lunes, 5 de noviembre de 2012

Nordwand (Philipp Stölzl, 2008): El Eiger, símbolo de las contradicciones humanas


Hacía bastante tiempo que quería ver ésta película italo-franco-alemana, que recrea –con algunas licencias- la histórica escalada que en 1936 se dispusieron a realizar los alemanes Toni Kurz y Andreas Hinterstoisser en la mítica y temida cara norte del Eiger, una de las montañas más emblemáticas de los Alpes berneses, en Suiza, y también del mundo.

Quizá por culpa del escaso interés de –al menos- España en el cine sobre alpinismo (cuando sin embargo películas como ésta creo que podrían tener cierto tirón entre bastante gente), me ha costado encontrar una versión con subtítulos en inglés, que he tenido que completar con un segundo visionado en Youtube con subtítulos en español -del que falta buena parte del metraje intermedio-, para estar seguro de que no se me habían escapado cosas importantes, y también para captar más detalles sin tener que estar parando la reproducción del vídeo.

El volver a ver la película también me ha ayudado a valorarla más positivamente que la primera vez. No es que me hubiera disgustado, de hecho me pareció que estaba muy bien hecha, en todos los sentidos, sino que las sensaciones que me transmitió fueron un tanto frías la mayor parte del tiempo, y demasiado sombrías y amargas en otros momentos. No sentí la grandeza de la épica alpinista de otras películas, como por ejemplo Nanga Parbat. Sin embargo, al verla por segunda vez entendí que, para bien o para mal, esos dos tonos –frío y dramático- son más adecuados para contar una historia que, con sólo un poco más de ensalzamiento optimista del sentimiento de la montaña habría resultado inapropiado, de mal gusto.

Aunque la historia sea un hecho real conocido, y posiblemente algunos de los que leáis esto la conozcáis, no quiero convertir éste comentario en un spoiler, por principios de respeto al espectador aficionado al cine. Eso me lleva a no profundizar todo lo que podría en esta entrada. Sin embargo, para expresar la conclusión más clara a la que he llegado tras ver “Nordwand” y ponerla en contraste con otros hechos históricos acaecidos en el mismo escenario del Eiger, no necesito más.

Más allá de su mítico prestigio y de su condición temible, la Eiger Nordwand me parece que tiene un elemento muy definitorio y al mismo tiempo paradójico del mundo del alpinismo y del ser humano. En realidad tiene varios, puesto que la existencia, en sus mismas entrañas, de un tren que ayuda a subir mecánicamente a los turistas lo que por los propios medios es una muy dura y peligrosísima escalada, ya es de por sí un choque de puntos de vista muy diferentes del ser humano, que parece representar el paradigma del enfrentamiento del alocado espíritu montañero a la sensata mediocridad y vulgaridad de lo fácil: la poesía contra el pragmatismo (sin negar el valor ingenieril de la empresa que supuso la construcción de la vía, que curiosamente también parece otro tipo de locura).

Pero no es al símbolo del progreso que supone el tren a lo que me refería. En cualquier caso, la contradicción de la que sí quiero hablar, y que en el guión de la película se recalca muy bien, tiene cierta similitud con la ya dicha. La norte del Eiger no sólo es una de las escaladas más comprometidas de la historia del alpinismo, sino que además es quizá el escenario de roca vertical con el patio de butacas más accesible para cualquier tipo de público. Es la montaña puesta ante los ojos de la humanidad. Esos locos escaladores a los que buena parte de la sociedad recrimina su insensatez, al mismo tiempo que, hipócritamente, son observados por algunas de esas mismas mentes acusadoras desde los hoteles de Kleine Scheidegg, mediante los telescopios de pago allí instalados. El Gran Hermano del alpinismo; curioso paralelismo (sin pretender ni mucho menos comparar la actividad en sí): cuántos critican ese tipo de programas de televisión que, en cualquier caso, ven.

