jueves, 27 de diciembre de 2012

Han vuelto las ganas


Y de la manera más inesperada, improvisada e incluso diría que quizás innecesaria, porque los últimos meses me sentía a gusto con esa nueva perspectiva de “montaña con moderación” a la que ya me había acostumbrado. Al final, ni paréntesis, ni replanteos ni gaitas: todo viene solo, sin buscarlo.

El caso es que llevo unas cuantas semanas experimentando una mayor motivación montañera, más bien desde el punto de vista deportivo, pero al final también en todos los demás sentidos. Tampoco quería precipitarme reflejándolo por aquí, por un lado por la posibilidad de que fuese una especie de “efecto gaseosa” (que aún podría serlo), y por otro, precisamente por el hecho de que parte de la gracia parece estar en darle valor a las excursiones en sí mismas, sin necesidad de justificarlas –al menos premeditadamente- con reportajes en Internet.

Los antecedentes son el, probablemente, mayor bajón de mi espíritu montañero desde que practico esta actividad, que se vio confirmado allá por mayo en pleno escenario agreste en Sierra Nevada; el consecuente y mencionado “pseudo – replanteo”; y el período llamado como “paréntesis” en el que he hecho excursiones mucho más espaciadas y huyendo de pretensiones y objetivos, y durante el cual he conseguido mayor satisfacción que los meses previos al “replanteo”, cuando aun practicaba montañismo con la frecuencia y ambición de todos los años anteriores. La posible culminación de esa “etapa de transición” fue el viaje al pirineo francés, que de hecho titulé como la posible salida del “paréntesis”. Pero lo cierto es que aun he tardado dos meses más en empezar a experimentar el verdadero cambio.

Éste ha llegado, como decía al principio, de una manera totalmente imprevisible. Es más, diría que todo me indicaba a priori que la primera excursión que luego me iba a dar estas nuevas sensaciones iba a carecer de interés para mí. El día anterior le iba a proponer a Iván una travesía por la sierra del Mondalindo, pero al llamarle él se adelantó con otra idea que a mí en principio no me satisfacía, subir desde Guadarrama a Abantos por su cuerda noreste y luego seguir por el cordal hasta el Puerto de la Cruz Verde. No me atraía en absoluto el cortafuegos que recorre esa cuerda, me parecía una excursión demasiado larga, etc. Mientras, a él le parecía repetitiva mi propuesta por volver a una zona cercana de la que habíamos estado un mes antes, cuando habíamos pateado por la Sierra de la Morcuera. Al final cedí, y me vi con las sensaciones previas al “replanteo”: Dispuesto a hacer una excursión que en realidad no me apetecía.





Al final resultó que fue Iván el que prefirió terminar la excursión a mitad del recorrido por él mismo propuesto, bajando a El Escorial desde el Puerto de Malagón, ya que no quería volver tarde a casa, mientras que yo, de repente, tenía ganas de seguir con la excursión que inicialmente me parecía demasiado larga: me sentía en forma, y me apetecía afrontar el recorrido algo cañero que aún quedaba por delante.



La sensación de satisfacción ante la autoexigencia de esfuerzo físico parecía de pronto un aliciente recuperado de antaño: La semana siguiente me fui a recorrer solo la zona con la que no había convencido a Iván la semana anterior: La sierra del Mondalindo desde Garganta de los Montes, a la que añadí por la tarde la subida a la Sierra de la Morcuera y bajada a Miraflores de la Sierra. De pronto esa idea de hacer una especie de segunda ascensión pequeña tras el mediodía, acumulando más desnivel del que habitualmente hacemos en Guadarrama, parecía tener su gracia. Puro deporte, sin más, y tampoco de un nivel “super machaca”, pero satisfactorio. Y con el añadido, fortalecedor del espíritu, de luchar aquel día contra el gélido viento.









Dos semanas después me salió una excursión aún más atractiva, ya con más valor que el meramente deportivo, cuando me propuse subir a La Maliciosa por su cuerda sur o de Los Asientos, un recorrido al que tenía ganas desde hacía unos tres años, y cuya última perspectiva había tenido precisamente desde Abantos en la ruta tres semanas anterior. Parte del encanto consistía en que no estaba seguro de su accesibilidad, por las fincas privadas y cotos de caza de la cara sur de esta montaña, por el denso matorral de la zona que ya me impidió otra ascensión años atrás por una zona cercana, y por la posible escabrosidad de los propios Asientos, zona rocosa que desconocía.





Al final, todo esto fue superado sin demasiada dificultad, y disfruté de un itinerario nuevo para mí a esta cima tan conocida –la que más veces he subido-, con un valor paisajístico bastante destacable, y conociendo un pequeño rincón del Guadarrama del que ignoraba que fuese a ser tan vistoso. Y, nuevamente, añadí desnivel y necesidad de esfuerzo a la excursión al obligarme a bajar al Valle de la Barranca para luego subir al Puerto de Navacerrada. Al término de la excursión me sentía más que contento; ya tenía bastante claro que las ganas habían vuelto. Incluso escribí descripción para Pirineos 3000, por la relativa originalidad del recorrido.





Pero es que incluso parece que he abandonado el tedio a las excursiones excesivamente típicas; Hace tres semanas hemos hecho algo tan popular y recurrente como Cuerda Larga, y el cumplir con el recorrido desde el Puerto de Navacerrada hasta el de La Morcuera, que en ese sentido no lo habíamos completado nunca a pesar de los varios intentos –y a mí ya me había llegado a aburrir la idea-, me ha vuelto a resultar satisfactorio; nuevamente la ambición deportiva cumplida me deja una buena impresión.







Finalmente, en la última excursión que hemos hecho, subiendo al Pico de Casillas desde El Tiemblo y atravesando a la cara sur de éste inicio de Gredos para bajar a Santa María del Tiétar, y nuevamente con buena distancia, desnivel y ritmo, se ha vuelto a manifestar también el aprecio por la belleza de las montañas de aspecto sereno, y los ambientes adornados por la niebla, los mares de nubes y la luz especial de ésta época del año: Los sentidos y su fuerza emotiva parecen también recuperados, y especialmente la vista lo agradece como el objetivo de nuestras cámaras de fotos.

















Y la cosa no queda en las excursiones. También como llegado por casualidad, me veo de nuevo escalando por los rocódromos, y aunque el primer día me quedé contrariado por mi lógico bajo estado de forma, tres o cuatro veces más ya me han animado definitivamente a recuperar la actividad (a ver si ahora la llevo más adelante, que tampoco es que llegara precisamente lejos…). Entre tanto, un libro y un punto de vista que quizá me ha inculcado la idea de la ambición o la autoexigencia como manera de recuperar lo que en otro tiempo sentía: la “Crónica alpina de España. Siglo XX” de César Pérez de Tudela, alguien que, con sus defectos y sus virtudes, con todo lo que se le pueda reprochar o no, desde luego transmite, por encima de todo, el espíritu del vitalismo. Sean cuales sean las motivaciones, la dinámica es clara, y de momento me apetece: Entrenar, salir al monte, volver a entrenar, volver a salir, e insistir. Como el Atleti este año (quizá de ahí venga parte de la influencia). A ver cuánto me (nos) dura.

Al final creo que todo es cuestión de algo que escribí con motivo de la excursión del Callejón de los Lobos, cuando estaba ya cayendo en el tedio anterior al replanteo: Volver a tomar la montaña como un juego, quitarle trascendencia. Al ir relativamente ligero por esos paisajes, se disfruta de manera especial de su contemplación, porque uno añora poder pararse más tiempo a saborearlos, y en realidad el deseo es más intenso que la satisfacción, la mayoría de las veces: Paladear sin empalagarse.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Pura vida (Pablo Iraburu y Migueltxo Molina, 2012)


El viernes 23 de mayo de 2008, después de llegar a casa por la tarde, enseguida me conecté al foro de Internet de Sistema Central, con el objeto de informarme acerca de la meteorología y condiciones para la Sierra de Guadarrama al día siguiente, pues tenía pensado hacer alguna excursión. Pronto advertí un detalle, una foto del alpinista navarro Iñaqui Ochoa de Olza con un mensaje: D.E.P. A partir de ese momento, la rutina y normalidad del día quedaron  para mí como en un segundo plano.

