miércoles, 26 de septiembre de 2012

Norah Jones dejó cerca de 2000 little broken hearts en Madrid

Podría parecer un beato recopilando milagros, cosa que no pretendo precisamente, pero el caso es que tras haberme referido la semana pasada al de The Flower Kings, ahora tengo que hacerlo con el no menos deslumbrante de Norah Jones, aunque en este caso es de otro tipo. Si en aquel hablamos de un grupo sueco que por su originalidad, complejidad de estilo y estructuras y total indiferencia a las modas, resulta un privilegio poder haberlo visto en directo en una pequeña sala junto a apenas 200 personas o menos, en el caso de la estadounidense habría que recurrir a la explicación divina no sólo para entender de dónde saca su capacidad para transmitir tanta emoción, sino para lo contrario que ocurre con The Flower Kings: que alguien del nivel de talento, calidad, calidez, belleza artística, autenticidad y buen gusto de Norah venda millones de discos en todo el mundo. Lo cual es triste que resulte milagroso, porque debería ser la norma, pero ya sabemos cómo funciona la industria discográfica actualmente, y son pocas las excepciones como la suya.

Como si fuera una especie de señal celestial del advenimiento del suceso, la tarde del domingo 23 de septiembre llegó a Madrid el otoño meteorológico, casi puntual a la cita con su homónimo astronómico, el mismo día que la música de dominante melancolía otoñal de Norah Jones tenía audiencia con el público de la misma ciudad. A la lágrima que cae de su apellido en la portada del disco que la artista venía a presentar, “Little Broken Hearts”, se unían de esta manera las primeras gotas de lluvia que veíamos en prácticamente dos meses por la capital.

No fue mucha la gente que necesitó refugiarse a la entrada del Palacio de Congresos del chaparrón previo a la actuación del –aquella tarde- dúo de Cory Chisel and The Wandering Sons, pues fuimos más bien pocos los que acudimos a tiempo de disfrutarla. Los que no fueron no se perdieron algo especialmente original, pero tampoco precisamente habitual en el contexto musical actual: Un concierto acústico de rock folk de lo más clásico y típico pero también auténtico, interpretado con solvencia, sencillez y genuina calidez por parte tanto de Chisel como de Adriel Harris. Un aperitivo idóneo para lo que estaba por llegar.

Y llegó. Toda mi curiosidad ante un tipo de concierto que, en general, estilísticamente difería bastante de casi cualquier actuación musical que hubiera visto antes, iba a ser satisfecha. Y desde el comienzo, desde el primer compás, me sentí totalmente conectado con la música. No era para menos, pues el repertorio empezó con “What Am I To You?”, perteneciente a la etapa inicial de Norah –que es la que prefiero-, la acústica era absolutamente impecable, y la interpretación del grupo compacta, elaborada, perfecta, rebosante de calidad y de gancho, dándole además a esta canción un matiz rítmico diferente de la versión de estudio, más marcado y sugerente. La cosa prometía.

Siguieron el tema homónimo del último disco, así como el también perteneciente al mismo “Say Goodbye”, iniciando un repaso bastante amplio a éste álbum, que junto a algunas canciones del anterior “The Fall”, de similares derroteros pop-rock, alternaron con algunos de los temas de los primeros años, más arraigadas en estilos más primigenios como el blues o el jazz. No es que no me gusten los dos últimos discos, de hecho, y salvo algunas canciones concretas, me han acabado gustando prácticamente tanto como los anteriores, pero si algo tengo que reprochar de la actuación fue el ligero desequilibrio del repertorio en ese sentido, lo que también podría haberse arreglado con algo que también me habría gustado: que hubiese durado más. Pero el hecho es que lo presenciado en cualquier caso acabó resultándome tan sublime que incluso este reproche me suena inconveniente o injusto.

Precisamente la alternancia de temas de diferentes discos permitió que el colorido y el contraste hiciesen resaltar más cada canción. Los temas lentos, envolventes y atmosféricos de la última época, como “Take It Back”, “After the Fall”, “All A Dream” o “Miriam” creaban una sensación sobrecogedora gracias a una elaboración instrumental de sonido alucinante por parte de la banda. Los más rítmicos como “Happy Pills” o el antes mencionado “Say Goodbye” ayudaban a subir el ánimo. Y en medio de aquello, los más directamente relacionados con el jazz, el blues o el country, como “Lonestar”, resultaban especialmente emotivos. Debo decir que yo percibía una clara diferencia en éstos últimos; lo que se estaba transmitiendo desde el escenario en esos momentos parecía llevar una carga extra de arte y de romanticismo, obviamente mucho más directamente arraigada en la historia de la música. En medio de eso, con todos mis respetos, escuchar “Chasing Pirates”, sin desagradarme, me dejaba un pelín frío. Un adecuado respiro para las emociones, eso sí.

