viernes, 27 de junio de 2014

Relectura de La viuda del Eiger


Este año, por diversas circunstancias, me ha venido bien tomar la costumbre de leer libros de relatos cortos. El primer caso ya lo mencioné hace unos meses, tratándose entonces más bien de un libro de entradas de diario sobre andanzas por la Sierra de Guadarrama (Apuntes al oeste de Guadarrama, de Alberto Martín Baró). Luego he releído varios libros, de entre los cuales el más apropiado para tratar aquí es la recopilación de narraciones de “montaña – ficción” realizada por varios autores y titulada La viuda del Eiger, editada por Desnivel hace ya siete años.

No sé exactamente cuántos años han pasado desde la primera vez que lo leí, pero serán alrededor de cinco. Es curioso cómo en ese tiempo ha cambiado mi valoración sobre varios de los relatos. Por ejemplo, “El hombre de las nieves” (que poco tiene que ver con El Yeti), de Alberto Martínez Embid y Marta Iturralde, que en la primera lectura me desagradó por lo violento de los hechos finales, ahora me ha parecido de los mejores del libro: He captado su acertada combinación de autenticidad y romanticismo a la hora de trasladar una leyenda tradicional (cuyos hechos no deben ser cambiados) a la narración realista, sin perder el halo de cuento y misterio que subyace en la historia inspiradora, y me parece que transmite muchísima credibilidad y emoción. Sin duda, imaginar el paisaje circundante del Portillón de Benasque, mapa en mano, ayuda a evocar un escenario perfecto para una historia al mismo tiempo tan agreste (en todas sus acepciones) y de ambiente idílico y liberador. Esa traslación al paisaje hace que la leyenda parezca aún mucho más apegada al lugar al que pertenece, y se saboree mejor.

También me ha gustado más que la primera vez “Sambo de la Santa Rosa, la leyenda del Aconcagua”, de César Pérez de Tudela; Entonces me pareció un relato algo seco, como que le faltaba algo, y ahora me ha parecido que cuenta todo lo que tiene que contar para, como en el anterior, evocar un lugar y el carácter modelado por dicho lugar; Es una narración muy auténtica, emocionante y agridulce. Y otro que me ha dejado mejor sabor de boca en esta segunda lectura es “El batallón”, de Alejandro Cartujo; quizá entonces me resultó más obvio (para quienes amamos la montaña y hemos sentido algo especial haciendo cima en algunas montañas), pero ahora me ha gustado lo creíble que resulta la traslación a tantos siglos atrás, y desde esa perspectiva me ha resultado emotivo tratar de entender las emociones –para ellos inéditas- mostradas por los protagonistas.

Entre los que me han gustado algo menos que aquella primera vez están “La montaña blanca”, de Antxon Iturriza, que quizá no sorprende tanto una vez que conoces la idea, y entonces sí aparece la obviedad a la que me refería en el anterior caso; eso sí, me sigue encantando el final. O “Érase una vez una cabra”, de Paco Aguado, casi meramente humorístico y que esta vez no me ha hecho tanta gracia. O “El único dios”,  de nuevo de Antxón Iturriza, cuyo planteamiento y sentido del humor me ha vuelto a resultar brillante, pero cuyo desenlace me ha parecido que desaprovecha lo anterior; además de que, puestos a hacer una metáfora divertida y crítica entre el fútbol y la religión, le da mil vueltas “Aquel santo día en Madrid” de José Luis Sampedro, que también he releído hace poco en otro libro recopilatorio de narraciones breves (Cuentos de fútbol).

También me ha llamado algo menos la atención “Una montaña llamada Eiger”, interesante pero casi meramente descriptiva narración de una ascensión real del autor, Juanjo Zorrilla, que en cualquier caso no deja de apuntar detalles curiosos y alguna reflexión aprovechable. “Montañas bajo par” de Luis Covaleda es un loable artículo crítico de defensa medioambiental, pero nada mas (entidad literaria, la justa –para mi gusto-). En “Nuestra pequeña república” Ferrán Latorre se pasa –de nuevo para mi gusto- de referencias cultas, aunque tiene sus momentos buenos.

