sábado, 30 de abril de 2011

Cumplido 105: “Recuerdos de un montañero” (Henry Russell)

He sacrificado tantas cosas por las montañas, he considerado durante tanto tiempo la vida civilizada como un río tormentoso y pérfido, he vivido tanto sobre las orillas solitarias para evitar naufragar en sus escollos, que necesito excusarme…

Tras mucho tiempo, un ritmo sosegado de lectura acompañado de mapas del Pirineo, y sobre todo bastantes y largas interrupciones debidas al carácter totalmente discontinuo o fragmentado de su narrativa, he finalizado el que es considerado uno de los libros más representativos (si no el que más) de la exploración decimonónica en la cordillera fronteriza.

Tengo que reconocer que otra razón más para haber tardado tanto en terminarlo es que el entusiasmo que me ha causado desde el principio, aunque cierto, no ha sido el que esperaba. No voy a hablar de decepción, ni mucho menos, porque me ha gustado bastante, pero en otras ocasiones libros de similar género y época me han resultado más atractivos y apetecibles, me provocaban más ganas de una nueva sesión de lectura.

Tampoco me atrevo a decir si esto tiene que ver más con que estos últimos meses no he estado en un momento de especial pasión montañera, con el hecho de que evocar sobre rutas más o menos conocidas y mapa en mano lo que hacían los primeros montañeros me causaba más curiosidad las primeras veces (con Casiano de Prado, Bernaldo de Quirós o Edward Whymper, por ejemplo), o con el contenido en si mismo del libro (que no con su calidad, incuestionablemente sobresaliente).

Porque lo cierto es que buena parte de las más de 450 páginas de la edición española revisada por Alberto Martínez Embid de este libro están concebidas casi como narraciones descriptivas de rutas, más o menos en forma de guía, y aunque es bastante mayor aún la proporción de pasajes con más ambición de realización literaria, quizá son bastantes páginas leyendo sobre cosas similares como para que el ritmo sea rápido o haya especial interés en la continuidad, al menos para mi gusto, o al menos en esta ocasión.

Aunque también es cierto que las partes más artísticas del libro invitan a una lectura pausada y reflexiva, pues las ideas que transmite en ocasiones llevan a inspirar meditaciones propias al lector – montañero. Y merece la pena saborear esas partes, pues son de una gran calidad literaria, con bellas evocaciones, repletas de poesía, de los paisajes, de los ambientes meteorológicos y de las situaciones vividas. Representa muy bien el sentir del montañero que se enamora de los ambientes inhóspitos, y a la vez sirve de interesante ensayo sobre aspectos de la condición humana, desde la perspectiva del alejamiento, al mirar el autor no sólo al paisaje exterior, sino también al interior, que ha cambiado en consonancia con la naturaleza salvaje que le rodea.

En cuanto al aspecto aventurero de las narraciones (pues toda literatura de montaña es en esencia de aventura), quizá hay pocas situaciones realmente críticas, y en cualquier caso sin llegar al tono épico o dramático, ya que las vivencias de Henry Russell, en consonancia con su estilo como montañero, no llegaron a ser ni mucho menos extremas o tan siquiera cercanas a ello. Si acaso, hay algunas anécdotas un tanto duras o arriesgadas, o sobre todo situaciones meteorológicas penosas, que dotan de total verosimilitud o realismo a la lectura, ya que no resultan muy alejadas de vivencias de cualquier montañero aficionado con cierta experiencia pero sin demasiado nivel necesariamente. Lo realmente valioso en este caso es el sabor que tiene el imaginar la exploración de rutas entonces apenas cartografiadas, o de la ascensión de cimas aún vírgenes, desde la perspectiva actual en la que encontrar múltiplas descripciones de esas mismas excursiones es tan sencillo como hacer clic con el ratón. Es curioso pensar, como decía Russell, que por aquella época aún había rincones del Pirineo tan desconocidos como ciertas regiones de África.

Volviendo al estilo montañero de Russell, es alguien que desdeñaba el alpinismo “de salón o acrobático”; creía que el exhibicionismo es impropio de los verdaderos amantes de la montaña. Lo valioso para él era el conocimiento y admiración de las montañas, y probablemente veía la ascensión a sus cumbres como la culminación perfecta a las visitas a cada una de ellas, más por lo que aportan las vistas panorámicas o la sensación superior o incluso el sentido simbólico de esas cumbres, que por una motivación competitiva. Por lo tanto, procuraba huir de las dificultades innecesarias. Incluso en la ascensión al Pico de Estatats, llega a considerar humillante el hecho de subir por una vía en roca vertical y expuesta al no haber encontrado un corredor pedregoso más accesible que había cerca. Es decir, justo lo contrario de lo que hubiera pensado en aquella misma época Albert Frederick Mummery.

Eso sí, en iguales condiciones de dificultad, la ruta más interesante para Russell es siempre la menos conocida, la que permita un espíritu exploratorio: “de cien ascensiones al Aneto, al menos noventa y nueve se hacen por el norte. Es la moda ¡La moda! ¡Oh, dejémosla en los salones! En las montañas, debemos al capricho casi todos los descubrimientos”.