Pero si hubo un momento que quedará grabado para siempre en mi memoria, con una intensidad emocional superior al resto, fue sin duda cuando Norah se sentó al piano y, sin acompañamiento alguno por parte de la banda, se quedó sola con sus arpegios y su irrepetible voz. Es increíble que sin el virtuoso acompañamiento instrumental del que estábamos disfrutando previamente, ella sola consiguiera llenar aun más todos los espacios, los físicos y los interiores. Instantes de puro embelesamiento, de magia, en los que se mezclaban con armonía la serenidad, la dulzura, la sensualidad. No recuerdo haber vivido un momento comparable en ninguna actuación en directo; de hecho, es aquí donde uno se alegra de tener un blog, porque de otra manera me sonrojaría al reconocer en persona que se me llegaron a humedecer los ojos.

Como ya he dicho, al talento innato inexplicable e indescriptible –y por eso me abstengo de detallarlo técnicamente- de Norah, se unía una calidad instrumental de altísimo nivel por parte de la banda que la acompañaba. Aunque no se trate de estructuras compositivas de la complejidad de los antes mencionados The Flower Kings –por poner un ejemplo-, todo el cuerpo y aderezo de las canciones estaba repleto de virtuosismo. El baterista Greg ´G Wiz´ Wieczorek tenía un sentido del ritmo apabullante; casi parecía bailar, más que tocar la batería. Del bajista Josh Lattanzi basta decir, para detallar su nivel, que durante buena parte del repertorio tocó el contrabajo, en alguna ocasión incluso con arco. Jason Abraham Roberts se pasó el 90% demostrando cómo un guitarrista puede ser brillante limitándose a servir sólo al resultado general del sonido y no a su propio lucimiento, con todo tipo de recursos técnicos de acompañamiento y de condimento, pero en el 10% restante también dejó clara su capacidad individual, por ejemplo durante el espectacular solo que engrandeció la canción “Stuck”. Algo similar puede decirse del teclista Pete Remm, que tanto al piano como al Hammond aportó altas dosis de colorido con igual grado de dominio. Por otro lado, que en medio de tal nivel académico instrumental, un papel relativamente menos vislumbrante por parte de Norah, como es la guitarra eléctrica, no desentonase en absoluto, y de hecho aportase al sonido general un sonido tan equilibrado como el resto, es de un mérito incuestionable.

Algunas de las canciones de Norah que en estudio apenas están adornadas con muy vagos detalles instrumentales individuales, en directo adquieren un carácter más propiamente rock. Lo que muchos grupos ya sacan a relucir en los álbumes, la banda de Norah lo deja reservado para estas ocasiones. Una apuesta acertada, porque el valor compositivo de las canciones ya tiene fuerza por sí mismo como para llenar el disco –siempre con el incuestionable protagonismo de la voz de Norah-, además de que es un estilo que brilla por su sencillez instrumental, que casi siempre huye de la pomposidad o de los artificios; al mismo tiempo, eso hace que la intensidad superior requerida en un directo se pueda aumentar gracias a esos añadidos. Por otro lado, es interesante el cambio de sonido de algunos temas. En ese sentido, si hubo uno que me sorprendió gratamente fue “Sinkin´ Soon”; porque la ausencia sobre el escenario del trombón podía haber augurado una ligera decepción, y sin embargo los estupendos solos de Remm al órgano Hammond –con unos fantásticos juegos rítmicos iniciales- y de Roberts a la guitarra le dieron un aire igualmente lustroso.

Por si era necesario demostrar que la calidad del grupo - incluyendo por supuesto la de su razón de ser que es Norah Jones- es natural y verdadera, los bises no precisaron de sonido de mezcla, pues fueron interpretados por los cinco músicos ante un único micrófono que recogió la acústica real de instrumentos tradicionales, así como la voz y coros. De esta guisa tan auténtica sonaron los fundamentales “Sunrise”, “Creeping ´In” y “Come Away With Me”, para poner un acertado colofón a un concierto inolvidable.

