Aparte del bajón en la frecuencia de post que escribo en el blog, me he dado cuenta de que en concreto hace casi tres años que no escribo nada sobre música, supongo que en cierta medida porque al final la temática predominante (montaña y demás) hace que en esa escasez general de entradas la criba la sufran más los temas menos habituales.
En todo ese tiempo desde junio de 2016 he vivido, supongo (tampoco lo recuerdo todo), muchos buenos momentos musicales, pero el caso es que en los últimos meses, en los de este mismo año 2019, he aumentado la asiduidad de asistencia a actuaciones en directo, prácticamente a niveles de mis mejores tiempos en ese ámbito (también, en parte, por aquello de tirar para adelante en momentos difíciles). El caso es que, unas veces por repertorios, otras por calidad de sonido, y otras por otras razones, en general me he encontrado con más decepciones que alegrías. Y en medio de todas las decepciones, la actuación que ha sobresalido sobre las demás, con enorme diferencia, y la única que de verdad me ha hecho escapar, fue la de la cantante francesa ZAZ, en Abril.
No sé si en el motivo podrá haber algo de la diferenciación en los géneros o estilos respecto a lo que suelo escuchar desde hace mucho (y que caracterizó el resto de conciertos), y por tanto en romper con la “rutina”, pero el caso es que la actuación de ZAZ en Madrid logró provocarme un verdadero subidón de ánimo, hasta el punto de llegar al nivel de la emoción, al de la sonrisa simultaneada con la lágrima. Creo que lo que esta artista y sobre todo persona (Isabelle Geffroy) es capaz de transmitir sobre el escenario trasciende lo musical, aunque sea la música el mejor medio con que lo codifica. Y parte de la demostración de esto que digo está también en la propia y casi constante sonrisa de la cantante, que de alguna manera sabe que está haciendo muchísimo más que cantar o interpretar. Está transmitiendo, directamente, vida. Hace escapar porque hace que los asistentes se sientan más vivos.
Volviendo a lo de los géneros, tengo una sensación encontrada pero finalmente poco significante, en el hecho de que actualmente la parte que más me gusta de toda su música, el gypsy jazz, esté más diluida entre estilos varios más cercanos a pop (que siempre ha desarrollado, pero antes algo menos). Sin embargo, la ventaja es que su concierto fue uno de los más versátiles que he presenciado en toda mi vida, y eso llevó a todo un espectáculo en el que era difícil aburrirse (otro “zasca” a la maldita rutina).
En cualquier caso, creo que la cosa va más allá de lo que fue el directo. Semanas antes, viendo en casa su concierto de la época del disco “Paris” (ésta si fue una actuación verdaderamente más jazz) ya tuve un anticipo de la inyección de ánimo que iba a presenciar en vivo, y la sensación también había sido esa misma: Puro agradecimiento a alguien que, sin conocerte de nada, te está haciendo feliz durante lo que dura el DVD.
Solo me queda dar las gracias a mi amiga Maura por haberme descubierto a esta artistaza hace unos años.
"Todos somos mucha gente, todos llevamos a muchos dentro, personas con los mismos recuerdos que nosotros que nos van ganando terreno y al final nos sustituyen. En eso consiste la madurez. En no reconocerse". (Los años extraordinarios, Rodrigo Cortés)
lunes, 27 de mayo de 2019
martes, 7 de mayo de 2019
Alex Honnold y Carlos Soria, lo titánico y lo humano
De entrada, una aclaración: Los adjetivos del título de este post no están referidos respectivamente a cada uno de los protagonistas, sino que los dos se refieren a ambos, porque en ambos casos hay un aspecto grandioso en lo que hacen, y en ambos casos hay una parte humana, por cierto muy diferente -pero vagamente relacionada- en cada uno.
En el caso del canadiense Alex Honnold, protagonista del documental ganador del premio Óscar en su última edición, no hace falta aclarar mucho lo épico de su gesta; escalar sin cuerda una pared como la de El Capitán en Yosemite es, sencillamente, algo del todo excepcional, algo al alcance de prácticamente nadie. Para entenderlo ni siquiera vale con ver la película, Free Solo; salvo para otros escaladores libres, calibrar la dificultad -técnica, física y sobre todo psicológica- de la gesta es imposible, independientemente de valoraciones éticas.