Otro ejemplo de escapista

Pero si hay algo que tiene especial interés en el contexto de este blog, y que la verdad es que yo no me esperaba de manera tan patente y constante en este libro, es que vuelve a ser otro ejemplo más de alguien que encontró en las montañas una fuente de inspiración filosófica alternativa a la de la vida en sociedad, como ya había plasmado aquí anteriormente con los ejemplos de Miriam García Pascual, Chris McCandless o (en otro marco distinto) Julio Villar, aunque en este caso por parte de alguien del siglo XIX, y perteneciente a la aristocracia, que por tanto disponía con mayor facilidad de todo el tiempo que quisiera para plantearse una vida más o menos ascética temporalmente.

Russell no tarda en encontrar felicidad en ambientes que el mismo reconoce que a priori parecen conspirar contra la idea del bienestar. Y encuentra en la soledad de esos lugares mayor consuelo que en los tumultos humanos. No deja de hacer comparaciones entre la naturaleza salvaje y las ciudades, no para de regocijarse imaginando, desde lo alto de sus noches de vivac en plena cima, las banalidades de las llanuras de las que ha logrado librarse. Y no puede evitar cuestionarse el origen de esos sentimientos, el por qué de la seducción tan poderosa que ejercen las elevaciones inhóspitas a un ser tan presumiblemente sociable, sensible y frágil como el hombre. Se pregunta incluso si no será una enfermedad, un estado mórbido de la mente. Y se contesta que no, que simplemente es uno de los muchos misterios y paradojas del alma humana.

Para Russell, la verdadera enfermedad en las montañas es precisamente llevar a ellas las multitudes: “Lo que se siente en caravana no tiene ninguna analogía con el verdadero amor por la naturaleza”. Y lo compara con leer un libro en alto entre varias personas, o con aquellos que, hablando entre sí durante un concierto, no pueden sentir la música, “pues su alma está en otra parte”. Denuncia que en la paz y el silencio de las alturas irrumpan las risas, los gritos y las canciones, que impiden escuchar el lenguaje de la naturaleza. Cree que el verdadero amante de la montaña, cuando tiene experiencia, huye de la masa, que “lo despoetiza y lo profana todo”, prefiere la soledad y la libertad, huye de la disciplina y la programación de los grupos, que para él “sólo tienen justificación en las expediciones científicas”. Por otro lado, la actitud turística no sirve para admirar verdaderamente las montañas: “Incluso los que suben al Aneto sin hacer otra cosa, no comprenden para nada los Pirineos”.

Aunque quizá lamenta toda esa ligera tendencia a la misantropía, no deja de encontrar justificaciones a la misma, que desde las montañas le resultan más palpables:

En el silencio y en la serenidad de las altas montañas, la historia humana parece un drama de la locura, donde la sabiduría y la lucidez no son más que entreactos”.

Y realmente las alturas procuran para Russell el consuelo adecuado, sin ser necesario ni preferible lo que la vida terrenal ofrece:

Entre las alegrías artificiales y la de ser libre y tener buena salud en la cima de las montañas, está toda la distancia que separa el placer de la felicidad”.

“¡Qué vida tan tranquila y sana se podría llevar, bajo un cielo ideal, sin poder oír más que el ruido de las cascadas, y sin poder leer el periódico!”.

Sin embargo, es a veces la propia naturaleza la que ofrece a Russell las metáforas perfectas para describir el carácter humano:

“¡El tiempo es tan variable en las montañas! Pasando de tormentoso a sereno en media hora, guarda más de una analogía con el corazón humano…

Hay que perdonarles sus ataques de cólera (también a las tormentas); se les perdonan otros a los hombres, a menudo más caprichosos que la naturaleza…

“¡Cuántas reflexiones me inspiraba, este inocente pequeño arroyuelo (fuentes del Garona en la Plana de Aigualluts), que hubiera podido franquear de un salto! ¿Era éste el que el año anterior, a 40 leguas de aquí, devastaba provincias, arrancaba tantos puentes, ahogaba ciudades enteras, y mataba mil hombres? Pero es que, creciendo, uno se vuelve malo”.

Al margen de todo lo anterior, hay alguna reflexión más sobre la estética de las montañas que me ha llamado la atención, como el misterio que supone apasionarse ante un panorama tan representativo de la muerte y la desolación, como lo son las altas cumbres prácticamente desprovistas de vida:

“¡El mejor pintor del mundo se encontraría en una situación embarazosa, si se le pidiera un paisaje, con la prohibición de pintar otra cosa que no fuera nieve o rocas! Sin embargo, eso basta a la naturaleza para conseguir efectos sublimes. Hace bello lo horrible”.

Y, más paradójico aún, esos desolados y mortecinos lugares se mantienen jóvenes, no envejecen con el paso del tiempo. La persona que ve en su propia faz la acumulación de años vividos, rejuvenece al contemplar unos paisajes que siguen iguales tras esos años.

No sólo a artistas imagina Russell reaccionando ante las montañas; dice que un matemático aquí se volvería poeta. Y que un filósofo vería una analogía con la vida misma: “Abajo, la vida las flores y la primavera, los arroyuelos vagabundos; más arriba y gradualmente, la decoloración, las ruinas, la muerte, y, en la cima, el Paraíso y el Infinito”. Tal y como refleja el final de esa frase, Russell muestra su espiritualidad, pues mantenía su educación católica. Y varias veces compara las altas montañas como un lugar a medio camino entre el Cielo y la Tierra, entre Dios y la Naturaleza.