Luego vendrían los comentarios “tiquismiquis”, que ninguno pudimos evitar; que si el reparto del canciones elegidas no fue equilibrado, que si se había dejado esta o aquella, que si se había hecho corto, etc. Pero lo cierto es que sabíamos que lo presenciado había sido irrepetible. Y que, en mi caso, probablemente había sido un concierto que acababa de marcar para siempre mi percepción de la música y mis gustos. Así que hay que reconocer que, en el fondo, lo que más nos desagradaba al salir del concierto es que se hubiera acabado: que después de habernos enamorado, Norah nos abandonase dejándonos con nuestros little broken hearts...

miércoles, 19 de septiembre de 2012

The Flower Kings en directo, el privilegio de vivir una irrepetible entrega romántica

En un panorama musical - comercial basado en fórmulas rápidas y sencillas, amén de la imagen y la publicidad, el hecho de que sigan existiendo grandes músicos que seguramente podrían ser millonarios si hubiesen optado por la vía del éxito, pero que han preferido dedicarse a un estilo que ni tiene el reconocimiento cultural del jazz ni el tirón mediático del rock o del pop más directos (o ni siquiera el de la eterna alternativa del metal), es un mérito incuestionable, una prueba de verdadero amor desinteresado del artista por lo que hace, y finalmente, y más en los tiempos que corren, una especie de pequeño milagro.

Si un grupo sueco formado por este tipo de músicos viene a una ciudad como Madrid, maltratada en cuanto a salas de conciertos, a tocar frente a una audiencia de apenas unas 200 personas, el formar parte de ese público desde casi la primera fila es un auténtico privilegio. Si la actuación sale según lo esperable en una banda como The Flower Kings, como de hecho ocurrió, las dos horas del show se convierten en un viaje musical en el que el virtuosismo y el arte fluyen con tal armonía que ni el elevado alucine ante la dificultad de lo presenciado tiene más fuerza que la sensación de plenitud ante la inolvidable experiencia.

No es el típico exhibicionismo técnico para lucimiento de los músicos, es pura calidad técnica y entrega emocional al servicio de la realización artística: no son héroes del rock para figurar en un póster, son altruistas que sirven de medio para que la música fluya.

Quizá por eso, no resulta raro ver a los miembros de The Flower Kings departir con total naturalidad, sin atisbo de ínfulas de estrellas, con la gente, antes, después e incluso durante la actuación, entre canción y canción. Sencillamente, hacen lo que les gusta, y se sienten tan agradecidos al relativamente escaso público que se lo permite, como éste a ellos por permitirnos disfrutar de noches como la del 11 de septiembre de 2012.

Para abrir apetito y crear el ambiente atmosférico y relajado que requiere el rock progresivo al estilo clásico, el teclista Lalle Larson, amigo y compañero de aventuras musicales de miembros de The Flower Kings en proyectos como Karmakanic o Agents of Mercy, obsequió a la audiencia con un aperitivo a base de versiones al piano de algunos de sus temas. Ya escuchando algunos discos de los proyectos mencionados me parecía un auténtico fuera de serie, prácticamente del nivel de Jordan Ruddes, pero en directo me lo dejó aun más claro. Él sólo, sin acompañamiento alguno, mostró durante unos veinte minutos su arte y su virtuosismo. Bien es cierto que la falta de acompañamiento hacía que la muestra no fuera plena, en mi opinión, pero el mérito por su parte era evidente, y el agrado que causó, aun mayor.

Quizá con menos tiempo por delante –a priori- de lo que habríamos esperado para una actuación de The Flower Kings, los suecos aparecieron ataviados del naranja dominante en el diseño de su último disco –por ejemplo en el vestido de la especie de divinidad de la portada-, con el aire hippie del que han hecho gala tan a menudo, aunque en este caso dando la ocasión de imaginar a algún ingenioso crítico musical que estábamos ante la versión musical y sueca de La Naranja Mecánica, no en alusión a la película de Stanley Kubrick, sino a la selección holandesa de fútbol en la época de Cruiff.

El mal presagio inicial de la guitarra del gran Roine Stolt que se negaba a sonar no se cumplió, y mientras el teclista Tomas Bodin alargaba con profesionalidad la introducción con el resto de la banda manteniendo el tipo, asistíamos al preludio de un concierto cuya calidad de sonido fue prácticamente perfecta de principio a fin, burlando con autoridad al más acérrimo de los supersticiosos.

El repertorio comenzó con un “Numbers” que pasó de la sobriedad que aparenta en el último disco (“Banks of Eden”) a convertirse en directo en una monumental demostración de energía envolvente durante sus 25 minutos de duración; todo sonaba perfecto y en su justa medida: la potencia de los riffs de hard rock, y la sutileza de las partes más tranquilas, bajo un ritmo constantemente atractivo. Le siguió mi favorita del mismo álbum, “For the Love of Gold”, que quedó impecable, como casi todo.

