viernes, 9 de diciembre de 2011

128: Descubierta escapada donde no la esperaba

Itinerario: De Cebreros (Ávila) a Valdemaqueda (Madrid).

Lugar: Tierra de Pinares.

Momento: Domingo 4 de diciembre.




El indefinido terreno ondulado que, entre las provincias de Ávila y Madrid, separa las estribaciones más orientales de Gredos de las primeras al suroeste de Guadarrama, engloba lo mejor y lo peor del ambiente rural de altitud media – baja. Lo mismo te puedes encontrar con vallas de fincas privadas, cacerías (aunque esto puede ocurrir en otros lugares) o moteros de tierra y de asfalto, que te puedes perder libremente por inmensos parajes solitarios sin apenas cruzarte con nadie, al menos durante un buen rato.





Por eso, cuando la rutina de lo conocido le lleva a uno a buscar zonas apartadas de las habituales altitudes montañeras, se corre el riesgo de perder el día tontamente, pero a cambio hay una cierta probabilidad de sorprenderse con paisajes insospechadamente gratificantes. Coger un mapa de la zona mencionada, elegir dos pueblos alejados como Cebreros (Ávila) y Valdemaqueda (Madrid), y trazar una ruta entre ambos uniendo tramos de pistas y caminos es una idea con ciertas dosis de incertidumbre.





No es que esa incertidumbre haga especialmente emocionante las horas previas a la excursión. De hecho, casi se tiene la sensación de que, como está todo muy visto y la nieve caída en la sierra de momento es más bien triste, es esto una especie de plan B, o C, o incluso Z, entre otras cosas porque uno no puede esperar aquí la vistosidad de los desniveles montañeros.





Pero a veces las ideas poco llamativas resultan ser más afortunadas de lo esperado, y se encuentra uno con una buena escapada donde apenas la esperaba. Eso de las películas ambientadas en épocas remotas y en parajes ondulados de media o baja altitud, donde uno o varios personajes nómadas se pierden en la inmensidad de la naturaleza, sin ver un horizonte habitado, de repente es posible llegar a atisbarlo, más o menos, y sin viajar muy lejos. Basta con unir las dos localidades citadas, y terminando el primer tercio de la excursión, te vas adentrando en un paisaje adusto, adornado por la textura algodonosa –aunque de color verde- de bosques de pino piñonero, pateando kilómetros y kilómetros y viendo discretos pero constantes cambios de un panorama que, sin llegar a la vistosidad mencionada antes, sí sorprenden por su amplitud.





De repente, sentimos que la excursión es una verdadera escapada, de las que transmiten esa sensación de haber viajado algo más que físicamente. Y hacía tiempo que una excursión de un día no me agradaba tanto, y mucho más fuera del terreno propiamente montañero. El hecho de que el kilometraje sea tan prolongado, el horario del bus de ida tan poco madrugador, y el anochecer de la época tan pronto, lejos de suponer un problema, se convirtió en otro aliciente añadido a la “aventura”, entre otras cosas por el ambiente mágico de la puesta de sol.







Y, por favor, para excursiones como esta (y para otras muchas), que ningún GPS acabe nunca con el placer de saber orientarse con un mapa. Qué gozada.