Algunas frases más que he ido subrayando del libro, y que demuestran la capacidad sintética del ingenio de este montañero – escritor:

“¿Qué somos nosotros, en la montañas, sino navegantes de tierra firme?”

A menudo, se es civilizado, por costumbre y por deber, antes que por naturaleza”.

Se termina a veces por amar la nieve y las piedras, como si hubiera un alma debajo de los palacios en ruinas de la naturaleza…

El culto por lo bello es la única pasión que sube hasta los 3.000 metros”.

No doy por terminado el libro. Creo que lo más interesante, y así creo que me lo propondré en los planes, será acudir a los capítulos correspondientes de cada montaña cada vez que vuelva al Pirineo, no ya leyéndolos antes o después del viaje, si no llevándome una copia para tratar de evocar los sentimientos de Russell en los mismos lugares que le inspiraron sus escritos.

Si casi he deificado la naturaleza, si la he amado demasiado, tengo por lo menos una excusa, y es que ella nunca me ha hecho llorar. No puedo decir lo mismo de los hombres…

jueves, 28 de abril de 2011

Cumplido 114: “Viejos himnos para nuevos guerreros” (Ñu)

De alguna manera siento que esta entrada es una especie de deuda impagable. Porque, tanto si su música gusta como si no, lo que toda la historia y discografía de Ñu representa en el contexto musical y social de este país no es ni más ni menos que una propuesta sincera, alternativa y atemporal del rock y de la vida misma, que no atiende a modas. Vamos, que Ñu ha vivido escapando. Y yo llevo escuchando su música desde hace veinte de mis treinta y tres años. En otras palabras, este blog se explica, en cierta medida, por Ñu.

Así pues, no sé cómo hacer justicia tanto al grupo como a su más reciente disco, “Viejos himnos para viejos guerreros”, por lo que creo que lo mejor será no pretender hacer justicia, sino simplemente plasmar mi opinión lo mejor que pueda.

La verdad es que precisamente este disco refleja en algunos momentos de sus letras un inevitable tono autobiográfico. Siempre se ha hablado en los corrillos rockeros y heavies de este país acerca del carácter algo taciturno y orgulloso de José Carlos Molina, acudiendo a la recurrente frase de “está de vuelta de todo” (frase tonta porque en la vida no se vuelve, sino en todo caso al revés). Y lo cierto es que en “Viejos himnos para nuevos guerreros” hay sobre todo un par de canciones en las que lo que se vislumbra es a alguien que, como todo el mundo a partir de ciertas edades, mira atrás y encuentra sentido emocional (y por tanto inspiración) en el paso del tiempo. En “Siempre en escena” lo transmite en buena medida sin renunciar a ese orgullo ni al tono crítico, pero en “Hoy por ti daría mi piel” se impone más bien un humilde y honesto auto examen, con cierto tono amargo pero finalmente esperanzado. Parece hablar de la propia motivación para impulsar de nuevo a Ñu después de tantos años sin disco nuevo.

Y en lo musical la idea es bien clara: Es un disco que representa totalmente la esencia de Ñu, en lo evidente y en lo sutil. No es uno de aquellos discos (igualmente dignos) en los que sonaba más a R&R, o a heavy, o incluso a rock melódico que a lo que entendemos fundamentalmente por Ñu, o en los que –en algún caso- la flauta era apenas testimonial. Pero ojo, tampoco es una recopilación de canciones pegadizas y de duración convencional, tipo “La granja del loco”, que es lo que tal vez una buena parte del público heavy-rockero español esperaría normalmente de Ñu. Es nada más y nada menos que un muy respetable regreso a las estructuras más complejas y progresivas de sus dos primeros discos (no engañaba la publicidad), aunque acarreando el sonido y las ideas de trabajos posteriores, y en cualquier caso con el envoltorio folk-rock o más bien medieval. En cuanto al nivel de intensidad rockera del sonido, digamos por ejemplo que esta más cerca de “La danza de las mil tierras” (pero sin llegar) que de “Cuatro gatos”.

Pero lo más valiente de todo me parece que es la orientación progresiva, porque si un grupo actual cualquiera vende esa etiqueta sonando tipo Porcupine Tree, o tipo Tool, o tipo Dream Theater, podría ser considerado más o menos acertado desde el punto de vista comercial, pero en el caso de Ñu, la etiqueta progresiva significa que habría que buscar referencias del tipo de Kansas, Focus o Jethro Tull. O sencillamente de los primeros Ñu, porque en realidad “Cuentos de ayer y de hoy”, aun pudiendo tener esas influencias u otras, me parece un álbum difícil de identificar claramente con algo concreto. Y creo que el intento de recuperar parte de esa idea en este nuevo disco ha resultado más que digno, con sus virtudes y sus defectos. Vamos, que sólo por eso ya creo que gana un punto de interés, un mérito añadido por la dificultad, y es la enésima demostración de que lo último que agradaría a Molina es defraudarse a si mismo artísticamente.