Reaccionando al shock inicial, entré en el hilo que el himalayista de élite, haciendo gala de su sencillez y generosidad, había abierto meses atrás por iniciativa propia en este foro para compartir sus experiencias y opiniones con los usuarios del mismo. En este mismo hilo se estaban ofreciendo y comentando todos los detalles de su expedición al Annapurna, desde que ésta comenzó un mes antes de la fatídica fecha, incluyendo algún mensaje del propio Iñaki al foro, pues éste ya consideraba a muchos de sus participantes prácticamente como amigos, aun a pesar del exclusivo conocimiento “virtual”. Por falta de tiempo, yo apenas había tenido ocasión de seguir por encima la evolución de la expedición al principio, y para cuando pude enterarme de su desenlace, lo peor ya había ocurrido. Para informarme de cómo habían tenido lugar los hechos, fui mirando los mensajes del foro en orden inverso, pasando por momentos verdaderamente impactantes ante la consternación de los “foreros”, hasta llegar a algún punto a partir del cual pudiera entender la situación. Este fue mi medio de información ante una tragedia tristemente histórica para el alpinismo; a pesar de que el intento de rescate había durado varios días, antes no leí noticias, ni lo vi en televisión -como en el propio foro indican, y salvo excepciones, los medios estaban más preocupados por el fútbol o rutinas similares, al menos hasta el momento de la muerte, palabra mágica que hace que el alpinismo, de repente, sea de interés general-.

Tanto si la fuerza de la naturalidad con que se expusieron los hechos en el foro tuvo que ver en ello como si no, aquello me marcó como pocas veces antes lo había hecho un suceso del mundo del alpinismo. Y cuanto más reparaba en todo lo ocurrido, más me costaba comprender cómo podía haber pasado tan relativamente desapercibida la noticia hasta casi el momento de la tragedia. Principalmente, por lo que estaba preparándose en torno al rescate: Una de las operaciones más audaces, valientes, generosas y reconciliadoras con el ser humano que podría nadie imaginar. Una verdadera lección de solidaridad en tiempos de egoísmo. Sobre lo que hubo detrás de aquello, y sobre las personas que hay a su vez detrás de los participantes en el rescate, nos habla ahora el documental “Pura vida / The ridge”, actualmente en cartel, aunque en cines muy seleccionados (concretamente, en los Golem).

Quizá el documental no es tan sobrecogedor como la propia lectura del foro de Sistema Central, o como el reportaje que se hizo en el programa de televisión “Informe Robinson”, pero no tocaba ya dramatizar más sobre el tema, y considero un acierto el que sus realizadores hayan huido del uso innecesario de las emociones, lo que por otro lado es una muestra de respeto y de buen gusto, un poco al hilo de lo que comentaba en la entrada anterior acerca de la película “Nordwand”. Al contrario, lo que si nos muestra es la normalidad y cotidianeidad de las vidas de quienes por unos días se convirtieron en héroes, movidos por ideales de camaradería y sentimientos de amistad cada vez más difíciles de identificar en nuestro mundo; personas tan sencillas por fuera como el común de los mortales, capaces de ofrecer en un momento dado la más magistral de las lecciones de humanidad, sin que ni mucho menos estuvieran obligados a ello, y poniendo sus vidas en peligro. En varios casos, ni lo dudaron, ni lo pensaron dos veces.

Quizá el salto de temáticas en las entrevistas y testimonios de los protagonistas no ayuda a seguir el hilo con una narrativa totalmente sólida, como suele esperarse en el cine, ya sea dramatizado o documental. En cualquier caso, todos los contenidos son interesantes, tanto para aficionados al alpinismo como para –creo- cualquier persona, pues no es cine estrictamente de montaña. Se tocan los consabidos temas del mundo del alpinismo: Por qué subir, por qué jugarse la vida, etc., con las diferentes opiniones por parte de cada personaje, y con la eterna sensación de que serán preguntas nunca satisfactoriamente respondidas: hazlo y lo sabrás, pero seguirás sin saber explicarlo.

Pero yo, nuevamente, me congratulo en sentirme identificado con los temas más alejados del nivel elitista, más palpables por cualquier montañero de terrenos y experiencias alejadas de lo extremo. Otra vez vuelve a aparecer, en boca de algunos de los protagonistas, el sempiterno símbolo de la montaña como medio de evasión, de romper con la claustrofobia de los espacios urbanos, de saborear bocados de libertad, de olvidarse de medir el tiempo.

Quizá se echa de menos un poco más de protagonismo por parte del propio Iñaki Ochoa de Olza, pues fue alguien que, como también se puede comprobar en el foro de Sistema Central, tenía mucho que decir también sobre estos y muchos otros temas, relacionados con la montaña, y aplicados al mundo de los seres humanos. Ahí queda su legado, su proyecto solidario SOS Himalaya, a favor de los niños desfavorecidos de Asia. Puede que en todo lo que refleja la película se refleja a su vez el carácter vital de Iñaki, porque de hecho siempre se ha dicho que la respuesta a su situación par parte de gente como Horia Colibasanu, Ueli Steck o Alexei Bolotov es una consecuencia de lo que él había sembrado en vida con su carácter generoso. Un ejemplo de “pura vida”, lema personal de Iñaki. En cualquier caso, para indagar más en la persona, espero leer dentro de no mucho su propio libro “Bajo los cielos de Asia”.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Nordwand (Philipp Stölzl, 2008): El Eiger, símbolo de las contradicciones humanas


Hacía bastante tiempo que quería ver ésta película italo-franco-alemana, que recrea –con algunas licencias- la histórica escalada que en 1936 se dispusieron a realizar los alemanes Toni Kurz y Andreas Hinterstoisser en la mítica y temida cara norte del Eiger, una de las montañas más emblemáticas de los Alpes berneses, en Suiza, y también del mundo.

Quizá por culpa del escaso interés de –al menos- España en el cine sobre alpinismo (cuando sin embargo películas como ésta creo que podrían tener cierto tirón entre bastante gente), me ha costado encontrar una versión con subtítulos en inglés, que he tenido que completar con un segundo visionado en Youtube con subtítulos en español -del que falta buena parte del metraje intermedio-, para estar seguro de que no se me habían escapado cosas importantes, y también para captar más detalles sin tener que estar parando la reproducción del vídeo.

El volver a ver la película también me ha ayudado a valorarla más positivamente que la primera vez. No es que me hubiera disgustado, de hecho me pareció que estaba muy bien hecha, en todos los sentidos, sino que las sensaciones que me transmitió fueron un tanto frías la mayor parte del tiempo, y demasiado sombrías y amargas en otros momentos. No sentí la grandeza de la épica alpinista de otras películas, como por ejemplo Nanga Parbat. Sin embargo, al verla por segunda vez entendí que, para bien o para mal, esos dos tonos –frío y dramático- son más adecuados para contar una historia que, con sólo un poco más de ensalzamiento optimista del sentimiento de la montaña habría resultado inapropiado, de mal gusto.

Aunque la historia sea un hecho real conocido, y posiblemente algunos de los que leáis esto la conozcáis, no quiero convertir éste comentario en un spoiler, por principios de respeto al espectador aficionado al cine. Eso me lleva a no profundizar todo lo que podría en esta entrada. Sin embargo, para expresar la conclusión más clara a la que he llegado tras ver “Nordwand” y ponerla en contraste con otros hechos históricos acaecidos en el mismo escenario del Eiger, no necesito más.

Más allá de su mítico prestigio y de su condición temible, la Eiger Nordwand me parece que tiene un elemento muy definitorio y al mismo tiempo paradójico del mundo del alpinismo y del ser humano. En realidad tiene varios, puesto que la existencia, en sus mismas entrañas, de un tren que ayuda a subir mecánicamente a los turistas lo que por los propios medios es una muy dura y peligrosísima escalada, ya es de por sí un choque de puntos de vista muy diferentes del ser humano, que parece representar el paradigma del enfrentamiento del alocado espíritu montañero a la sensata mediocridad y vulgaridad de lo fácil: la poesía contra el pragmatismo (sin negar el valor ingenieril de la empresa que supuso la construcción de la vía, que curiosamente también parece otro tipo de locura).

Pero no es al símbolo del progreso que supone el tren a lo que me refería. En cualquier caso, la contradicción de la que sí quiero hablar, y que en el guión de la película se recalca muy bien, tiene cierta similitud con la ya dicha. La norte del Eiger no sólo es una de las escaladas más comprometidas de la historia del alpinismo, sino que además es quizá el escenario de roca vertical con el patio de butacas más accesible para cualquier tipo de público. Es la montaña puesta ante los ojos de la humanidad. Esos locos escaladores a los que buena parte de la sociedad recrimina su insensatez, al mismo tiempo que, hipócritamente, son observados por algunas de esas mismas mentes acusadoras desde los hoteles de Kleine Scheidegg, mediante los telescopios de pago allí instalados. El Gran Hermano del alpinismo; curioso paralelismo (sin pretender ni mucho menos comparar la actividad en sí): cuántos critican ese tipo de programas de televisión que, en cualquier caso, ven.

