domingo, 17 de marzo de 2013

El primero de la cuerda (Roger Frison-Roche, 1941)


En varias ocasiones he mencionado lo mucho que me gusta leer libros de montaña que narren directamente hechos reales vividos por sus autores, ya que es algo que añade al sabor de la literatura de aventuras la fuerza de la verdad, tratándose de situaciones frecuentemente extremas, o bien de experiencias agradables, contemplativas o bucólicas con las que cualquier aficionado al montañismo como yo puede sentirse identificado, evocando esas vivencias en un sillón de tu casa.

Pues bien, “El primero de la cuerda” es la primera novela de ficción de montaña, con una trama inventada, que he leído, y por cierto que en la historia de la literatura de alpinismo también está considerada como tal. Me ha agradado, y por momentos me ha gustado mucho, pero las sensaciones no son las mismas. Lo que no puedo decir con seguridad es si esto se debe a la diferencia entre ficción y realidad a que me estoy refiriendo, o simplemente a esta novela en concreto.

Lo cierto es que la valoración que se suele hacer en general de la novela de Roger Frison-Roche (1906 – 1999), guía de montaña, periodista y escritor, es bastante elevada, al margen de que también se considera como, tal vez, el libro de montaña más leído de todos los tiempos. También tengo que aclarar que la versión que he leído no está catalogada en la ficha como “traducción” sino como “versión española”, por parte del también montañero, periodista y escritor Agustín Faus, lo que no puedo evitar que me produzca dudas, no acerca de los aspectos técnicos o argumentales de la novela, sino más bien de cómo se habrán cuidado los recursos artísticos o la psicología de los personajes; no sé hasta que punto esta “versión” se habrá tomado ciertas libertades, aunque el prólogo aclara que esta edición es más fiel que alguna ya publicada anteriormente en España. Supongo que lo ideal sería tener un buen nivel de francés y leer la original, pero no es mi caso, ni remotamente.

El caso es que el libro me ha parecido evocador, muy entretenido, y más o menos emocionante en sus pasajes puramente de alpinismo. Pero, al mismo tiempo, tanto el argumento como sus personajes, estando suficientemente bien pensados y trazados, no acaba de parecerme que tengan toda la profundidad necesaria para que me impresionen, más allá de una novela de aventuras de nivel medio. Casi me ha parecido literatura juvenil o adolescente, algo ingenua por momentos. Aunque también es verdad que, al mismo tiempo, esa ingenuidad no queda mal del todo en el ambiente montañero, jovial por definición, ni mucho menos en un marco rural como el de Chamonix en los años 20 del siglo pasado, donde lo llano y lo sencillo son caracteres naturales, lo que por cierto tiene un sabor muy agradable.

Frison-Roche, como narrador, parece que no quiere distanciarse de ese carácter llano, o sencillamente no puede, y supongo que esto se debe a que su novela, aunque con personajes e historias inventadas, está inspirada por su propia experiencia en Chamonix años atrás, cuando él mismo luchó para llegar a ser guía, como el protagonista del libro. Esto es algo fundamental que no sé si hacía falta aclarar (por lo conocido de la obra), pero que puede cambiar el entendimiento de buena parte de lo escrito en esta entrada hasta ahora, pero en realidad tampoco mucho.

Es cierto que las ascensiones y escaladas pueden parecerse a las vividas por el propio autor, o incluso en algún momento ser tal cual, pero al proponernos su propia historia inventada, está jugando al eterno juego literario de la complicidad con el lector; el juego de creerse la historia sabiéndola ficticia: Esto no es lo mismo que saber, porque te lo estén diciendo, que los hechos son reales, y absolutamente calcados a como ocurrieron o a como los vivió o recuerda el autor; el ejercicio no me resulta el mismo, y la impresión de la verdad no tergiversada me parece siempre más intensa, al menos en el caso de la literatura de montaña. Leyendo “El primero de la cuerda” estoy jugando, imaginando, pero no viendo un documental; por eso no me impresiona, como lo hiciera “La conquista del Cervino”, “Estrellas y borrascas” o “Tocando el vacío”. Y eso que las descripciones de esas escaladas de la novela son realmente detalladas y sobre todo entendibles, por ejemplo más que las de Mummery en “Escaladas en los Alpes” que sí es totalmente autobiográfica, (y que por cierto comparte buena parte del escenario con este libro).