Dicho todo lo anterior, mi impresión -más en la primera escucha que en las siguientes, eso sí- es que al disco le falta algún que otro punto para sonar rotundo o completamente convincente. Me da la sensación de que por la intención antes dicha podía haber sido uno de los mejores álbumes del grupo, pero en el resultado se queda algo corto. No sé cuánto hay de objetivo o de subjetivo en esa sensación, ni cuánta “culpa” es del grupo o mía como oyente. No sé decir si es cuestión de un nivel de composición que no llega a la brillantez de otras veces, o de unas estructuras que, aunque muy elaboradas, no siempre acaban de parecerme del todo sólidas, o que las canciones no son complacientes al no ser en general pegadizas o facilonas y por tanto debo currarme más su escucha, o es el tipo de grabación, porque el sonido es de buena calidad pero digamos que rara vez me resulta poderoso, o es que estamos quizá malacostumbrados a otros sonidos actuales mucho más sobreproducidos o potenciados en estudio o con mezclas… o, sencillamente, que en su momento me gustaron y sorprendieron más otros discos de la última etapa del grupo, como “Cuatro gatos” o “Réquiem”.

Y dicho lo cual, de todas formas me parece un buen disco, mejor que otros de Ñu en diferentes etapas de su carrera. Es más, hay que entender como natural el que a estas alturas de la historia de un grupo no sea tan fácil hacer obras maestras. Y voy más allá, dentro de los grupos veteranos que conozco (nacionales e internacionales), me resulta muy difícil dar con uno que, treinta y tres años después de su primer disco, saque uno nuevo tan fiel a su estilo original y que además tenga este nivel comparativo de calidad. Lo habitual es que esos discos postreros no tengan mucho que ver con los comienzos, y que sean o al menos parezcan un peñazo, y éste no lo es en absoluto. Por lo tanto, relativizando las cosas hay que concluir que podemos estar más que contentos con este disco, por mucho que parezca sonar a excusa.

De hecho, y tras seis o siete audiciones, creo que no hay ningún momento del disco que no me parezca más que escuchable o que no me guste, y también hay algunas partes que me parecen realmente brillantes. Hay buenas secciones instrumentales y constantes cambios de ritmo (sólo dos de las ocho canciones no los tienen). Es muy destacable la alternancia frecuente de partes rockeras con otras más melódicas, con protagonismo en las segundas de las guitarras acústicas (a las que el propio Molina ha acabado sacando bastante partido con los años –“quiero aprender a tocar la guitarra”, decía en una canción antes mencionada-), y con un papel brillante en ambas partes –cañera y acústica- del piano. También me ha gustado bastante lo trabajado que está el bajo, tanto en la composición, como en la interpretación de Ramón Álvarez y en el sonido destacado que tiene en la mezcla.

El disco no lo pone fácil de inicio, pues la primera canción es la más larga y enrevesada. “Arreando mi suerte” tiene varias partes diferenciadas, que además se suceden de una manera como muy libre o tal vez incluso algo inconexa (o eso me parece a mí por el momento), lo que creo que la hace aparentemente poco sólida, pero al mismo tiempo atractiva para ir conociendo mejor en las escuchas acumuladas; de hecho, cada vez me va gustando más. Cada una de las partes, por separado, me gusta pero sin llegar a impresionarme. Buenos y constantes detalles instrumentales. La letra habla sobre la dificultad de ganarse la vida en esta sociedad sin perder la dignidad ni los valores, y también sobre el papel de la educación en todo ello; temas que Molina ha tratado varias veces –sobre todo lo primero-, y con muy buen resultado, pero que esta vez además pareciera enfocado, sin mencionarlo, a la situación actual (inteligente y no oportunista, creo yo, sobre todo cuando ya nos lo cantó otras veces, de otras maneras).

Los comienzos de “Cantarás sin fe” son de velocidad hard-rockera clásicamente Purpleliana o Rainbowniana, pero la sensación de que parece que va a ser así todo el rato engaña, pues luego aparece un medio tiempo central bastante prolongado, incluso con parte lenta acústica, y con momentos de cierto deje épico-medieval, para volver a la parte rápida con que empezó. Y aquí sí, la combinación me parece que funciona en todos sus cambios. Además, tiene un brillante y pegadizo –éste sí- punteo tras los estribillos. De las que más me gustan.

También está muy bien “Hoy por ti dejaría mi piel”, quizá el tema más medieval del disco, con alternancia de varias partes acústicas lentas con rockeras, cuyos cambios aquí también están muy logrados. Ya avancé el tono autobiográfico de la canción, que habla de la lucha por recuperar la inspiración y la motivación artística, en el contexto del público que espera el regreso, pero también de la despiadada industria. De las letras creo que mejor conseguidas del disco.

Quizá la canción más rara sea, en varios sentidos, “La tentación de Cristoforo Orsino”. Tiene un comienzo algo psicodélico y sombrío, luego una estrofas rockeras y unos estribillos menos dinámicos y más melódicos, y una parte instrumental en la que el bajo hace unas destacables escalas de inspiración neoclásica. Salvo por lo último, quizá es la que menos me gusta. En la letra ni entro, pues aunque se me ocurren interpretaciones no las tengo claras, y las referencias culturales de Cristoforo (podría ser Cristóbal Colón o un humanista de la misma época llamado Cristoforo Landino, o vete tú a saber) y de Orsino (personaje de Shakespeare) que he encontrado no tienen aparentemente mucho que ver con lo que cuenta, pero sí se puede decir que trata sobre religión (o eso o lo usa como metáfora).