El Eiger se convirtió así, desde los primeros años de intento de escalar su cara norte, en un muy representativo símbolo de lo que tantas veces ocurre con el mundo del alpinismo: Parece que sólo se habla de ésta actividad en los medios generalistas cuando acontece la tragedia. La visibilidad de la Nordwand es una especie de cebo del morbo. En ocasiones, del más macabro y repugnante de los morbos: Los cuerpos muertos, colgando de las cuerdas en la pared, de escaladores como Stefano Longhi o Rabadá y Navarro, llegaron a ser en su momento una atracción turística. Los más bajos instintos del ser humano, puestos en relación con una actividad como el alpinismo, que para la mayoría de sus mentores aspira a ser precisamente todo lo contrario, un símbolo de la nobleza, de la dignidad y de la fortaleza del espíritu.

El personaje del periodista despiadado que busca el éxito de la gran exclusiva, muy bien interpretado por Ulrich Tukur (famoso por otro personaje de similar calaña en “La vida de los otros”), pone de relieve la facilidad con que se puede atraer al gran público a base de incentivar esos bajos instintos, de manera parecida a lo que buscan los mencionados programas de TV, o lo que pudo atraer a buena parte de los televidentes que hace poco nos tragamos cómo un tipo saltaba desde casi 40 kilómetros de altura (¿y si sale mal…?) Por cierto que es otra razón por la que yo no tengo precisamente apego a la tauromaquia: Me parece igual de grave o más que lo que se hace al toro, aceptar, en pleno siglo XXI, que una cogida mortal de una persona puede formar parte de un espectáculo visto por miles de personas en directo. El alpinismo suele buscar lugares apartados, inhóspitos, inaccesibles; no espera ser contemplado por miles de ojos (salvo en los retos y expediciones más mediáticas), no espera ese morbo; en todo caso son los medios los que nos acercan su parte negativa en caso de que salga mal. Pero en el Eiger no es así, el Eiger está a la vista. Y allí está Henry Arau, el reportero, ensalzando de manera hipócrita valores de heroísmo y patria (y de paso enalteciendo la Alemania nazi), cuando lo que está deseando, en sus propias palabras, es que ocurra algo importante, ya sea una gran conquista o una sonora desgracia.

Pero es otra frase de Arau la que me hace reflexionar sobre la cuestión desde otro punto de vista. Parte del gancho que busca el periodista para atraer a su público potencial es, según sus palabras, narrar las aventuras alpinistas de forma que el lector sienta que las está viviendo. Es decir, la esencia emocional de la literatura de montaña que tanto me gusta y que tanto he ensalzado en varias ocasiones en este blog. Y eso incluye las epopeyas, muchas veces dramáticas, y a veces trágicas, de los grandes hitos de la historia del alpinismo, como por ejemplo la conquista del Annapurna, primer ochomil (narrada en Los conquistadores de lo inútil de Lionel Terray), o el libro de Juanjo San Sebastián sobre su expedición al K2. Y entonces uno se pregunta: ¿No estaré yo siendo como los que critican el morbo de los realities televisivos pero los ven?

Claro, aquí es donde surge la autodefensa, y entonces me veo acudiendo a otro tipo de argumentos para justificar mis propios gustos: En la veracidad de las experiencias reales del alpinismo está la verdad de la vida, con lo bueno y lo malo. Es una representación de la vida, en su versión más salvaje y desprovista de los eufemismos de la sociedad culturalmente aburguesada, amansada y bienpensante, y eso no tiene nada de malo, puesto que la muerte y la curiosidad (aquí me guardaría de usar la palabra "morbo"), entre otras cosas, también forman parte de la vida y del ser humano. Es decir, similares razonamientos que los que utilizaría un defensor de aquellos programas de televisión, o tal vez también un aficionado a la tauromaquia o a cualquier otro espectáculo, deporte o actividad en la que corre peligro la vida humana (salvando todas las distancias). O el propio cine: ¿quién se arriesga a hacer una película de aventuras sin que la vida de los protagonistas corra peligro? ¿Cuál es el porcentaje de películas en las que no muere nadie? O, más parecido aun, la tensión de ver a un funambulista sin red.

En definitiva, la conclusión de todo esto es que, como en tantos otros aspectos de la vida, el ser humano es un cúmulo de contradicciones, y cuanto más lo piensa uno, más le cuesta entender cómo pueden tantas personas creer ciegamente en extensísimos tratados morales, que van mucho más allá de lo verdaderamente importante... ¿y qué es lo verdaderamente importante, por cierto?

lunes, 15 de octubre de 2012

Gorilas en la niebla (Dian Fossey, 1983)


Una vez más, he vuelto a comprobar cómo la literatura autobiográfica basada en vivencias especialmente exóticas o singulares, pero reales, normalmente me resulta más evocadora y emotiva que las novelas de ficción con vocación evasiva. Y es que no es lo lejos que esté algo de ser real lo que necesariamente conmueve el ánimo cuando tratamos de desconectar, sino que también puede lograrlo lo lejana que nos parezca otra realidad de la nuestra, pero con el potente añadido emocional de la credibilidad, de saber que lo que nos está contando su autora lo vivió realmente. Y si hay alguna ligera conexión entre los extraordinarios hechos narrados y las remotamente parecidas aunque accesibles experiencias vividas por el lector, en marcos lejanamente comparables, para poder evocar con algo más de cercanía, mejor. Estoy más o menos acostumbrado a disfrutarlo con la lectura de las gestas del alpinismo, pero en este caso la acción gira en torno a una de las múltiples maravillas del mundo de la naturaleza viva.

Entre los años 1967 y 1985, la zoóloga estadounidense Dian Fossey (1932 – 1985) se estableció en África para continuar la investigación de su colega y compatriota George Schaller, acerca de los gorilas de montaña en la cadena de los volcanes Virunga, situada entre Zaire, Uganda y Ruanda. Su proyecto derivó en una serie de vivencias repletas de matices, que trasladadas al libro que escribió bajo el título de “Gorilas en la niebla” en 1983, dio como resultado una obra que va mucho más allá de la divulgación científica (y al que, por cierto, la película del mismo nombre no es que se parezca mucho, en varios aspectos).

“Gorilas en la niebla” es muchas cosas. Es una descripción sobre el comportamiento de los grupos sociales y familiares de los gorilas que resulta tan interesante como deliciosa. Es también una historia humana de anécdotas, aventuras y desventuras, que pasa por momentos divertidos, otros más tensos, algunos tiernos, varios que nos indignan, y otros que nos apenan. Y además es un relato que nos transmite, posiblemente sin ella quererlo –al menos hasta ese punto-, la personalidad de su autora: Se ríe de sus defectos de novata en sus primeros años, deja entrever un carácter modesto, sencillo y reservado, pero al mismo tiempo fuerte, decidido, ocasionalmente autoritario, valiente y luchador, traslada un gran apego hacia los detalles curiosos pero aparentemente desapercibidos, ensalza la grandeza de los paisajes naturales en cuya soledad se siente plena, y transmite el valor de sus principios conservacionistas, pero sin obviar la realidad social del país en que se encuentra.

El grueso de la obra se centra en el estudio de los grupos sociales que forman los gorilas y en los cuales se divide su población. Apoyado en los árboles genealógicos de cada uno de ellos, el relato no deja de ser una descripción científica –a nivel divulgativo-, pero al mismo tiempo se convierte en una especie de historia de familias, clanes y sociedades, con sus protagonistas con nombres propios, entre líderes, madres, crías, rivales, amigos, enemigos, etc., y llega un punto en que la humanización de todos estos personajes resulta inevitable, así como el hecho de acabar cogiendo cariño a varios de ellos. Especialmente conmovedor me resulta el capítulo séptimo, acerca del grupo de estudio número 8 (no sé si debería decir que esto que viene ahora es un “spoiler”, ya que es un documento naturalista y no una novela), en el que no falta la honorable pareja de gorilas ancianos que tras muchos años se siguen apoyando mutuamente, hasta el punto vivir juntos y alejados del resto del grupo los últimos momentos de vida de la hembra. La interacción de la autora con los gorilas también tiene instantes memorables, transmitidos con gran emotividad. Todo ello con descripciones interesantes y delicadas, todo lo contrario que los ridículos e impresentables modos de ciertos programas de TV sobre naturaleza que se pueden ver últimamente.