El Eiger se convirtió así, desde los primeros años de intento de escalar su cara norte, en un muy representativo símbolo de lo que tantas veces ocurre con el mundo del alpinismo: Parece que sólo se habla de ésta actividad en los medios generalistas cuando acontece la tragedia. La visibilidad de la Nordwand es una especie de cebo del morbo. En ocasiones, del más macabro y repugnante de los morbos: Los cuerpos muertos, colgando de las cuerdas en la pared, de escaladores como Stefano Longhi o Rabadá y Navarro, llegaron a ser en su momento una atracción turística. Los más bajos instintos del ser humano, puestos en relación con una actividad como el alpinismo, que para la mayoría de sus mentores aspira a ser precisamente todo lo contrario, un símbolo de la nobleza, de la dignidad y de la fortaleza del espíritu.

El personaje del periodista despiadado que busca el éxito de la gran exclusiva, muy bien interpretado por Ulrich Tukur (famoso por otro personaje de similar calaña en “La vida de los otros”), pone de relieve la facilidad con que se puede atraer al gran público a base de incentivar esos bajos instintos, de manera parecida a lo que buscan los mencionados programas de TV, o lo que pudo atraer a buena parte de los televidentes que hace poco nos tragamos cómo un tipo saltaba desde casi 40 kilómetros de altura (¿y si sale mal…?) Por cierto que es otra razón por la que yo no tengo precisamente apego a la tauromaquia: Me parece igual de grave o más que lo que se hace al toro, aceptar, en pleno siglo XXI, que una cogida mortal de una persona puede formar parte de un espectáculo visto por miles de personas en directo. El alpinismo suele buscar lugares apartados, inhóspitos, inaccesibles; no espera ser contemplado por miles de ojos (salvo en los retos y expediciones más mediáticas), no espera ese morbo; en todo caso son los medios los que nos acercan su parte negativa en caso de que salga mal. Pero en el Eiger no es así, el Eiger está a la vista. Y allí está Henry Arau, el reportero, ensalzando de manera hipócrita valores de heroísmo y patria (y de paso enalteciendo la Alemania nazi), cuando lo que está deseando, en sus propias palabras, es que ocurra algo importante, ya sea una gran conquista o una sonora desgracia.

Pero es otra frase de Arau la que me hace reflexionar sobre la cuestión desde otro punto de vista. Parte del gancho que busca el periodista para atraer a su público potencial es, según sus palabras, narrar las aventuras alpinistas de forma que el lector sienta que las está viviendo. Es decir, la esencia emocional de la literatura de montaña que tanto me gusta y que tanto he ensalzado en varias ocasiones en este blog. Y eso incluye las epopeyas, muchas veces dramáticas, y a veces trágicas, de los grandes hitos de la historia del alpinismo, como por ejemplo la conquista del Annapurna, primer ochomil (narrada en Los conquistadores de lo inútil de Lionel Terray), o el libro de Juanjo San Sebastián sobre su expedición al K2. Y entonces uno se pregunta: ¿No estaré yo siendo como los que critican el morbo de los realities televisivos pero los ven?

Claro, aquí es donde surge la autodefensa, y entonces me veo acudiendo a otro tipo de argumentos para justificar mis propios gustos: En la veracidad de las experiencias reales del alpinismo está la verdad de la vida, con lo bueno y lo malo. Es una representación de la vida, en su versión más salvaje y desprovista de los eufemismos de la sociedad culturalmente aburguesada, amansada y bienpensante, y eso no tiene nada de malo, puesto que la muerte y la curiosidad (aquí me guardaría de usar la palabra "morbo"), entre otras cosas, también forman parte de la vida y del ser humano. Es decir, similares razonamientos que los que utilizaría un defensor de aquellos programas de televisión, o tal vez también un aficionado a la tauromaquia o a cualquier otro espectáculo, deporte o actividad en la que corre peligro la vida humana (salvando todas las distancias). O el propio cine: ¿quién se arriesga a hacer una película de aventuras sin que la vida de los protagonistas corra peligro? ¿Cuál es el porcentaje de películas en las que no muere nadie? O, más parecido aun, la tensión de ver a un funambulista sin red.

En definitiva, la conclusión de todo esto es que, como en tantos otros aspectos de la vida, el ser humano es un cúmulo de contradicciones, y cuanto más lo piensa uno, más le cuesta entender cómo pueden tantas personas creer ciegamente en extensísimos tratados morales, que van mucho más allá de lo verdaderamente importante... ¿y qué es lo verdaderamente importante, por cierto?