La homónima “Viejos himnos para nuevos guerreros” es la más cañera, con potentes y muy atractivos riffs y melodías de flauta genuinas de Ñu. Aunque tiene sus cambios, ya tiene una estructura más asequible y pegadiza, lo que no impide que sea de los temas más destacables.

“El invento de sentir” es uno de los dos temas lentos del disco, que a su vez son los únicos que no tienen cambios destacables de tempo. Este puede ir un poco en la onda de “Esperando”, tanto por el tono melancólico de la letra, como por el estilo rítmico, melódico e instrumental, incluidos arreglos de cuerdas; pero también podría recordar a otro más clásico como “Tocaba correr”.

“Serafín” vuelve a tener varias partes, con introducción acústica, parte principal -estrofas y estribillos- en plan rock desenfadado y con letra burlona, y brillante parte central instrumental puramente rock celta, intervención de Judith Mateo al violín incluída.

“Siempre en escena” pone un adecuado punto final relajado y metamusical en lo letrístico.

Poco más que decir, salvo que me agrada comprobar que algunas cosas buenas de épocas pasadas se mantienen con mayor o menor dignidad. No todo está tan mal, al fin y al cabo, al igual que los nuevos himnos no tienen por qué hablar de algo distinto que los cuentos de ayer y de hoy.

martes, 19 de abril de 2011

113, la mejor escapada en mucho tiempo: Noche de luna en Peñalara



Tenía dormidos los sentidos montañeros. Subía a la montaña, sí, y me agradaba más que quedarme en casa, también. Pero ya no era lo mismo. Ni Henry Rusell acababa de convencerme del todo con sus "Recuerdos de un montañero". Era como si fuera un chicle demasiado mascado, que hubiera perdido el sabor, o como una canción en otro tiempo favorita, pero ya escuchada excesivas veces. O como si el sabor del chicle ya no fuera tan intenso como el amargor de la vida, o la melodía de la canción sonase más tenue que el ruido de los pensamientos (entre preocupados y pretendidamente maduros).

Estaba dormido, pero la noche del 16 al 17 de abril me desperté. Volví a entender, en contra de lo que estaba empezando a pensar, que, lo quiera o no, necesito escaparme de vez en cuando. Escaparme de verdad, huir de las sensaciones rutinarias. Y eso también implica que la montaña no sea una rutina.

Por eso esta excursión era seguramente el necesario punto de inflexión, por ser una experiencia nueva en varios sentidos: Nunca había hecho una excursión nocturna a esa altitud, con nieve, luna prácticamente llena, y en solitario. Y lo que quiero destacar de esas carcaterísticas no es otra cosa que la sensación absoluta de evasión que se alcanza. Es algo alucinante, surrealista; sientes como que la luna es realmente el terreno que pisas.



Pero pocas horas antes de eso aún me asaltaban las dudas, incluso en el momento mismo de empezar la excursión en el Puerto de Cotos. Ya desde por la mañana el día se había presentado más nublado de lo que anunciaban las previsiones, y entre eso y que finalmente supe que iba a tener que hacer yo solo la excursión, casi me entraron tentaciones de volver a hacer lo mismo que con la luna llena de un mes antes: quedarme en casa por ver cierto partido. Esa debilidad, esta vez la superé; ya entonces cometimos el error de perdernos la luna llena más grande en muchos años, y, desde luego, mucha más nieve aún en Peñalara, y total, para nada (el Atleti volvió a perder por enésima vez con el Madrid). Por lo tanto, no podía caer en el mismo error.

Pero, ya en Cotos, y en parte haciendo tiempo para que la puesta de sol me pillara en la cima de Peñalara, la nubosidad seguía siendo bastante desalentadora. ¿De qué me servía la luna llena si me podía pillar la niebla en plena noche ahí arriba? Desde luego que estaba decepcionado, aunque, al igual que últimamente las emociones positivas no eran precisamente demasiado intensas, tampoco lo eran las negativas. Resignación, le llaman.

Así pues, con esa misma resignación me puse en marcha por la senda del Batallón Alpino, sin que el cielo acabara de despejarse en la zona de Peñalara, mientras dejaba atrás Cabezas de Hierro, que ya estaban vestidas con las pieles de leopardo de las nieves propias de la época del deshielo...







Así las cosas, subiendo por la senda del Batallón Alpino me sentí como otras veces anteriores (por ejemplo en El Nevero): con sensación de baja forma física. Es curioso cómo cambia la percepción de este tipo de cosas según el estado de ánimo, como comprobaría horas más tarde.

Llegué al collado de Peña Citores, donde está una de las fuentes más altas de Guadarrama, la Fuente de los Pájaros, y en cuya pradera meridional acampaba el Batallón Alpino del bando republicano durante la Guerra Civil, cerca de las correspondientes trincheras. Siempre me cuesta imaginar un lugar tan apacible convertido en un escenario violento.