La admiración de Fossey hacia las curiosidades de la naturaleza no se limita a la especie animal más distinguida. Interacciones francamente simpáticas entre animales más cotidianos también llaman su atención, lo que se puede comprobar en el capítulo “Visitantes animales en el Centro de Investigación de Karisoke”. Me agrada la capacidad que tiene para contagiar su asombro ante detalles que no todo el mundo observaría; realmente debía ser alguien que veía grandeza en cualquier sutileza que la vida pusiera ante sus ojos. Y el mérito de esto es mayor por el hecho de que lo hiciera habiendo vivido algo tan alucinante como debe ser observar de cerca e incluso llegar a conectar con una especie tan impresionante y entrañable como el gorila.

Tampoco se le daba mal el retrato de personas, como muestra en el capítulo “Visitantes humanos en el Centro de Investigación de Karisoke”; en este sentido, con descripciones bien sencillas, de pocos trazos, cada cual queda retratado como merece –a los ojos de Fossey, claro-, y esto no deja de ser un interesante resumen de virtudes y miserias propias del ser humano, vistas desde un particular punto de vista, y en un marco aún más particular, como es un puesto científico en medio de un paisaje agreste enmarcado en el empobrecido centro de África, que es un escenario que seguramente hace destacar aún más las diferentes personalidades, locales y sobre todo extranjeras.

También tengo que decir que cuando el libro está bastante avanzado, las tramas familiares de los diferentes grupos de gorilas y las interacciones entre ellos empiezan a resultar algo más repetitivas que en los primeros capítulos, y con tantos personajes y relaciones amistosas y antagonistas, llega a convertirse casi en una especie de culebrón, en mi modesta opinión, lo que por otro lado no deja de tener su curiosidad y su gracia, porque al fin y al cabo son historias entre primates, y resulta sorprendente la complejidad que pueden llegar a tener: Ni al más detallista de los escritores se le habría ocurrido una novela tan enrevesada como el conjunto de sucesos observados por Fossey y sus ayudantes.

Cerca del final aparecen, eso sí, los capítulos probablemente más dramáticos, los que están relacionados con el daño a la especie por parte de los cazadores furtivos. Realmente, leer este libro acaba dando una idea bastante reveladora de la facilidad que tiene el ser humano para destruir lo que a la naturaleza tanto le ha costado crear, y al mismo tiempo desenmascara las altas dosis de ignorancia y falta de sensibilidad que podemos llegar a manifestar.

Es una pena que a Dian Fossey no la permitieran vivir lo suficiente como para comprobar que, actualmente, los gorilas de montaña no sólo siguen habitando los Virunga, sino que su población ha aumentado con respecto a la de aquellos años. Siguen en peligro de extinción, pero al menos no ocurrió lo que Fossey temía: que la especie hubiera desaparecido el mismo siglo que fue descubierta. Sin duda, su encomiable labor dio sus frutos.

martes, 9 de octubre de 2012

Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975)


“¿Cómo pueden los hombres sentarse en el interior de una caja?”.


Desde que leí nombrar hace relativamente poco esta película como una de las grandes obras cinematográficas acerca de la relación del ser humano con la naturaleza, obviamente me propuse la idea de visionarla y también de hacer alguna modesta mención de la misma en este blog. Lo primero ya lo he hecho; con respecto a lo segundo tengo, como es lógico, alguna dificultad más.

Sobre todo, y es algo que ya me había pasado anteriormente con Akira Kurosawa, me da cierta rabia no tener la capacidad para terminar de sentir o captar las emociones provenientes de una cultura en principio tan alejada de la occidental como es la de un japonés que rueda una película ambientada cerca de la frontera oriental entre China y Rusia. O eso me ha parecido, porque podría ser que los sentimientos de la cultura oriental precisamente tengan más que ver con la serenidad y con la carencia de euforia emocional que sí trata de hacernos sentir el cine occidental. La cuestión es que, habiéndome gustado su mensaje y cómo está rodada, tampoco es que me haya entusiasmado plenamente, la verdad. Será la falta de costumbre, o el exceso de la misma hacia el cine “a la americana”, supongo.

La película está basada en la historia real vivida por el explorador y cartógrafo ruso Vladímir Arséniev a principios del siglo XX, que él mismo reflejó en un libro, y que cuenta sus aventuras recorriendo la región fronteriza entre Rusia y China marcada por el Río Ussuri, con el objeto de topografiarla para el ejército ruso. El tema central de la historia, que da nombre tanto al libro como a la película, es el excepcional ser humano que Arséniev conoció allí, un cazador de la etnia china de los Hezhen, también llamada Nanai o Goldi, llamado obviamente Dersu Uzala.

Uzala es otro ejemplo del personaje cuya vida está completamente alejada de la civilización, y por tanto apegada a la naturaleza. Conoce todos sus secretos, confiere entidad humana a todos sus seres, vivos y no vivos, incluyendo el sol y la luna, es un ser puro, generoso incluso con quienes no va a llegar a conocer, acaba por resultar irresistiblemente entrañable para todo el que entabla amistad con él, y no es capaz de adaptarse a vivir en una ciudad, encerrado en una casa que él ve como una simple caja.

Así pues, la historia tiene todos los elementos para pensar que la experiencia real vivida por Arséniev al conocer a Uzala y convertirse en su amigo debió ser extraordinaria. Y tal vez el libro (que antes o después buscaré) refleje de forma más evocativa y detallada aquellas aventuras. La película transmite bien la idea, está muy bien hecha y me ha resultado interesante y agradable de ver. Si hay algo que me ha gustado especialmente es el realismo tan creíble que transmite en los aspectos formales, como la fotografía, los escenarios, las caracterizaciones, indumentarias y maquillajes, y las interpretaciones; es casi un documental, en el que los austeros alimentos que comen a veces los personajes prácticamente se saborean como si tuviéramos la misma hambre que ellos, por no hablar del frío o de la fatiga. Se me ocurren pocos reproches en ese sentido; Ni siquiera tengo claro que mi problema con la película esté en el ritmo lento de la misma, pues me parece el tipo de narrativa adecuado a la historia que cuenta: las cosas en la naturaleza ocurren de manera habitualmente tranquila, con tempos que no entienden del estrés de la ciudad; otra cosa es que, habituados a que el cine occidental, incluso para películas de similar ambiente y temática, sí recurra a más juegos efectistas para provocar emoción, olvidemos que en realidad, en medio del campo, lo que reina –normalmente- es la serenidad; serenidad que seguramente está en concordancia, además, con la cultura oriental. Pero es que los occidentales no paramos quietos ni el campo, no nos detenemos a escuchar a la naturaleza (como sugirió Víctor Hugo); estamos más preocupados por disfrutar de las actividades que hemos ido a realizar allí, y de hacer los mejores tiempos posibles en nuestras rutas de senderismo y montañismo, por ejemplo.

Así pues, tal vez es esa serenidad de emociones que he experimentado la que realmente aspira a transmitir la película, pero cuando uno la compara con otros momentos conmovedores vividos viendo cine, no es capaz de valorarla como quizá lo haría un oriental, o un occidental acostumbrado al cine oriental. Lo cierto es que, en general, no recuerdo emocionarme especialmente cuando contemplo una puesta de sol desde una montaña –salvo ocasiones de gran espectacularidad porque hay muchas nubes, por ejemplo-, pero en aquellos otros casos no hecho de menos tal emoción, porque es la serenidad del momento lo que realmente le da valor a unos instantes que, en cualquier caso, son irrepetibles. Sin embargo, cuando uno ve cine occidental, lo que está habituado a esperar es a sentir algo parecido a lo que produce por ejemplo el momento de hacer cima en una montaña muy anhelada y trabajada, una especie de euforia relativa. También hay otro hecho, y es que historias similares nos las han contado en diversas ocasiones en la historia del cine, desde la perspectiva occidental, y muchas de ellas en películas posteriores y tal vez deudoras de ésta, y quizá haya llegado tarde al momento de mi vida en que Dersu Uzala podría haberme marcado.

Lo cierto es que el otro aspecto de la historia, quizá el más importante, el que tiene que ver con una amistad entre seres de muy diferente condición pero de similar pureza de corazón, y con otros detalles de trasfondo humano, resultándome bonito y entrañable, tampoco ha llegado a conmoverme demasiado, y aquí sí que tengo que sentirme decepcionado, no sé si más conmigo mismo o con la película. Buena parte del guión, que no tiene grandes alardes pero tampoco muchas sutilezas, me deja una sensación de cierta sencillez, de obviedad, incluso por momentos de sucesos previsibles; o tal vez, simplemente, de aspectos que, al igual que he dicho antes, ya me han impresionado previamente en obras disfrutadas con anterioridad, cinematográficas o literarias, sin ser por tanto la culpa de la película sino del orden que ésta ha ocupado en mi -sin embargo- más bien escasa cultura.