A lo que me ayudó más ver el documental fue a sufrir la parte humana de la historia. Y esta se refiere, sobre todo, a las personas que rodean al escalador en su vida personal. Y tampoco me parece que sea fácil vivir con algo así. No puedes -en principio- negar a alguien la libertad de elegir hacer aquello que en la vida le da sentido e impulso para seguir adelante, pero claro, cuando es la propia vida la que está en juego, el sufrimiento anímico que conlleva alrededor es difícil. Es complicado empatizar, y no hablo aquí precisamente de las típicas frases cuñadiles de “esa gente está loca”, “son unos insensatos”, “no vale la pena jugarse la vida por eso”, etc., etc. Es mejor ver el documental para que cada uno saque sus conclusiones. Eso sí, la sencillez con la que Honnold afronta su elección es, al mismo tiempo, sorprendente y comprensible: Es su vida, y además su actividad deportiva está profesionalmente estudiadísima y cuidadísima al milímetro: no es precisamente alguien que no sepa lo que hace. Lo más alejado de un loco, vaya. Y aun así, cuesta entenderlo.
Por similares fechas al día que vi el documental, asistí a una conferencia del alpinista natural de Ávila, Carlos Soria, el más veterano del mundo en ascender a la mayoría de las montañas de más de ocho mil metros. De nuevo la gesta titánica vuelve a estar aclarada, sin necesitar explicación alguna. Pero de nuevo pasa algo similar a lo último que decía sobre Alex Honnold: la sencillez con la que Soria explicó su vida alpinista podría ser similar, o incluso más humilde en muchos casos, que las batallitas de cualquier montañero aficionado de cordilleras ibéricas y nivel de dificultad más bien bajo. Es cierto que no hay un aspecto psicológico tan extremo como en el caso del canadiense; ahí está la gran diferencia. Soria es alguien que transmite amor por la montaña, cariño por sus experiencias vividas, e ilusión por lo que pueda deparar el futuro. Y ojo que a veces también escala sin cuerda (cosas de mucha menor dificutad). Sin duda resultó una charla muy agradable, el tipo de sentimiento del que uno querría estar siempre impregnado; Y a él le ha durado -de momento- hasta los 80 años... y luego otros tenemos baches muchas décadas antes...
En el caso del canadiense Alex Honnold, protagonista del documental ganador del premio Óscar en su última edición, no hace falta aclarar mucho lo épico de su gesta; escalar sin cuerda una pared como la de El Capitán en Yosemite es, sencillamente, algo del todo excepcional, algo al alcance de prácticamente nadie. Para entenderlo ni siquiera vale con ver la película, Free Solo; salvo para otros escaladores libres, calibrar la dificultad -técnica, física y sobre todo psicológica- de la gesta es imposible, independientemente de valoraciones éticas.
A lo que me ayudó más ver el documental fue a sufrir la parte humana de la historia. Y esta se refiere, sobre todo, a las personas que rodean al escalador en su vida personal. Y tampoco me parece que sea fácil vivir con algo así. No puedes -en principio- negar a alguien la libertad de elegir hacer aquello que en la vida le da sentido e impulso para seguir adelante, pero claro, cuando es la propia vida la que está en juego, el sufrimiento anímico que conlleva alrededor es difícil. Es complicado empatizar, y no hablo aquí precisamente de las típicas frases cuñadiles de “esa gente está loca”, “son unos insensatos”, “no vale la pena jugarse la vida por eso”, etc., etc. Es mejor ver el documental para que cada uno saque sus conclusiones. Eso sí, la sencillez con la que Honnold afronta su elección es, al mismo tiempo, sorprendente y comprensible: Es su vida, y además su actividad deportiva está profesionalmente estudiadísima y cuidadísima al milímetro: no es precisamente alguien que no sepa lo que hace. Lo más alejado de un loco, vaya. Y aun así, cuesta entenderlo.
Por similares fechas al día que vi el documental, asistí a una conferencia del alpinista natural de Ávila, Carlos Soria, el más veterano del mundo en ascender a la mayoría de las montañas de más de ocho mil metros. De nuevo la gesta titánica vuelve a estar aclarada, sin necesitar explicación alguna. Pero de nuevo pasa algo similar a lo último que decía sobre Alex Honnold: la sencillez con la que Soria explicó su vida alpinista podría ser similar, o incluso más humilde en muchos casos, que las batallitas de cualquier montañero aficionado de cordilleras ibéricas y nivel de dificultad más bien bajo. Es cierto que no hay un aspecto psicológico tan extremo como en el caso del canadiense; ahí está la gran diferencia. Soria es alguien que transmite amor por la montaña, cariño por sus experiencias vividas, e ilusión por lo que pueda deparar el futuro. Y ojo que a veces también escala sin cuerda (cosas de mucha menor dificutad). Sin duda resultó una charla muy agradable, el tipo de sentimiento del que uno querría estar siempre impregnado; Y a él le ha durado -de momento- hasta los 80 años... y luego otros tenemos baches muchas décadas antes...
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