Tras comer un poco y hacer más tiempo para que se acercara el atardecer, comprobé que al fin las nubes habían casi desaparecido y dejado el cielo despejado . Me dirigí hacia Dos Hermanas, y cerca de la cuerda me encontré con la que poco después sería la protagonista de la excursión:



Ahora sí, aquello empezaba a tener muy buena pinta. Y volvía a tener ganas de sentirme libre moviéndome espontáneamente por el monte: De repente, y sin quitarme el macuto, bajaba unos metros rápidos e innecesarios para la subida, sólo para asomarme al Circo de Peñalara y ver su laguna, y luego volvía a recuperar esos metros deprisa para no perderme ni un minuto de la puesta de sol. Y una vez recuperada la cuerda de nuevo, volvía a subir a buen ritmo hacia la cumbre de Peñalara. ¿Ya no me sentía cansado? Pues no: Ese era el verdadero cansancio de todas las última excursiones, incluso esta misma al principio: la falta de ganas. No digo que en otras épocas no haya estado bastante más en forma, pero la sensación era aún mayor que la realidad.







Mientras, el sol y la luna disfrutaban de unos minutos para despedirse, como si fueran los amantes protagonistas de aquella película, "Lady Halcón".





Llegué a tiempo a la cima para ver los últimos minutos del ocaso, y mientras cenaba me puse a sacar fotos del espectáculo.











Algo más tarde, aún en la cima, y con la noche ya practicamente cerrada, empecé a disfrutar de las sensaciones que produce la impresionante y mágica claridad de la luz de la luna en un paisaje nevado a más de dos mil metros de altitud.





Incluso la anaranjada contaminación lumínica de Madrid, al otro lado de Cuerda Larga, adquiría un tinte especial en medio de aquel pequeño paraíso espacio - temporal. Al otro lado, al noroeste, se podía ver perfectamente Segovia, con el Alcázar y la Catedral.





También empecé a sospechar, como de hecho ya me estaba ocurriendo, que no sólo iba a disfrutar de la situación en sí, sino que además iba a estar buena parte del tiempo entretenido en experimentar haciendo estas fotos con exposición prolongada, que evidentemente llevan mucha más preparación y espera que las instantáneas. Además, al tener que usar el trípode, podía permitirme salir en unas cuantas de ellas, como ésta en el vértice geodésico (sin flash -ninguna foto de esta entrada lo necesitó-), eso sí, teniendo que permanecer inmóvil un minuto o dos (y aún salía borroso).



Se me pasó el tiempo volando mientras estaba por allí como un niño con zapatos nuevos. Ni siquiera me importaba demasiado el frío viento que soplaba desde que había llegado a la cima. De vez en cuando miraba la continuación de la cuerda hacia Claveles, que sin ser difícil ni demasiado expuesta sí puede impresionar, y más en plena noche, con nieve y estando solo. De hecho, sabía que podía ser un punto de posible renuncia en caso de canguelo, aunque conociera el lugar y ya lo hubiera recorrido incluso con más nieve. De todas formas, era un problema para más adelante; ahora seguía disfrutando de la cima.



Pero el caso es que ese rato dio pié a lo que parecía que podía volver a ser un nuevo infortunio: En pocos minutos, la niebla se echó sobre la cumbre, al principio pasando en ráfagas, pero pronto cerrándose por completo.

Era curiosa la situación. En medio de una niebla tan cerrada, que no dejaba ver ni la luna, sin embargo la luz de ésta seguía iluminando con cierta intensidad los escasos cinco o diez metros del terreno que se podían ver alrededor: La cima se había convertido en una especie de islote en medio de un oscuro océano cuyas profundidades no sólo se hundían hacia abajo, sino también hacia el cielo. Y yo era el náufrago.

Si la cosa hubiera durado poco, no habría habido mayor preocupación, pero el caso es que empezaron a ser muchos minutos y aquello no se arreglaba. Ahora tenía la sensación de que, claro, al fin y al cabo, no podía ser tan perfecto como parecía que iba a ser unos minutos antes. Me regañé por haber perdido tanto tiempo haciendo fotos, en vez de aprovechar para bajar, pero claro, ¿cómo iba a a imaginar que la niebla aparecería tan repentinamente? Además, peor habría sido si me hubiera pillado en plena Cresta de Claveles.

De hecho, la cosa no tenía mayor peligro; era tan sencillo como, no ya bajar de nuevo por donde había venido (que con niebla puede ser igualmente un peligro), sino simplemente quedarme a dormir en el vivac de la cima (que para eso me había traído el saco). Así pues, aproveché para hacer más tiempo reconstruyendo el muro del vivac, que precisamente estaba roto por el lado sur, que era por donde venía el viento y la niebla esa noche. Además de darle tiempo a la niebla para que se despejara, con el trabajito me mantenía en calor, pero lo cierto es que seguía sin arreglarse, y la reconstrucción del abrigo ya me parecía un objetivo en si mismo.