En cualquier caso, si lees este blog porque te sientes identificado con las ideas que en él se reflejan habitualmente, creo que te merece la pena ver Dersu Uzala, puesto que al fin y al cabo se trata de un clásico del cine hablándonos de buena parte de esas mismas ideas, y por lo tanto se puede considerar imprescindible en este marco. Como imprescindible me parecía cumplir con el segundo objetivo explicado en el primer párrafo de esta entrada y, mal que bien, ya lo he hecho.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Norah Jones dejó cerca de 2000 little broken hearts en Madrid

Podría parecer un beato recopilando milagros, cosa que no pretendo precisamente, pero el caso es que tras haberme referido la semana pasada al de The Flower Kings, ahora tengo que hacerlo con el no menos deslumbrante de Norah Jones, aunque en este caso es de otro tipo. Si en aquel hablamos de un grupo sueco que por su originalidad, complejidad de estilo y estructuras y total indiferencia a las modas, resulta un privilegio poder haberlo visto en directo en una pequeña sala junto a apenas 200 personas o menos, en el caso de la estadounidense habría que recurrir a la explicación divina no sólo para entender de dónde saca su capacidad para transmitir tanta emoción, sino para lo contrario que ocurre con The Flower Kings: que alguien del nivel de talento, calidad, calidez, belleza artística, autenticidad y buen gusto de Norah venda millones de discos en todo el mundo. Lo cual es triste que resulte milagroso, porque debería ser la norma, pero ya sabemos cómo funciona la industria discográfica actualmente, y son pocas las excepciones como la suya.

Como si fuera una especie de señal celestial del advenimiento del suceso, la tarde del domingo 23 de septiembre llegó a Madrid el otoño meteorológico, casi puntual a la cita con su homónimo astronómico, el mismo día que la música de dominante melancolía otoñal de Norah Jones tenía audiencia con el público de la misma ciudad. A la lágrima que cae de su apellido en la portada del disco que la artista venía a presentar, “Little Broken Hearts”, se unían de esta manera las primeras gotas de lluvia que veíamos en prácticamente dos meses por la capital.

No fue mucha la gente que necesitó refugiarse a la entrada del Palacio de Congresos del chaparrón previo a la actuación del –aquella tarde- dúo de Cory Chisel and The Wandering Sons, pues fuimos más bien pocos los que acudimos a tiempo de disfrutarla. Los que no fueron no se perdieron algo especialmente original, pero tampoco precisamente habitual en el contexto musical actual: Un concierto acústico de rock folk de lo más clásico y típico pero también auténtico, interpretado con solvencia, sencillez y genuina calidez por parte tanto de Chisel como de Adriel Harris. Un aperitivo idóneo para lo que estaba por llegar.

Y llegó. Toda mi curiosidad ante un tipo de concierto que, en general, estilísticamente difería bastante de casi cualquier actuación musical que hubiera visto antes, iba a ser satisfecha. Y desde el comienzo, desde el primer compás, me sentí totalmente conectado con la música. No era para menos, pues el repertorio empezó con “What Am I To You?”, perteneciente a la etapa inicial de Norah –que es la que prefiero-, la acústica era absolutamente impecable, y la interpretación del grupo compacta, elaborada, perfecta, rebosante de calidad y de gancho, dándole además a esta canción un matiz rítmico diferente de la versión de estudio, más marcado y sugerente. La cosa prometía.

Siguieron el tema homónimo del último disco, así como el también perteneciente al mismo “Say Goodbye”, iniciando un repaso bastante amplio a éste álbum, que junto a algunas canciones del anterior “The Fall”, de similares derroteros pop-rock, alternaron con algunos de los temas de los primeros años, más arraigadas en estilos más primigenios como el blues o el jazz. No es que no me gusten los dos últimos discos, de hecho, y salvo algunas canciones concretas, me han acabado gustando prácticamente tanto como los anteriores, pero si algo tengo que reprochar de la actuación fue el ligero desequilibrio del repertorio en ese sentido, lo que también podría haberse arreglado con algo que también me habría gustado: que hubiese durado más. Pero el hecho es que lo presenciado en cualquier caso acabó resultándome tan sublime que incluso este reproche me suena inconveniente o injusto.

Precisamente la alternancia de temas de diferentes discos permitió que el colorido y el contraste hiciesen resaltar más cada canción. Los temas lentos, envolventes y atmosféricos de la última época, como “Take It Back”, “After the Fall”, “All A Dream” o “Miriam” creaban una sensación sobrecogedora gracias a una elaboración instrumental de sonido alucinante por parte de la banda. Los más rítmicos como “Happy Pills” o el antes mencionado “Say Goodbye” ayudaban a subir el ánimo. Y en medio de aquello, los más directamente relacionados con el jazz, el blues o el country, como “Lonestar”, resultaban especialmente emotivos. Debo decir que yo percibía una clara diferencia en éstos últimos; lo que se estaba transmitiendo desde el escenario en esos momentos parecía llevar una carga extra de arte y de romanticismo, obviamente mucho más directamente arraigada en la historia de la música. En medio de eso, con todos mis respetos, escuchar “Chasing Pirates”, sin desagradarme, me dejaba un pelín frío. Un adecuado respiro para las emociones, eso sí.

Pero si hubo un momento que quedará grabado para siempre en mi memoria, con una intensidad emocional superior al resto, fue sin duda cuando Norah se sentó al piano y, sin acompañamiento alguno por parte de la banda, se quedó sola con sus arpegios y su irrepetible voz. Es increíble que sin el virtuoso acompañamiento instrumental del que estábamos disfrutando previamente, ella sola consiguiera llenar aun más todos los espacios, los físicos y los interiores. Instantes de puro embelesamiento, de magia, en los que se mezclaban con armonía la serenidad, la dulzura, la sensualidad. No recuerdo haber vivido un momento comparable en ninguna actuación en directo; de hecho, es aquí donde uno se alegra de tener un blog, porque de otra manera me sonrojaría al reconocer en persona que se me llegaron a humedecer los ojos.

Como ya he dicho, al talento innato inexplicable e indescriptible –y por eso me abstengo de detallarlo técnicamente- de Norah, se unía una calidad instrumental de altísimo nivel por parte de la banda que la acompañaba. Aunque no se trate de estructuras compositivas de la complejidad de los antes mencionados The Flower Kings –por poner un ejemplo-, todo el cuerpo y aderezo de las canciones estaba repleto de virtuosismo. El baterista Greg ´G Wiz´ Wieczorek tenía un sentido del ritmo apabullante; casi parecía bailar, más que tocar la batería. Del bajista Josh Lattanzi basta decir, para detallar su nivel, que durante buena parte del repertorio tocó el contrabajo, en alguna ocasión incluso con arco. Jason Abraham Roberts se pasó el 90% demostrando cómo un guitarrista puede ser brillante limitándose a servir sólo al resultado general del sonido y no a su propio lucimiento, con todo tipo de recursos técnicos de acompañamiento y de condimento, pero en el 10% restante también dejó clara su capacidad individual, por ejemplo durante el espectacular solo que engrandeció la canción “Stuck”. Algo similar puede decirse del teclista Pete Remm, que tanto al piano como al Hammond aportó altas dosis de colorido con igual grado de dominio. Por otro lado, que en medio de tal nivel académico instrumental, un papel relativamente menos vislumbrante por parte de Norah, como es la guitarra eléctrica, no desentonase en absoluto, y de hecho aportase al sonido general un sonido tan equilibrado como el resto, es de un mérito incuestionable.

Algunas de las canciones de Norah que en estudio apenas están adornadas con muy vagos detalles instrumentales individuales, en directo adquieren un carácter más propiamente rock. Lo que muchos grupos ya sacan a relucir en los álbumes, la banda de Norah lo deja reservado para estas ocasiones. Una apuesta acertada, porque el valor compositivo de las canciones ya tiene fuerza por sí mismo como para llenar el disco –siempre con el incuestionable protagonismo de la voz de Norah-, además de que es un estilo que brilla por su sencillez instrumental, que casi siempre huye de la pomposidad o de los artificios; al mismo tiempo, eso hace que la intensidad superior requerida en un directo se pueda aumentar gracias a esos añadidos. Por otro lado, es interesante el cambio de sonido de algunos temas. En ese sentido, si hubo uno que me sorprendió gratamente fue “Sinkin´ Soon”; porque la ausencia sobre el escenario del trombón podía haber augurado una ligera decepción, y sin embargo los estupendos solos de Remm al órgano Hammond –con unos fantásticos juegos rítmicos iniciales- y de Roberts a la guitarra le dieron un aire igualmente lustroso.

