Hace el tiempo que reza el título de esta entrada, un 15 de diciembre de 1995, acudí por primera vez a ver a Ñu en directo; No sólo eso: era mi primer concierto de cualquier grupo. Apenas llevaba 2 ó 3 años empapándome de la música de ese artistazo al margen de su contexto geográfico y temporal llamado José Carlos Molina, pero con aquellas edades ese tiempo es más que suficiente para creerte que eres su más fiel seguidor. Los verdaderos acólitos del grupo, sin embargo, celebraban ya los 20 años y un día que titulaban su disco recopilatorio y conmemorativo.
Ahora la longevidad de Ñu se ha doblado (con muy diferente intensidad en su actividad, también es cierto), y el efecto nostálgico –del que ya he hablado en otros casos- es mucho más poderoso, para todos. Ahora es cuando resulta difícil disimular lo que se siente de verdad, cuando todas las partes (músicos y público) se dan cuenta de lo que realmente significa una carrera artística completa en sus vidas. Ya no cuentan posibles críticas a discos que gustaron menos, o actuaciones que decepcionaron, o simplemente excesos de celo, discusiones sobre “éstos son mejores” o “esos tampoco son tan buenos”; eso ha quedado en un segundo plano, aplastado por las auténticas emociones; ya no puede uno engañarse a sí mismo: La reacción entregada del público ante un concierto conmemorativo de los 40 años de Ñu es lo que verdaderamente siente esa gente por ese grupo, y el primero en percibirlo es el propio artista (y bien que lo merece).
No importa que de las prácticamente 3 horas de aquella noche de mediados de los 90 en la Sala Canciller (muchos lo recuerdan como el concierto que no acababa nunca…) se pasara el 6 de mayo de 2016 a 2 horas. Fueron probablemente las dos horas más intensas y emotivas que he podido vivir en un concierto de Ñu, y eso que he estado en unos cuantos (y algunos mejores, desde el punto de vista técnico u objetivo). Lo del viernes en la Joy Eslava fue sencillamente mágico, antológico, inolvidable. Fue una comunión perfecta entre público y músicos, una declaración mutua de amor, una explicación recíproca e incuestionable de por qué cada una de las dos partes estaba allí. Nunca había visto nada a ese nivel en un concierto de Ñu, y creo que, tal vez, en ningún otro concierto de cualquier otro grupo.
Pero, tal y como lo estoy explicando, corro el riesgo de que parezca que fue una cuestión de complacencia incondicional, y que Molina no necesitaba hacer nada para ganarse esta vez al respetable. Nada más lejos de la realidad. De hecho, yo iba allí con el miedo de que me pareciera que el veterano cantante y flautista ya no estuviera precisamente para aquellos trotes. Las últimas veces que lo había visto (en las fiestas de Lavapiés de hace 3 ó 4 años, y un par de años antes colaborando con la violinista Judith Mateo), siendo buenos conciertos, la impresión que me dio es que ya se tomaba las cosas con más calma. Incluso recuerdo que en la presentación del disco Títeres en la sala Caracol (de lo que ya hace más de 10 años) acabó medio pidiendo perdón por terminar con la voz casi agotada. En este concierto del 40 aniversario ha estado sencillamente pletórico, rejuvenecido, dándolo todo, y con un buen rollo y simpatía como pocas veces recuerdo.