La verdad es que para cuando estuvo terminada la "obra", y casi me empezaba a hacer ilusión disfrutar de la misma pasando una buena noche en medio de la niebla, supongo que por aquello de la Ley de Murphy el cielo empezó a despejarse por momentos. Pero mirando hacia el sur, y hacia el fondo del Circo de Peñalara, se veía que seguían subiendo nuevas nubes. Ahora la niebla duraba unos segundos y se despejaba, para luego volver a taparse, y así sucesivamente. Aquello podía significar que iba a terminar de pasar, pero no podía estar seguro. Y sobre todo, no podía asegurar que no fuese a volver a aparecer media hora más tarde y me pillase por Claveles. De nuevo las dudas, como en Cotos. Bueno, paciencia que tengo toda la noche...

Finalmente, decidí desafiar a Murphy en un momento en el que el cielo aguantó más rato despejado, y me empecé a poner los guetres, a ver qué pasaba. Seguía despejado, así que me puse también los crampones. Y, en contra de todos los postulados de esa famosa ley, cuando me volvía a asomar a la vertiente sur, no sólo no venían más nubes, sino que incluso las que antes permanecían en Cuerda Larga (como se ve en varias fotos anteriores) habían desaparecido por completo, y además el viento había dejado de soplar. El cielo estaba totalmente despejado. Había llegado el momento...

Como curiosidad, y no me lo estoy inventando, debo indicar que la niebla había permanecido, con sorprendente aproximación, entre las diez y las doce menos cuarto de la noche, el mismo perído de tiempo que duró el partido que finalmente había decidido perderme... Parecía como si la tensión acumulada de todo Madrid durante el encuentro llegase a Peñalara en forma de niebla (por que de hecho venía de allí, del sur), y al final se hiciera la calma... En fin, no deja de tener su coña, la verdad... ¡Que nadie coja un barco en Valencia mañana miércoles!

A lo mío. Había llegado el momento de disfrutar de verdad...



La continuación hacia Claveles no me dio practicamente ningún canguelo. Al contrario, la disfuté muchísimo, con las sensaciones tan difíciles de explicar que produce estar a medianoche en un lugar tan vistoso, con un tiempo tan perfecto y una luna tan increíblemente alumbradora que casi nunca necesitaba encender la frontal. Además, yo seguía entretenido con lo de las fotos. Antes incluso de dejar atrás la cima, hice pruebas precisamente con la luz de la linterna, calculando cuánto rato tenía que permanecer parado en un punto para que también se me viera a mi:







Cualquiera que me hubiera visto completamente solo en tal lugar, a tal hora de la noche, haciendo tales carreras, paseos y demás chorradas, me habría tomado por un chalao... Bueno, qué digo, ni siquiera puedo estar seguro de por quién me tomaréis los que leáis esto, si es que habéis llegado a leer hasta aquí... (en tal caso, gracias).

Continué hacia Claveles, comprobando que con nieve es tremendamente cómodo bordear este risco por el noroeste, además de nada asustadizo si hay buena huella, como era el caso:





Y finalmente llegué a uno de los lugares más bonitos del Macizo de Peñalara, el entorno de la Laguna de los Pájaros, con la Cresta de Claveles, que había bordeado antes, de fondo. Aquí ya me quedé totalmente embelesado. La sensación de escapada era absoluta. A la hipnotizadora luz de la luna sobre la nieve se unía el silencio, sólamente roto, muy agradablemente, al acercarme junto a la orilla del arroyo que desagua la laguna. Sentía que estar allí era un privilegio, un regalo. Qué gozada.



Continué luego bajando por los amplios llanos de origen glaciar, que con la magia del momento podían transportarme con la imaginación a un verdadero glaciar aún activo.





Miles de cristalitos de hielo escupían reflejos de la luz de la luna con mucha más intensidad con la que lo hacen durante el día.

También tuve la oportunidad de hacer otra prueba fotográfica que llevaba tiempo queriendo intentar, la de difuminar el movimiento del agua con obturación lenta. Como en mi cámara no se puede cerrar el diafragma, ni manualmente, ni demasiado, sólo podía esperar a una situación como ésta. Y aun así, confieso que hice trampa, pues esta cascada estaba a contraluz de la luna, y tras una primera prueba fallida, tuve que iluminarla artificialmente con la linterna (de ahí el color azul) mientras exponía la foto durante un minuto.... seguiré probando...



Y para rematar, el Valle del Lozoya acabó por cubrirse por un mar de nubes, y pude hacer esta foto:



Esas mismas nubes volvieron a subir y por tanto me metí en la niebla a la altura del puente que cruza el Arroyo de Peñalara. Por otro lado, ahora el cansancio ya si que era importante y real, por las muchas horas sin sueño (eran cerca de las cinco de la mañana), así que decidí no subir a dormir al Refugio Zabala, y bajé a echarme un par de horas en uno de los cobertizos que hay cerca ya de Cotos. Esa es otra de las dificultades de este tipo de excursiones, que acabas realmente reventado, y con los horarios desacompasados. Y si, como escribió en algún momento el propio Rusell al principio mencionado, y yo mismo lo viví hace años en una travesía una noche entera por Cuerda Larga, sigues caminando después del amanecer, no es difícil incluso acabar seriamente irritado.

En cualquier caso, una experiencia única, y la mejor excursión desde Cabeza Mediana en Gredos (y ojo que entre medias he estado incluso en el Pirineo...). Por cierto que en aquella de Cabeza Mediana también me perdí el mismo partido...

