Dije que dedicaría un post al último título de la factoría Pixar, ya que es una de las películas que más me han tocado la fibra en muchos años, pero que antes la vería por segunda vez. Ahora que ya había cumplido con esto, no sabía qué expresar exactamente ni cómo, sobre todo sin repetir lo obvio o lo que ya se ha dicho en múltiples medios, pero en el fondo había una manera interesante y sincera –por mi parte- de tratarlo, en la que además el título de la entrada quedaba niquelado con el del blog (y no es postureo, salió así de forma natural, lo juro).
Tras el primer visionado de Inside Out, la sensación es que prevalece el asombro ante el poder narrativo de la cinta; cómo consigue tratar un tema tan complejo como la psicología de manera que resulte liviano, didáctico, divertido, emocionante, fantástico e incluso épico, mezclando tantos conceptos y sin decaer jamás en el ritmo, a pesar de sus muy diferentes facetas y tempos. Por supuesto que los detalles más intimistas también calan, y mucho, pero como una más de todas esas características.
Sin embargo, la segunda vez la película me pareció menos complicada; en contra de lo que esperaba, no encontré muchos más detalles de los que percibí mes y medio antes. Volvió a parecerme una genialidad narrativa, porque volví a disfrutarla de principio a fin sin que decayera la emoción, pero ya sin el asombro ante lo aparentemente increíble que resulta el desarrollo del planteamiento la primera vez. Sin embargo, esto no fue una decepción, porque abrió paso a lo que creo que convierte a esta película en una obra maestra, y que esta segunda vez se manifestó con mayor poderío si cabe que la primera: Su capacidad incomparable para definir el sentimiento de la nostalgia.
Y es precisamente en este aspecto donde encuentro la materia para conectar el sentimiento de la película con el del blog. El planteamiento de Inside Out lleva a la necesidad de afrontar esa nostalgia, de no huir de ella, para poder pasar la página de nuestra vida anterior e irrecuperable y seguir adelante, lo que de entrada es contrario a lo mucho que nos han hablado siempre acerca de sonreír siempre y sin más ante los malos momentos. Y sin negar en absoluto esa valiosa auto – terapia de asumir la tristeza (válida a cualquier edad, por cierto), se produce aquí la (otra) paradoja: la de la posibilidad amarga pero reconfortante de quedarse anclado a ese pasado, a esa nostalgia que nos da pena pero que sigue pareciéndonos preferible a posibles presentes más vacíos o decepcionantes, insuficientes para tener ganas de seguir. Porque en definitiva hace falta sentir para seguir, ya sea esa emoción positiva o negativa.
De ahí que a veces se pueda llegar a dudar si es del presente de lo que queremos o necesitamos escapar, o bien del pasado. No siempre estamos satisfechos de ser lo que somos, o de en qué se ha convertido nuestra vida con el paso de los años (sobre todo si teníamos otras expectativas), pero tampoco sabemos hacia dónde regresar, ni cómo volver a un estado del que nuestros recuerdos se han convertido en difusos, grises, e incluso se desvanecen como ceniza amontonados en el fondo del almacén de la memoria borrada. Todo lo que se desmorona hacia ese pozo a lo largo de la película me produce un poderosísimo sentimiento de pérdida de la inocencia, de demolición de la infancia, que todos hemos vivido, y que es representado en pantalla y transmitido con una convicción increíble. Inevitable, pero siempre triste.
Al final, la salida a este dilema anímico creo que está en una idea tan cierta como lo dicho hasta ahora, y además muy simple: Lo que nos producirá nostalgia en el futuro será lo que vivamos en el presente, así que mejor aprovecharlo ahora que cuando ya sea inalcanzable más adelante (y sin pensar tampoco mucho en ello, porque podría llevar a otro tipo de nostalgia peor: la que se proyecta hacia el futuro…)
Conclusión: En este caso, mejor vivir que escapar (pero sin olvidar del todo, ojo).
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