Por si era necesario demostrar que la calidad del grupo - incluyendo por supuesto la de su razón de ser que es Norah Jones- es natural y verdadera, los bises no precisaron de sonido de mezcla, pues fueron interpretados por los cinco músicos ante un único micrófono que recogió la acústica real de instrumentos tradicionales, así como la voz y coros. De esta guisa tan auténtica sonaron los fundamentales “Sunrise”, “Creeping ´In” y “Come Away With Me”, para poner un acertado colofón a un concierto inolvidable.

Luego vendrían los comentarios “tiquismiquis”, que ninguno pudimos evitar; que si el reparto del canciones elegidas no fue equilibrado, que si se había dejado esta o aquella, que si se había hecho corto, etc. Pero lo cierto es que sabíamos que lo presenciado había sido irrepetible. Y que, en mi caso, probablemente había sido un concierto que acababa de marcar para siempre mi percepción de la música y mis gustos. Así que hay que reconocer que, en el fondo, lo que más nos desagradaba al salir del concierto es que se hubiera acabado: que después de habernos enamorado, Norah nos abandonase dejándonos con nuestros little broken hearts...

miércoles, 19 de septiembre de 2012

The Flower Kings en directo, el privilegio de vivir una irrepetible entrega romántica

En un panorama musical - comercial basado en fórmulas rápidas y sencillas, amén de la imagen y la publicidad, el hecho de que sigan existiendo grandes músicos que seguramente podrían ser millonarios si hubiesen optado por la vía del éxito, pero que han preferido dedicarse a un estilo que ni tiene el reconocimiento cultural del jazz ni el tirón mediático del rock o del pop más directos (o ni siquiera el de la eterna alternativa del metal), es un mérito incuestionable, una prueba de verdadero amor desinteresado del artista por lo que hace, y finalmente, y más en los tiempos que corren, una especie de pequeño milagro.

Si un grupo sueco formado por este tipo de músicos viene a una ciudad como Madrid, maltratada en cuanto a salas de conciertos, a tocar frente a una audiencia de apenas unas 200 personas, el formar parte de ese público desde casi la primera fila es un auténtico privilegio. Si la actuación sale según lo esperable en una banda como The Flower Kings, como de hecho ocurrió, las dos horas del show se convierten en un viaje musical en el que el virtuosismo y el arte fluyen con tal armonía que ni el elevado alucine ante la dificultad de lo presenciado tiene más fuerza que la sensación de plenitud ante la inolvidable experiencia.

No es el típico exhibicionismo técnico para lucimiento de los músicos, es pura calidad técnica y entrega emocional al servicio de la realización artística: no son héroes del rock para figurar en un póster, son altruistas que sirven de medio para que la música fluya.

Quizá por eso, no resulta raro ver a los miembros de The Flower Kings departir con total naturalidad, sin atisbo de ínfulas de estrellas, con la gente, antes, después e incluso durante la actuación, entre canción y canción. Sencillamente, hacen lo que les gusta, y se sienten tan agradecidos al relativamente escaso público que se lo permite, como éste a ellos por permitirnos disfrutar de noches como la del 11 de septiembre de 2012.

Para abrir apetito y crear el ambiente atmosférico y relajado que requiere el rock progresivo al estilo clásico, el teclista Lalle Larson, amigo y compañero de aventuras musicales de miembros de The Flower Kings en proyectos como Karmakanic o Agents of Mercy, obsequió a la audiencia con un aperitivo a base de versiones al piano de algunos de sus temas. Ya escuchando algunos discos de los proyectos mencionados me parecía un auténtico fuera de serie, prácticamente del nivel de Jordan Ruddes, pero en directo me lo dejó aun más claro. Él sólo, sin acompañamiento alguno, mostró durante unos veinte minutos su arte y su virtuosismo. Bien es cierto que la falta de acompañamiento hacía que la muestra no fuera plena, en mi opinión, pero el mérito por su parte era evidente, y el agrado que causó, aun mayor.

Quizá con menos tiempo por delante –a priori- de lo que habríamos esperado para una actuación de The Flower Kings, los suecos aparecieron ataviados del naranja dominante en el diseño de su último disco –por ejemplo en el vestido de la especie de divinidad de la portada-, con el aire hippie del que han hecho gala tan a menudo, aunque en este caso dando la ocasión de imaginar a algún ingenioso crítico musical que estábamos ante la versión musical y sueca de La Naranja Mecánica, no en alusión a la película de Stanley Kubrick, sino a la selección holandesa de fútbol en la época de Cruiff.

El mal presagio inicial de la guitarra del gran Roine Stolt que se negaba a sonar no se cumplió, y mientras el teclista Tomas Bodin alargaba con profesionalidad la introducción con el resto de la banda manteniendo el tipo, asistíamos al preludio de un concierto cuya calidad de sonido fue prácticamente perfecta de principio a fin, burlando con autoridad al más acérrimo de los supersticiosos.

El repertorio comenzó con un “Numbers” que pasó de la sobriedad que aparenta en el último disco (“Banks of Eden”) a convertirse en directo en una monumental demostración de energía envolvente durante sus 25 minutos de duración; todo sonaba perfecto y en su justa medida: la potencia de los riffs de hard rock, y la sutileza de las partes más tranquilas, bajo un ritmo constantemente atractivo. Le siguió mi favorita del mismo álbum, “For the Love of Gold”, que quedó impecable, como casi todo.

El espectacular bajista Jonas Reingold improvisó su técnica en un vistoso duelo con el nuevo batería, Felix Lehrmann, muy bueno, aunque para mi gusto es mejor no compararlo con los extraordinarios percusionistas que ha tenido la banda en anteriores etapas (incluído el eventual Pat Mastelotto). Luego sonó la preciosa y progresiva composición instrumental de Bodin, “Babylon”. Ya estábamos flotando entre las notas.

Hubo momento para algún tema de duración más convencional, como “What if God is Alone”, donde Hasse Fröberg mostró su habitual emotividad como vocalista, seguido de otro que en su versión original habría ocupado bastantes más minutos, y así habría deseado que fuera, pero que es habitual que el grupo interprete sólo en su tercera parte, el magistral “Stardust We Are”, y cuyo final épico fue sencillamente sublime.

Más complejos y cañeros fueron los siguientes, que sonaron fusionados en un acertado medley, los geniales “Last Minute on Earth” e “In the Eyes of the World”. Subidón cuando el teclado a lo xilófono de Bodin anunció el comienzo de “The Truth Will Set you Free”, cuya introducción instrumental y primeras estrofas cantadas me parecieron de lo mejor de la noche; bien es cierto que volvió a faltar parte de la canción original, y que por el contrario incluyeron una improvisación hard rockera bastante cañera con Bodin en plan órgano Hammond cuyo sonido la verdad es que no acabó de convencerme en comparación con lo que esperaba. Curiosamente, me dio la sensación de que Roine Stolt también se vio sorprendido en ese cambio, y no me queda claro si fue por despiste o porque el resto del grupo le tendió una trampa – broma (de estos músicos me espero cualquier cosa).

Tras cerrarse el set principal con la última canción del disco básico de “Banks of Eden”, “Rising the Imperial”, que nuevamente ganó enteros en directo, con una emotividad que en estudio no funciona igual de bien, “los bises” estuvieron enteramente copados por otra joya de la primera época del grupo, “I Am the Sun”. Un gran colofón.

Hecho el resumen de lo acontecido sobre el escenario, he querido dejar para el final lo más difícil: tratar de explicar como buenamente pueda lo que The Flower Kings transmiten en directo. Ahí es nada. Para empezar, este grupo no sólo hace cierta la idea de que los mejores músicos son los que mejoran en directo, sino que llevan la diferencia con los discos de estudio un paso –o varios- más allá. Siendo prácticamente todos sus álbumes de una calidad de notable para arriba, lo que se puede percibir en vivo con estos tipos no se puede llegar a imaginar ni siquiera viendo sus DVDs grabados en directo. Hay que estar ahí. La atmósfera envolvente de energía, armonía y calidad técnica que crean es realmente apabullante. Hasta el punto de que la sensación me parece difícilmente comparable con otras bandas (y lo digo habiendo visto a Yes, a Jethro Tull, a Transatlantic, a Spock´s Beard o a Dream Theater). No digo que tengan el mejor directo, digo que es un directo único, de una fuerza especial, difícil de explicar.