El chicle ha recuperado su sabor, y la canción vuelve a sonarme bien. Tenía dormidos los sentidos montañeros, pero creo que me he despertado...

lunes, 18 de abril de 2011

114: ¡Nuevo disco de ÑU!

Bueno, parece que en apenas tres días se han confabulado los astros para alegrarme la vida. La excursión de la anterior entrada, que salió perfecta y fue una gozada (mañana espero subir las fotos y narrarla un poco), un vídeo con el rodaje de El Hobbit, los avances de Dream Theater en la búsqueda de su nuevo batería, y, para rematar, me acabo de enterar de que, al fin, el nuevo disco de Ñu, "Viejos himnos para nuevos guerreros", ya está a la venta.

Por si fuera poco la buena noticia, y espero que no sea publicidad engañosa, dice recuperar el sonido de Ñu en los años 70... o sea, "Cuentos de ayer y de hoy"... dudo que sea publicidad, pues no me parece que sea reclamo para mucha más gente que los cuatro gatos que escuchamos a Ñu (y ni siquiera para todos ellos, tal vez...). Lo dicho, mejor.

A ver si mañana mismo me puedo hacer con el disco. Si se es seguidor de Ñu, éste hay que complarlo, es obligatorio.

Los friquis que disfrutamos de "esta música hortera, macarra y pasada de moda, que es la mejor"* estamos de enhorabuena.

*: Palabras de José Carlos Molina, que también dijo (o mejor dicho, escribió y cantó):

"Fría mazmorra para el que no sabe escapar".

sábado, 16 de abril de 2011

113: Peñalara nocturna

Esta sí que la planeo previamente. Ganas había de volver a disfrutar de una noche montañera, y la luna practicamente llena, junto a la nieve que aún queda por allí, la hacen hoy propicia.

  1. Lugar: Sierra de Guadarrama.

  2. Momento: Esta noche.

  3. Plan: Ascensión a Peñalara desde Cotos, por la senda del Batallón Alpino al Collado de Peñacitores, y de ahí a la cima por Dos Hermanas. La idea es llegar a la puesta de sol a la cima, más o menos. Luego, Cresta de Claveles y Risco de los Pájaros, hasta la Laguna de los Pájaros, y vuelta a Cotos por el popular camino de las Lagunas. Pernocta previsible en el Refugio Zabala (aunque ya entrada la madrugada).

lunes, 11 de abril de 2011

112: Hoces del Río Riaza



De nuevo un plan no planeado, y de nuevo senderismo "de tranqui", lejos de desniveles montañeros. Esta vez incluso tenía previemente pensado haber hecho alguna ascensión cañera por Guadarrama, para hacer frente a la baja forma y a los pequeños fracasos de excursiones anteriores, pero Raúl me llamó el propio sábado porque tenía pensado hacer esta excursión con Miriam, y cambié de plan, puesto que la Sierra va a seguir ahí para otras ocasiones.


Y de nuevo un río y unos cortados como protagonistas del paisaje, aunque esta vez muy distintos y más espectaculares que los de la entrada anterior. Estas hoces calizas erosionadas por el propio río Riaza tienen un aspecto tan llamativo que dan impresión de mayores desniveles de los que realmente tienen (apenas superan los 100 metros). Es curioso, uno intenta acordarse de los cientos de metros de los farallones de Ordesa, y cuesta hacerse a la idea de aquello estando aquí. Aunque supongo que parece más grandioso cuanto más tiempo se lleva sin ir a lugares como Picos de Europa o Pirineos. Bueno, no está mal tener una vaga sensación de aquello en una excursión de un día.


Lo cierto es que este lugar tiene menos fama que otros dos relativamente próximos, como son las Hoces del Duratón y el Cañón del Río Lobos, y tampoco es que tenga muchísimo que envidiarles. Aquí también pueden verse buitres leonados en gran número, junto a otras muchas aves. Ayer tuvimos la suerte de ver dos alimoches, por ejemplo.


El camino pasa por agradables encinares, junto a rodales de sabinas y algún enebro, pero en esta época lo que le da un color muy vistoso al lienzo general del entorno es la chopera de las orillas con sus hojas recientes, y que en alguna foto casi recuerda precisamente a un río mucho mayor, encajonado en las paredes calizas del valle.


Siempre se habla de los colores del otoño, pero la verdad es que cuando al principio de la primavera las hojas acaban de brotar, la vistosidad es parecida y la sensación anímica, contraria a la melancolía de los ocres.


Las ruinas de la ermita románica de el Casuar dan un toque nostálgico al lugar; casi apetece retrotraerse siglos atrás, cuando la humanidad vivía a otro ritmo.


Ese viaducto por el que el tren atraviesa o atravesaba (no me queda claro si aún funciona) las hoces, anima a jugar con el gran angular de la cámara. Pero me quedo con las inimitables obras de la naturaleza, como esos anfiteatros cargados de espectaculares contrafuertes. Si, dan ganas de decir que parece obra del hombre, típica idea vanidosa, porque en relidad es al revés -quién imita a quién-, y aún nos quedamos muy lejos...