Al final, es cierto que la historia inventada y los personajes ficticios son una excusa para hablar de montaña y de la experiencia propia de Frison-Roche, y el punto de vista para el lector es diferente, no necesariamente mejor ni peor. El argumento acompañante es casi superficial al lado de la propia exaltación montañera, lo que vuelve a separarlo de las novelas de aventuras “al uso”, en las que las escenas de acción ocurren muchas veces por otros motivos u objetivos: Aquí el objeto es la montaña en si misma, y todo lo que ésta implica.

Sin embargo, lo que más me ha agradado de la novela son los pasajes descriptivos de la vida en el valle, el ambiente de los guías, el contraste con los turistas, los capítulos rurales y pastoriles, etc: Tienen un sabor muy auténtico. Eso, y lo que nunca falta en un libro de montaña: poder seguir el desarrollo de toda la acción en un buen mapa de la zona. Con el tiempo estoy llegando a “conocer” el Macizo del Mont Blanc al detalle gracias a los libros.

También habría que mencionar –y seguramente discutir- alguna perorata ético – moral, sobre todo en el último capítulo, aunque bien es cierto que el propio autor ya la pone previamente en entredicho con el desarrollo de la acción anterior, fundamental para hacer posible el “final feliz”. No sé hasta qué punto la “versión española” ha intervenido a este respecto…

viernes, 8 de marzo de 2013

Continúan los milagros: Apoteosis progresiva de Flower Kings y Neal Morse en Madrid


Tal vez suene exagerado (lo de los milagros, digo), pero es que ya nos pareció una gratísima sorpresa conocer el regreso de The Flowers Kings tras cinco años de ausencia, y más aún contar con la privilegiada visita de la banda sueca hace seis meses, como para encima haber disfrutado de nuevo de otra demostración en directo de estos renovadores de la dignidad progresiva setentera, con apenas medio año de diferencia, cuando hasta hace poco sólo habían venido a tocar otras dos veces –que yo sepa- en sus casi dos décadas de existencia.

Pero es que si a eso le sumamos que junto a ellos vino también el genial Neal Morse con su banda, incluyendo la presencia estelar del ex – batería de Dream Theater, Mike Portnoy, y que eso además dio pie a que ambos grupos se juntaran al final del show para cerrar en plan apoteósico el concierto, con canciones de la banda que une a parte de sus miembros, Transatlantic, para qué queremos más.

Es cierto que después de la apabullante actuación de The Flower Kings en septiembre, presenciar una versión reducida del mismo repertorio, con peor calidad de sonido (sin ser mala), igual nos dejó algo menos impresionados de lo que esperábamos. Me parece que el grupo necesita más extensión para llegar a crear la sensación envolvente que le caracteriza. Ahora bien, el privilegio volvió a agradecerse, y en cualquier caso ver y escuchar a Roine Stolt tocando la guitarra volvió a parecerme alucinante. Además, Hasse Fröberg tuvo mejor día que la vez anterior, con una voz en mejores condiciones, y demostró ser el gran cantante que es.

Es patente que lo sintético del set list (merced a la duración megalómana de las canciones) no sirvió para dar cuenta, ni mucho menos, de la impresionante discografía con que cuenta el grupo. Creo que el hecho de que “Numbers” se ventile casi media hora del concierto no le hace justicia a una actuación de apenas hora y veinte minutos, ni mucho menos a las muchísimas canciones de calidad superior que tiene la banda. “The Truth Will Set You Free” lo arregla en buena medida, así como “Last Minute on Earth” e “In The Eyes of the World”, pero “Rising the Imperial” vuelve a redundar sobre lo mismo, para mi gusto. En cualquier caso, hay que reconocer que una actuación de este grupo es algo único, diferente a cualquier cosa que exista actualmente, e impregnado de una calidad, una elegancia y una magia indiscutibles.

