viernes, 12 de abril de 2019

Dersú Uzalá (Vladímir Arséniev)

Cuando vi la película Dersu Uazala de Akira Kurosawa hace unos años, comentaba en una entrada de este blog que, habiéndome gustado, no llegó a entusiasmarme emocionalmente, pensando entonces que tal vez me faltaba más costumbre hacia un tipo de cine menos occidental, o quizá los valores que transmitía ya me habían llegado previamente en muchos otros referentes, personales o culturales / artísticos, y ya era un tema que no me resultaba novedoso.

Más o menos por aquella época, el regreso al sentimiento de la relación con la naturaleza seguramente ya había dejado de resultarme un descubrimiento emocionante, para pasar a convertirse paulatinamente en algo dado por hecho y que, pese a seguir siendo básico en mi manera de ser y sobre todo de sentir, ya no me llevaba a maravillarme con la sensación de identificación con quienes realmente exploraron la terra incognita que todavía quedaba hasta finales del siglo XIX – principios del XX, y que sí había disfrutado hasta pocos años antes cuando leía a los Henry Russell y compañía.

Ahora, el sentimiento está todavía más sumergido entre otras muchas impresiones personales provocadas por experiencias que al final acaban sepultando el interrogante que da título a este blog, casi haciéndolo parecer una preocupación trivial o incluso frívola, filosofía innecesaria: Llega un punto en que esto es vivir y punto, “tirar para adelante, que no hay otra”. Eso no quita que precisamente el obligarme a seguir saliendo al campo (entre otras distracciones) me siga sirviendo para no pensar en otras cosas. Pero eso ya casi suena más a terapia que a evasión. En este nuevo marco, haberme puesto a leer el libro de Vladímir Arséniev en que se basa la película de Kurosawa quizá no haya sido la mejor manera (o el mejor momento) de tratar de captar lo que hace unos años no capté. Pero tampoco sé si habría sido muy distinto hace unos años. Y, en cualquier caso, he ido cogiéndole apego a la obra según iba avanzando, muy lenta y pausadamente por cierto, a lo largo de sus páginas.

Así las cosas, empecé a leer Dersu Uzala cuando la oscuridad aludida directa o indirectamente en los títulos de entradas anteriores del blog todavía resultaba intensa y frecuente (aún sigue apareciendo, pero menos), tras uno de los momentos más duros (si no el más) de mi vida. En ese estado, esos capítulos rebosantes de descripción naturalista que a un amante de la naturaleza y titulado en Forestales como yo le deberían como mínimo haber llamado la atención, de pronto me parecían rutinarios, incluso tediosos, con esa estructura meticulosa basada en la geografía de los afluentes y subafluentes del Río Ussuri, sus kilómetros, sus orientaciones y montones y montones de topónimos, seguidos de la descripción de la geología, la flora y la fauna. De repente me veía trasladado a las insulsas lecciones de geografía del colegio, cuando había que aprender datos con esfuerzo y por obligación en vez de aprehenderse por gusto sin esfuerzo alguno (la diferencia entre aprender las cordilleras en un libro de Naturales o impregnarse de ellas cuando se recorren con los pies, al natural). También yo me veía intentando acabar cada capítulo por obligación. Y todo ello sin apenas disfrutar de los escasos momentos que los primeros capítulos dedican a anécdotas y aspectos más humanos.

Todo lo cual me llevó , sin pretenderlo, a llegar a pasar varias semanas sin ojear siquiera el libro. Pero el tiempo fue pasando y, también como he ido aludiendo en esos títulos de las últimas entradas, la luz fue regresando. Nunca (o al menos todavía) como antes, pero sí recordando sentimientos aparentemente olvidados. El “viviendo” se fue haciendo más llevadero con los días, y al recuperar la lectura del libro lo fui encontrando paulatinamente más entrañable. Incluso la rutina geográfica se había convertido en una especie de música reconocible, que hacía más entretenido el lapso entre una aventura y otra en esta historia de exploración en varios sentidos, donde el hombre civilizado se encuentra con el nativo de la taiga y aprende a entender el entorno salvaje de otra forma. Y sobre todo, aprende a valorar el humanismo desde otra profundidad, la que aporta el hombre que no ha sido contaminado por las miserias del desarrollo rapaz, y que cuando trata de adaptarse a las comodidades del mundo moderno se siente más incómodo.

Ahora supongo que me quedaría esperar a otro momento aún más propicio, y volver a ver la película que hace unos años no acabé de captar en todo su significado emocional. Lo dejo pendiente, como cuando en este blog me marcaba planes (qué tiempos aquellos...)