La sensación se llega a convertir en alucinante en momentos en los que uno puede escuchar perfectamente todos y cada uno de los instrumentos por separado, comprobando montones de detalles de calidad de cada uno de ellos, e inmediatamente volver a poner la atención en el resultado conjunto, que prácticamente nunca deja de ser de una coordinación y perfección absolutas. Todo ello hablando de estructuras especialmente complejas, auténticos retos para los músicos. Pero lo flipante es que al mismo tiempo el sonido resulta de una autenticidad tremendamente atractiva, más propia de bandas más directas o con menor elaboración y complejidad. Rompen en pedazos la idea de que la perfección técnica puede resultar fría, falta de alma (cosa que me pasó, por ejemplo, la primera vez que vi a Symphony X). Los momentos en los que esto más se percibe son las frecuentes partes lentas –legado principalmente pinkfloydiano-, que pueden ir desde la más sutil delicadeza marcada por ritmos y atmósferas hipnotizantes, hasta fases verdaderamente épicas y potentes, de una fuerza y energía propias de ritmos más cañeros. Nunca he escuchado en directo a un grupo que domine esas partes lentas con tal autoridad y poder de sobrecoger al público, es sencillamente alucinante. Por otro lado, si la inmensa mayoría de bandas de rock dedicara tantos minutos a secciones lentas tan alargadas, seguramente aburrirían al personal antes de la tercera canción. Con The Flower Kings ocurre al revés, la intensidad va en aumento.

Tampoco faltan partes más dinámicas, incluso potentes riffs de hard rock o incluso de intensidad cercana al metal, pero sin aparentar ser metal; es difícil de explicar. Lo cierto es que este concierto en concreto me resultó bastante cañero por momentos, más de lo que imaginaba en este grupo. O vistosos cambios de ritmo progresivos, de esos que levantan el ánimo al tiempo que provocan admiración por la dificultad. Aunque en general se decantan por las sutilezas, por la elaboración cuidada pero sin aspiración de aparentar malabarismos autocomplacientes. Está todo muy bien medido. Al gran sonido general logrado por las destacadas bases rítmicas y las guitarras se añaden constantes elementos de aderezo al servicio del resultado general y no de si mismos, como logra Tomas Bodin con su Moog y demás teclados, añadiendo preciosas y luminosas notas de color y magia aquí y allá.

Por supuesto, mención aparte merece esa guitarra humana llamada Roine Stolt, pues el músico es, en este caso como en pocos, la verdadera alma del instrumento. Es impresionante verle sentir cada solo que ejecuta, cada nota y cada matiz que pulsa con sus dedos, e incluso la elegancia armónica con la que mueve los pies para ajustar los pedales. Es como si la música fuese un fluido perdido en el espacio que de repente encontrara en el trinomio Stolt-guitarra-pedales una de sus formas de expresión más emotivas para materializarse sin perder su esencia antes de llegar a los oídos del público. De nuevo, una cuestión que aunque no reniegue precisamente de la calidad y la perfección técnica, es sobre todo de sentimiento. Pero difícilmente encontraremos guitarristas al mismo tiempo tan emotivos y virtuosos. Se suele hablar del ejemplo de Jimmy Page de Led Zeppelin, que siempre ha tenido una técnica poco depurada pero un gran sentimiento que le ha permitido lograr grandes interpretaciones. Stolt tiene ambas cosas a un nivel elevadísimo, y me da que a la primera ha llegado partiendo del segundo. El resultado, unos solos tanto distorsionados como limpios que sencillamente dejan embobado al escuchante, tanto si éste está tratando de analizar la técnica, como si simplemente se está dejando llevar por la magia.

Dicho todo lo anterior, aun debo matizar que un servidor tenía, durante el concierto y tras haber finalizado éste, la sensación de que el valor objetivo de lo que había presenciado estaba algún punto por delante de lo que yo había sido capaz de asimilar y disfrutar. Al principio me dije que podía ser cuestión del repertorio, que me gustó bastante pero que con mis propios gustos podría haberme resultado más satisfactorio (en el fondo yo me decanto más por temas instrumentalmente vistosos y malabarísticos como “Circus Brimstone”, “Road to Sanctuary” o “One More Time” que por los aparentemente sobrios y los lentos, aunque no dejó de haber de todo). Puede ser, y puede ser que esperase un concierto más largo, o que haya otros factores que me hayan influido para que aquella noche mi emotividad estuviera menos receptiva, o vete tú a saber. Pero tal vez sea, simplemente, que lo vivido fue tan sublime, dentro de la complejidad, rareza y originalidad del grupo, que uno no esté preparado para sentir esto con la misma intensidad que cosas de similar nivel de calidad pero algo más convencionales, como algunos de los grupos mencionados antes.

En cualquier caso, y tras más de cuatro páginas de intentar explicar lo que me pareció el concierto, la conclusión es que para entenderlo sólo vale presenciar en persona a un grupo tan irrepetible como The Flower Kings. No sé si lo dicho aquí hace justicia a estos músicos, o si tal vez es exagerado. Sea lo que sea, creo que nunca estarán lo suficientemente reconocidos, ni siquiera después de 18 años de historia a sus espaldas o, en el caso de Stolt, nada menos que 38 desde que impulsara a los clásicos Kaipa. Mi único deseo es que el milagro -de puro amor al arte- de que sigan existiendo como grupo, se siga prolongando en el tiempo y nos traiga nuevas entregas románticas.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Primer contacto con el Pirineo Francés: ¿El final del paréntesis?






Nunca imaginé, cuando me vi en medio del bajón montañero confirmado con el plan frustrado de Sierra Nevada -sobre lo que sugerí aquí un posible replanteo-, que antes de haber visto clara la salida de ese paréntesis, materializaría uno de los viajes que más he deseado por el Pirineo en los últimos años, si no el que más: el que me permitiera conocer al fin la vertiente francesa, y en especial sus dos caras norte probablemente más famosas, la del Vignemale y el circo de Gavarnie, que desde que había visto en fotos añoraba contemplar con mis propios ojos.





Cuando agosto ya estaba encima, tuve en cualquier caso que pensar en cómo aprovecharía las vacaciones, y entonces recordé el viejo plan. Pero no me parecía que realizarlo en una etapa en la que ya no disfrutaba tanto de la montaña como en temporadas anteriores, fuese precisamente la mejor manera de cumplir un sueño de aquellas temporadas. Aunque tampoco podía saber en qué año volvería a tener aquella misma motivación (si es que regresaba). Incluso bien podía ser precisamente ese viaje el que cerrara el paréntesis, en un sentido o en otro (vuelta a los viejos tiempos, o confirmación de que tengo que buscarme otras actividades nuevas).





Lo cierto es que, desde que me planteé el paréntesis, había reducido con mucho mi ambición montañera; ya no me preocupaban tanto las cimas, bajé claramente la frecuencia de las excursiones, y procuré que éstas fueran más o menos asequibles y sobre todo tranquilas y contemplativas, más que deportivas. Y por un lado había aprendido a no estresarme sobre si me apetecía o no salir a la montaña, sintiéndome mucho menos obligado, al tiempo que aguafiestas como la meteorología adversa o los compromisos ya no me provocaban prácticamente quebraderos de cabeza; por otro las pocas excursiones que hacía las disfrutaba sin alardes de experiencia inolvidable, lo cual también me agradaba en parte al no esperar de antemano las emociones de años anteriores (disfrutar serenamente y punto); pero por otro lado no podía obviar que sentía que me faltaba algo, puesto que la montaña había sido un impulsor de mi estado de ánimo durante muchos años.





En ese contexto de lo que he llamado “el paréntesis” o “el replanteo” (aunque lo segundo, en caso de dar lugar a conclusiones o decisiones, prefería que surgiera sólo), no era mala opción realizar la excursión de la cara norte del Vignemale y del Circo de Gavarnie con esa misma filosofía de “haremos lo que se pueda, y si no se puede –por el cansancio, o por la meteo, o por desgana, o por lo que sea-, tampoco nos tenemos por qué deprimir”. O sí, ya veremos…





Y finalmente creo que ha vuelto a salir un viaje con la misma recompensa positiva y satisfactoria aunque no excesivamente eufórica de los pocos que he hecho dentro del “paréntesis”, y que he seguido reflejando en el blog. Eso sí, con una serie de ingredientes que, aunque posiblemente me habrían admirado o resultado más inolvidables hace unos años, sí que me han dejado un poso especial, de viaje del que a la vuelta cuesta regresar mentalmente aunque ya se haya hecho físicamente.