Sin embargo, aunque el estilo de Neal Morse pueda ser más convencional, menos distinguido, su actuación me pareció muy espectacular, bastante más –si cabe- de lo que había imaginado. Me pareció un concierto de un nivel de intensidad impresionante, sin desdeñar –al contrario- la dificultad y la calidad de lo que estaba siendo interpretado sobre el escenario. La potencia de los momentos más dinámicos y heavies, unida a la ampulosidad instrumental de esas partes técnicas tan frecuentes –pero muy, muy frecuentes- me resultó abrumadora, para lo bueno y -hacia el final del concierto- para lo no tan bueno (porque tampoco puedo decir “malo”, en absoluto). Creo que tal vez ni en un concierto de Dream Theater he llegado a presenciar tanta proporción de partes enrevesadas progresivas como la que planteó aquella noche Neal Morse (en esa comparación no hablo necesariamente de calidad). Normalmente estos grupos necesitan medir esas secciones tan complicadas (dentro de que todo lo que hacen ya es complicado), e irlas distribuyendo a lo largo del concierto para ir sorprendiendo al público, pero es que lo de la Neal Morse Band el sábado 2 de marzo fue un derroche casi constante de malabarismo. Al principio me pareció una gozada, algo que me hizo disfrutar de ese estilo musical progresivo – metalero como hacía años; pero hacia el final, como digo, se acabó haciendo algo más rutinario, menos sorprendente, en parte porque el sonido deslució algunos detalles (no se escuchaba demasiado el saxofón ni el violín de ese gran músico que es Bill Hubauer), y también en parte porque lo que más me gustó del repertorio escogido fue la primera mitad; (aunque reconozco que la monumental suite que cierra el nuevo disco y que hizo lo propio en el concierto, “World Without End”, tiene también un gran valor de dificultad).

Tras el arranque con la homónima del último disco “Momentum”, la verdad es hubo instantes, en esos primeros 40 minutos de actuación de la banda norteamericana, que me parecieron absolutamente inolvidables. Los elaboradísimos coros de “Author of Confusion”, llenos de armonías y juegos vocales a cinco gargantas, al más puro estilo de Gentle Giant, son la demostración coral que más me ha agradado e impresionado jamás en un concierto de rock, incluso muy por encima de las versiones que he escuchado de la opereta de “Bohemian Rhapsody” de Queen (por parte del español Momo y de los argentinos God Save the Queen). Y no conformes con ello, repitieron similar demostración más tarde en “Thoughts Part 5”, amén del resto de coros (más convencionales pero perfectos) de las demás canciones. ¿Cuántas horas de ensayo supone sólo eso? También me pareció grandiosa la interpretación del medley reducido de ese gran disco que es “Question Mark”, de una calidad, una fuerza envolvente, y una emotividad difíciles de explicar; mejor que intentarlo, he encontrado un vídeo de esta parte, de aquella misma noche en Madrid, bastante más que aceptable para ser de aficionado. Pero, claro, aun así había que estar allí:


Luego está la vitalidad y buen rollo del propio Neal Morse. Siempre ha sido todo un cerebro para la música, seguramente desde antes de Spock´s Beard, pero hay que reconocer que a este hombre su etapa religiosa le ha infundido una fuerza y un positivismo brutales, y para darse cuenta de ello no hace falta ser creyente (yo no lo soy, hoy por hoy). Es verdaderamente admirable cómo este tipo de aspecto inicialmente sencillo –prototipo de padre de familia media cincuentón- se pasa casi todo el concierto botando y corriendo de acá para allá, cambiando de la guitarra a los teclados, y de ahí al micro, vacilando con sus músicos y con el público, riendo las improvisaciones que Mike Portnoy le pone como trampas, dándole una patada sin darse cuenta al teclado en uno de sus múltiples movimientos, para luego darse la vuelta y al percatarse del peligroso bamboleo del sintetizador, reaccionar cómicamente ante él como si hasta los instrumentos se estuvieran excitando ante la energía del rock and roll, incluso tal vez en una especie de símbolo de manifestación divina. Realmente, es inevitable que te acabe cayendo bien. Yo no acabo de creer en Dios, pero creo en Neal Morse.