La muestra de lo anterior quedó de manifiesto en el valiente, enérgico y casi épico repertorio planteado, que supuso un auténtico subidón detrás de otro, y que en muchos casos suponía una verdadera prueba de fuego (y nunca mejor dicho) para una voz tantos años y giras desplegada. Arrancó el grupo con la única y homónima representación de su último disco de estudio, “Viejos himnos para nuevos guerreros”, vaticinando con su título lo que a partir de ese momento se iba a desatar. La primera sorpresa llegaba con un clásico para seguidores distinguidos, “Los ojos de la zíngara”. A partir de ahí, los temas más esperados o típicos como “No hay ningún loco”, “La Granja del loco”, “Manicomio”, “Animales Sueltos”, “El Tren”, “Ella” o “Más duro que nunca” se alternaban con otros más sorprendentes pero que son parte imborrable de la historia del grupo, como “El hombre de fuego” o la que encumbró al Molina como un “señor de cierta edad con un par”, nada menos que la espídica, potente y muy exigente “Fuego”; aunque en su inicio creyéramos que se le iba a romper la garganta en ésta, el tío la defendió perfectamente. Pudo haber algún desliz, algún solo de flauta que no daba con todas las notas, o algún momento de letra olvidada, pero por lo demás fue una muestra de segunda juventud, de dominio de todas las facetas: instrumental (flauta, guitarra, piano), vocal y escénica.
El show contó con la participación de varios músicos de anteriores etapas de Ñu, que iban relevándose en el homenaje a la historia del grupo, dándole si cabe más colorido. Hubo momentos con dos guitarras (al actual se unió Pedro Vela de la época de Cuatro Gatos), un violoncello, dos chicas haciendo coros, además del bajo, batería y teclado. Así fue por ejemplo durante la interpretación de la monumental “Hada”, del disco “Réquiem”, del que hacía años que había perdido la esperanza de llegar a escuchar alguna vez alguna canción en directo; además, con mi amigo J.C. Molina Jr., hijo del fundador del grupo, a la batería (cosa que también vi por vez primera). En otros momentos era Judith Mateo quien añadía más toque celta al show con su violín, como en la apoteósica versión de “El Flautista”, e incluso se les unía Jorge Calvo, que por momentos dejaba el teclado (que había arrebatado al genial y principal Peter Mayr) para acompañarles con una especie de whistle tradicional.
Los momentos más épicos estaban aderezados por introducciones, cierres y referencias curiosas: Si el final de “El hombre de fuego” acabó con un trocito del riff de “Lucifer”, la impresionante “Sé quién” fue introducida mediante el despiste, con una vistosa “Entrada al reino” que parecía que iba a dar lugar a “A golpe de látigo”. También fue grande el momento en el que el mencionado Peter Mayr se transformó en Jon Lord para tocar el solo de “Highway Star” durante la parte instrumental de “El hombre de fuego”; es sin duda uno de los teclistas más espectaculares y carismáticos que han pasado por Ñu. Con todo, poco pudo igualarse a las apoteosis musicales y letrísticas (con el público coreando atronador) de “Galeras” y “Preparan”. Aunque, para momento bonito en cuanto a respuesta público – cantante, la sonrisa de oreja a oreja que se dibujó en el rostro del Molina cuando, guitarra acústica en ristre, vio como todo el mundo coreaba de la primera a la última frase “Tocaba correr”. Los pelos como escarpias (y algo de humedad en los ojos). Ni siquiera la emotiva y final “Una copa por un viejo amigo” alcanzó ese nivel de sentimiento, aunque no anduvo lejos.
En definitiva, si un concierto que celebra los 40 años de historia de un proyecto musical debe servir al público como síntesis de lo que ese grupo ha supuesto a lo largo de esos años para los presentes, este concierto lo cumplió con creces. Si a los músicos debe servirles para captar el poso que ha dejado dicha historia en toda esa gente, creo que todavía más. En el caso de Ñu, si su inquebrantable decisión de honestidad artística a la hora de elegir rumbo ha llevado al grupo a tener un público más limitado que el de los músicos que siguen las modas, es con un concierto como éste con el que el señor José Carlos Molina puede concluir si ha merecido la pena, y me parece que la respuesta también es afirmativa. Y creo que de ahí viene que, cerca del final del concierto, el propio Molina manifestase que si no había sido el día más feliz de su vida, poco le había faltado.
“Hacer música es algo más espiritual que vender millones de discos o congregar a miles de personas. Es algo que necesitas hacer y no puedes pasar sin ello. Con que sólo te escuchen veinte ya no te sientes fracasado. Y juntar a mil es ya realmente emocionante…” (José Carlos Molina).
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