Los que me han dejado similar impresión a la anterior lectura son tres de mis cuatro ahora favoritos (junto con “El hombre de las nieves”), y esto tiene especial valor, porque cuando dos lecturas separadas en el tiempo te gustan de manera similar y de forma muy positiva, la valoración creo que aumenta en el propio hecho de no perder ni un ápice de interés. Éstas son la melancólica “Dulce perfume de soledad”, de Eduard Sallent, la agria y lúcida fantasía que da título al libro, “La viuda del Eiger”, de David Torres, y, sobre todo, el excelente alegato medioambiental “El paisaje perdido”, -esta vez sí- de gran elaboración literaria, inteligente, agudo y afilado pero elegante, irónico, y en forma de pesadilla soñada por alguien –Eduardo Martínez de Pisón- que logra transmitir el dolor ante la destrucción de un paisaje tan amado que aquella se siente como una herida en la propia piel.

miércoles, 18 de junio de 2014

Viviendo o escapando o viviendo o escapando o viviendo o…

Dos meses y medio después del último post (creo que la inactividad más prolongada del blog), casi da la sensación de que dicha entrada era una despedida, y de hecho su contenido parece sugerir tal cosa, que yo recuerde sin pretenderlo (al menos conscientemente). En medio de las metáforas, sólo me faltaba hablar de cerrar el telón…

Había entrado progresivamente en una etapa similar a la del paréntesis o replanteo de hace dos años, pero esta vez de manera más paulatina, más prolongada, y al mismo tiempo menos reflexionada, menos traumática. De hecho, como decía al final del último post, ya no me hacía tanta falta salir a la montaña, ni cuando lo hacía me aportaba tanto, pero sin melancolías, vaya.

La cosa ha sido un poco más general, no era sólo cuestión de las formas de escapismo. Ha sido más bien al contrario: había que aceptar ciertas realidades, en cierto modo incompatibles con la idea de escapar…

…y sin embargo, el niño que uno lleva dentro volvía a pedir escapar… y escapaba ¿Cómo ha sido esta vez? De una manera seguramente más banal, en mi opinión; ya la mencionaba también en esa última frase del último post: El fútbol… El Atleti…

Es curioso, porque en cierta ocasión mencioné, en otra antigua entrada, que aquel chaval que fui y que habría querido ver a España ganar un Mundial, ya no estaba dentro de mí cuando al fin se logró aquella victoria histórica en 2010. Este año 2014, con muy diferentes circunstancias, he sentido renacer en mí a aquel chaval… pero me he (se ha) quedado con las ganas de ver lo que tantas veces soñé - soñó (aun tomándolo por un imposible): Al eterno equipo “a la sombra”, motivo de las burlas de la mayoría de los compañeros de clase en el colegio, en el lugar que, sin embargo, seguirá siendo una Ítaca para los indios vaya usted cuántos años más… Y eso es lo más doloroso: Los años, el tiempo. Un hecho así sólo puede hacer sentir lo que es la duración de la vida a los que somos del Atleti. Mi padre vio la primera final en directo en Bruselas el año en que se iba a casar con mi madre. ¿Dónde estaré yo en la tercera oportunidad (si es que vuelve a haberla)?

Pero lo más triste y absurdo de todo es lo mismo que menciona Paúl en la, también, última entrada de su blog: ¿Qué vacío hay en mi vida para que una de las mayores alegrías de los últimos años me la de un título de liga de jurgol (bueno, sí, el título seguramente más épico y meritorio de la historia del Atleti) y, apenas una semana después, ocurra exactamente lo contrario? La lección parece estar aprendida, porque en estos momentos del mundial de Brasil no me queda apenas afectividad por lo que le pase a “la roja”. El chaval dentro de mí salió echando leches después del gol de Sergio Ramos…

En el fondo, en lo más simple y básico, no sé si hay mucha diferencia con el montañismo. Parecen formas de escapar de la realidad, de cambiar vida por evasión. Y en esa disyuntiva, título de éste blog, uno empieza a tener más claro que al final la opción seguramente más acertada es la que menos justificaría la existencia del blog, y más su final.

Pero ahora las circunstancias en las cuales escribí la ya penúltima entrada han vuelto a cambiar, y algo me impulsa a querer volver a escapar para tener más ganas de vivir. Vamos, que la paradoja no tiene fin.