Por un lado está, de nuevo, el Pirineo. La maravillosa e irrepetible cordillera que tantas satisfacciones me ha dado. Pero ahora, además, por la vertiente que no conocía, la norte. Y si ya tenía idealizadas estas montañas a través de mis viajes por su territorio español, ahora he vuelto a subir mi valoración de las mismas al descubrir, de nuevo, que las caras septentrionales casi siempre mejoran a las meridionales. No sólo valles transversales más largos, interminables y de laderas fuertemente desniveladas, sino sobre todo la vegetación, de nuevo, como en la Cantábrica, mucho más frondosa, de bosques inmensos y aparentemente insondables. Un lugar en el que la primavera parece eterna.





Por supuesto, están los objetos de deseo, esas formidables caras norte del Vignemale y el Circo de Gavarnie, parajes que ya eran predilectos para los pioneros del pirineísmo como Henry Russell, y que a pesar de la actual masificación turística –sobre todo en el segundo caso- siguen hoy en día pareciendo cuadros de pintura romántica con la naturaleza idealizada, decorados de películas fantásticas, escenarios idílicos, nuevo ejemplo de lo admirable de una grandeza y de una belleza que irónicamente proviene de azarosos procesos orogénicos, como mencioné en la anterior entrada sobre el Naranjo de Bulnes.





Y los otros paisajes encontrados sin sospechar su abrumadora amplitud y perfección, como el Barranco d´Ossue bajando del Refugio de Bayssellance, con su final en las impresionantes Oulettes d´Ossue. De nuevo, la sorpresa del paraje no esperado provocaba un despertar más intenso de los sentidos y emociones que, paradójicamente, en los dos lugares que tantos años llevaba deseando conocer –sin negar que la satisfacción al cumplir también con la presencia en éstos fue más que completa-.





Luego está la experiencia, el viaje, con sus vivencias y anécdotas. Por un lado, la parte montañera o senderista en sí, que a pesar de ese punto de vista de no volvernos locos por cumplir objetivos, en cualquier caso tenía su aquel en cuanto a distancia y desniveles. Al fin y al cabo, se trataba de una travesía de varios días con todo el material a la espalda, incluyendo tiendas de vivac, como de costumbre, lo que ya lleva asociado el toque aventurero que, más en un escenario como el Pirineo, siempre deja un poso de actividad exigente y memorable, aunque no haya pasos técnicamente complicados en la ruta. Y la incertidumbre de la meteorología, que de hecho limitó parte del itinerario, obligando a desechar posibles añadidos. No obstante, nos respetó lo suficiente para llevar a cabo el plan básico –otra cosa hubiera sido, y otro ánimo tendría, supongo, si lo hubiera echado a perder como en Sierra Nevada-; además de que añadió el ingrediente de las tormentas eléctricas acompañadas de granizo, una en plena noche dentro de las tiendas (que aguantaron bien) y otra durante la propia caminata, bajando del Refugio de Baysellance: más toque aventurero, más batallitas que recordar y que contar.



Como también tuvo su gracia la huida improvisada del mal tiempo en Gavarnie, a base de enlazar varios autobuses y trenes por Francia, lo que nos permitió hacer algo de “turismo express”, y también conocer esos espectaculares valles de la vertiente norte del Pirineo.



El resultado, en definitiva, fue que a la vuelta en casa, y como ya he dicho, daba la sensación de que mental y emocionalmente no había vuelto del viaje. Es más, puedo decir que el estado de ánimo tras este viaje es distinto al anterior, me siento más a gusto y positivo (sin estar ni mucho menos eufórico), habiendo dejado atrás unas semanas o meses de cierta apatía, en una época del año en la que no suelo tenerla. Puede que haya más razones aparte del viaje, supongo que hay varios eventos que se presentan en breve y en los próximos meses (de varios espero hablar por aquí) que estoy deseando que lleguen, puede que incluso el momento que vive mi equipo favorito influya, pero en cualquier caso hay un cambio en este viaje.



Lo cual me hace pensar si no habré salido ya del famoso paréntesis, sin necesidad de replanteo, o con apenas unos pequeños cambios de actitud que confirman el mismo. De alguna manera, puede que ya le haya cogido el gusto a esta nueva manera de disfrutar de la montaña, menos intensa, saboreada con menos ambición y precipitación, sin obligarme a salir pero tampoco a quedarme en casa. Simplemente, cuando apetezca. Es pronto para asegurarlo, el tiempo lo dirá. De momento, y respecto al blog, me gusta haberme librado de la mecánica de plasmar previamente los planes, con una numeración que posiblemente los convertía en fríos. En realidad, aquello surgió en parte como una especie de ironía hacia la idea de que en la vida haya que planearlo todo al dedillo, lo cual va en contra de la filosofía del escapismo; al final, partiendo de una burla, se había convertido probablemente en lo contrario de lo que pretendía expresar.



Descripción del viaje en Pirineos 3000.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Ahí sigue el Picu Urriellu, símbolo de una pasión inexplicable pero inevitable




Sus espectaculares dimensiones y su elegante belleza altiva son sólo una parte de la razón de su irresistible poder de atracción. La otra es la irrefrenable curiosidad y la ambición humana. Porque la belleza, al fin y al cabo, está en los ojos de quien la mira. Pero así lleva más de un siglo, llamando la atención de propios y extraños.



¿Y antes? Antes era parte del decorado, el telón de fondo de un escenario de duras labores ancestrales basadas en la tierra. Pequeños pueblos y aldeas de pastores, ajenos a sus verticales paredes calizas, que sólo recorrían aquellos senderos, también espectaculares y a veces difíciles, incluso mortales, que les exigía la necesidad: los que llevaban a las majadas, o a las cuevas donde guardar los quesos artesanales, o las colmenas donde se desarrollaba la miel, o las minas de carbón. Una vida ahora añorada, pero de la que entonces la mayoría deseaban escapar, si es que tenían alguna noción de que más allá existía la posibilidad de vivir mejor.



Y entonces se fijaron en aquellas montañas los que ya vivían mejor; los que, venidos de fuera, disponían del tiempo libre para apreciar en esas escarpadas formaciones una belleza que en realidad es casual, o más bien causal, mero efecto de procesos orogénicos milenarios. Y decidieron que la conquista de aquellas cumbres aparentemente imposibles era, más que un deseo emocional, casi una obligación patriótica. Nació la conquista de lo inútil, que directa e indirectamente tantas satisfacciones ha aportado a los amantes de las montañas a posteriori.



De repente, aquellos pastores de Bulnes, Camarmeña, Sotres o Caín, miraron a sus montañas de otra manera. Ya no sólo las querían por ser su sustento, sino porque podían hallar en ellas otra forma de vida. Nació así el concepto de los guías locales de montaña. Un trabajo mucho más satisfactorio y agradecido, del que obtendrían reconocimiento imperecedero: Personas que nunca habrían salido del anonimato de haber sido humildes poseedores de rebaños, ahora ocupan páginas de libros de montañismo, y tienen placas y monumentos dedicados aquí y allá.



Este verano he vuelto a acercarme al atractivo monolito, esta vez en una excursión más de senderismo tirando a turismo que en las ocasiones anteriores. Esta vez no existió la magia de la niebla ocultando su figura hasta el momento de estar a sus pies, con el posterior descubrimiento impresionante in situ, ni la sensación de aventura en largas travesías con poca gente con la que cruzarnos, sino que vimos el Naranjo desde el primer momento, cambiando la panorámica a medida que nos acercábamos -lo cual también tiene su atractivo, pero no magia-, y además formábamos parte de una romería de curiosos. Desde luego, las sensaciones no son las mismas, ni de lejos. Ya lo he dicho más veces: Es llamativo hasta qué punto puede cambiar la percepción en un mismo escenario, por mítico que éste sea, si la obra interpretada es distinta.



Lo interesante en esta ocasión ha sido acompañar el viaje de la lectura del libro “Las historias del naranjo de Bulnes” de Francisco Ballesteros Villar, para captar el significado histórico de la relación entre el hombre y El Picu, y mirar de otra manera su figura desde los distintos miradores de alrededor. Un libro muy interesante y muy bien escrito, quizá no especialmente emocionante debido a la abrumadora acumulación de datos, nombres de protagonistas y sus familiares, pero que sin duda aporta perspectivas reveladoras que ayudan a aceptar - ya que no a comprender del todo, a ojos de los ajenos al alpinismo- el por qué de una pasión tan inexplicable y al mismo tiempo tan inevitable, tan definitoria del carácter del ser humano en el que nos hemos ido convirtiendo, con todo lo positivo y todo lo negativo que eso implica.



Y mientras tanto, El Picu sigue ahí. Si pudiera pensar, seguramente no sabría explicarse el por qué de tantos miles de años ignorado, y de repente en apenas cien verse jalonado de seguros que marcan sus decenas de vías, huellas de la ambición de un ser que antes se ocupaba de otras cosas...