción en directo; además, con mi amigo J.C. Molina Jr., hijo del fundador del grupo, a la batería (cosa que también vi por vez primera). En otros momentos era Judith Mateo quien añadía más toque celta al show con su violín, como en la apoteósica versión de “El Flautista”, e incluso se les unía Jorge Calvo, que por momentos dejaba el teclado (que había arrebatado al genial y principal Peter Mayr) para acompañarles con una especie de whistle tradicional.

Los momentos más épicos estaban aderezados por introducciones, cierres y referencias curiosas: Si el final de “El hombre de fuego” acabó con un trocito del riff de “Lucifer”, la impresionante “Sé quién” fue introducida mediante el despiste, con una vistosa “Entrada al reino” que parecía que iba a dar lugar a “A golpe de látigo”. También fue grande el momento en el que el mencionado Peter Mayr se transformó en Jon Lord para tocar el solo de “Highway Star” durante la parte instrumental de “El hombre de fuego”; es sin duda uno de los teclistas más espectaculares y carismáticos que han pasado por Ñu. Con todo, poco pudo igualarse a las apoteosis musicales y letrísticas (con el público coreando atronador) de “Galeras” y “Preparan”. Aunque, para momento bonito en cuanto a respuesta público – cantante, la sonrisa de oreja a oreja que se dibujó en el rostro del Molina cuando, guitarra acústica en ristre, vio como todo el mundo coreaba de la primera a la última frase “Tocaba correr”. Los pelos como escarpias (y algo de humedad en los ojos). Ni siquiera la emotiva y final “Una copa por un viejo amigo” alcanzó ese nivel de sentimiento, aunque no anduvo lejos.

En definitiva, si un concierto que celebra los 40 años de historia de un proyecto musical debe servir al público como síntesis de lo que ese grupo ha supuesto a lo largo de esos años para los presentes, este concierto lo cumplió con creces. Si a los músicos debe servirles para captar el poso que ha dejado dicha historia en toda esa gente, creo que todavía más. En el caso de Ñu, si su inquebrantable decisión de honestidad artística a la hora de elegir rumbo ha llevado al grupo a tener un público más limitado que el de los músicos que siguen las modas, es con un concierto como éste con el que el señor José Carlos Molina puede concluir si ha merecido la pena, y me parece que la respuesta también es afirmativa. Y creo que de ahí viene que, cerca del final del concierto, el propio Molina manifestase que si no había sido el día más feliz de su vida, poco le había faltado.

Hacer música es algo más espiritual que vender millones de discos o congregar a miles de personas. Es algo que necesitas hacer y no puedes pasar sin ello. Con que sólo te escuchen veinte ya no te sientes fracasado. Y juntar a mil es ya realmente emocionante…” (José Carlos Molina).

martes, 3 de mayo de 2016