Tras la Neal Morse Band, estaba por llegar no sé si lo mejor o lo más esperado, pero desde luego sí lo más singular y llamativo de toda la tarde – noche, el momento en el que todos los músicos unirían sus fuerzas para otorgar una nueva dimensión a esa superbanda llamada Transatlantic. La única pega, conocida a priori, era que la duración prevista (y de hecho cumplida a rajatabla) para este colofón difícilmente daría cuenta, ni de lejos, de lo que las prolongadas suites del grupo suponen. Y efectivamente la media hora de la actuación final quedó inevitablemente lejísimos (en lo musical, porque en lo temporal es obvio) de las más de tres horas netas (sin contar descansos) que la propia banda nos ofreció a los madrileños hace casi tres años. De todas formas, fue la parte de todo el concierto que más buen rollo me transmitió, me animó a cantar y tararear las canciones. Más allá de una cuestión de calidad o técnica, fue algo relacionado con la emotividad.

Comenzó con Neal Morse y Roine Stolt interpretando la balada “Bridge Across Forever”, tras lo cual se unieron Jonas Reingold al bajo y Mike Portnoy a la batería, quedando conformado así el número básico de miembros de Transatlantic; en este caso Reingold sustituía a Pete Trewavas, y aunque el valor de éste último es incuestionable, la presencia del bajista de The Flower Kings no sólo no desmerecía sino que resultaba ser ya todo un lujo, al margen de lo que vendría después. Era una especie de fantasía musical hecha realidad, ver a Reingold compartir escenario con Morse y Portnoy, una de esas formaciones que a veces los melómanos nos ponemos a imaginar: “Cómo me gustaría ver tocar juntos a Roine Stolt y a Brian May, o a Steve Morse y a Mike Oldfield”, por ejemplo. Así las cosas, comenzaron a interpretar “All of the Above”, que resumieron en ocho minutos (de la media hora total que dura el tema), mientras se iban incorporando otros miembros de la Neal Morse Band.

Con el grupo cada vez más numeroso, comenzaron a sucederse partes de “The Wirldwind”. Bill Hubauer estaba situado ya al segundo teclado, y en un momento dado apareció Hasse Fröberg para ofrecer con su voz otra de esas combinaciones soñadas a las que aludía en el anterior párrafo. Y no menos inolvidable fue la entrada del gran Tomas Bodin para sustiuír a Hubauer al teclado, mientras éste recuperaba el violín eléctrico. El bajo estaba ocupado ya por Randy George, y Jonas Reingold atendía a sus queridos bass – pedals, mientras gesticulaba con la comicidad que le caracteriza. Era emocionante ver a Reingold o a Föberg interactuar con Portnoy o con Morse. La apoteosis era cada vez mayor, y finalizó con “Stranger in your Soul”, y las dos baterías a pleno rendimiento, aporreadas por Portnoy y por Felix Lehrmann evocando los mejores tiempos de Genesis:


Puede que mereciese la pena haber hecho una mención especial, con más detenimiento, a ese personaje indiscutiblemente carismático llamado Mike Portnoy, pero también entiendo que, en los relativamente pocos sitios en los que se debe haber escrito sobre este concierto, mayoritariamente se ha debido destacar ya su figura, la más popular de todas las presentes aquella noche en la sala But de Madrid, y poco me quedará por añadir, seguramente. Lo que sí que creo que merece la pena destacar es que si este “milagro”, y posiblemente de manera indirecta los anteriores, han sido posibles, ha sido en buena medida gracias al empuje de éste músico, cuyo mayor éxito y notoriedad respecto al resto es un buen filón para todos. Así quedó reflejado en la reacción del público. En ese sentido, hay que agradecer a Portnoy infinitamente su buen gusto por optar por proyectos como Neal Morse y Transatlantic, que han podido abrir el conocimiento de ésta música a más gente en un país en el que incluso el rock más convencional empieza ya a ser casi “de culto”, mientras se siguen cerrando salas de conciertos (gracias por el enlace Ángel), los 40 Principales de hoy hacen que la misma emisora hace 20 años parezca ahora casi buena(ya entonces era llamada “Los 40 Criminales”), y los DJ´s reinan infinitamente por encima de casi cualquier otra propuesta en directo. En medio de eso, el Metal es una alternativa cada vez más escondida, así que no digamos ya el Prog Rock, que sólo encuentra aire a través de grupos como Dream Theater o Porcupine Tree. Estos otros de la noche de la sala But ya son demasiado “pasados de moda” para unos y demasiado "raros" para otros, como para merecer mención incluso en ciertos medios que presumen de ir contracorriente, o de “indies” (otra nefasta etiqueta más). Lo dicho, un milagro más, pero inolvidable.