El espectacular bajista Jonas Reingold improvisó su técnica en un vistoso duelo con el nuevo batería, Felix Lehrmann, muy bueno, aunque para mi gusto es mejor no compararlo con los extraordinarios percusionistas que ha tenido la banda en anteriores etapas (incluído el eventual Pat Mastelotto). Luego sonó la preciosa y progresiva composición instrumental de Bodin, “Babylon”. Ya estábamos flotando entre las notas.

Hubo momento para algún tema de duración más convencional, como “What if God is Alone”, donde Hasse Fröberg mostró su habitual emotividad como vocalista, seguido de otro que en su versión original habría ocupado bastantes más minutos, y así habría deseado que fuera, pero que es habitual que el grupo interprete sólo en su tercera parte, el magistral “Stardust We Are”, y cuyo final épico fue sencillamente sublime.

Más complejos y cañeros fueron los siguientes, que sonaron fusionados en un acertado medley, los geniales “Last Minute on Earth” e “In the Eyes of the World”. Subidón cuando el teclado a lo xilófono de Bodin anunció el comienzo de “The Truth Will Set you Free”, cuya introducción instrumental y primeras estrofas cantadas me parecieron de lo mejor de la noche; bien es cierto que volvió a faltar parte de la canción original, y que por el contrario incluyeron una improvisación hard rockera bastante cañera con Bodin en plan órgano Hammond cuyo sonido la verdad es que no acabó de convencerme en comparación con lo que esperaba. Curiosamente, me dio la sensación de que Roine Stolt también se vio sorprendido en ese cambio, y no me queda claro si fue por despiste o porque el resto del grupo le tendió una trampa – broma (de estos músicos me espero cualquier cosa).

Tras cerrarse el set principal con la última canción del disco básico de “Banks of Eden”, “Rising the Imperial”, que nuevamente ganó enteros en directo, con una emotividad que en estudio no funciona igual de bien, “los bises” estuvieron enteramente copados por otra joya de la primera época del grupo, “I Am the Sun”. Un gran colofón.

Hecho el resumen de lo acontecido sobre el escenario, he querido dejar para el final lo más difícil: tratar de explicar como buenamente pueda lo que The Flower Kings transmiten en directo. Ahí es nada. Para empezar, este grupo no sólo hace cierta la idea de que los mejores músicos son los que mejoran en directo, sino que llevan la diferencia con los discos de estudio un paso –o varios- más allá. Siendo prácticamente todos sus álbumes de una calidad de notable para arriba, lo que se puede percibir en vivo con estos tipos no se puede llegar a imaginar ni siquiera viendo sus DVDs grabados en directo. Hay que estar ahí. La atmósfera envolvente de energía, armonía y calidad técnica que crean es realmente apabullante. Hasta el punto de que la sensación me parece difícilmente comparable con otras bandas (y lo digo habiendo visto a Yes, a Jethro Tull, a Transatlantic, a Spock´s Beard o a Dream Theater). No digo que tengan el mejor directo, digo que es un directo único, de una fuerza especial, difícil de explicar.

La sensación se llega a convertir en alucinante en momentos en los que uno puede escuchar perfectamente todos y cada uno de los instrumentos por separado, comprobando montones de detalles de calidad de cada uno de ellos, e inmediatamente volver a poner la atención en el resultado conjunto, que prácticamente nunca deja de ser de una coordinación y perfección absolutas. Todo ello hablando de estructuras especialmente complejas, auténticos retos para los músicos. Pero lo flipante es que al mismo tiempo el sonido resulta de una autenticidad tremendamente atractiva, más propia de bandas más directas o con menor elaboración y complejidad. Rompen en pedazos la idea de que la perfección técnica puede resultar fría, falta de alma (cosa que me pasó, por ejemplo, la primera vez que vi a Symphony X). Los momentos en los que esto más se percibe son las frecuentes partes lentas –legado principalmente pinkfloydiano-, que pueden ir desde la más sutil delicadeza marcada por ritmos y atmósferas hipnotizantes, hasta fases verdaderamente épicas y potentes, de una fuerza y energía propias de ritmos más cañeros. Nunca he escuchado en directo a un grupo que domine esas partes lentas con tal autoridad y poder de sobrecoger al público, es sencillamente alucinante. Por otro lado, si la inmensa mayoría de bandas de rock dedicara tantos minutos a secciones lentas tan alargadas, seguramente aburrirían al personal antes de la tercera canción. Con The Flower Kings ocurre al revés, la intensidad va en aumento.

Tampoco faltan partes más dinámicas, incluso potentes riffs de hard rock o incluso de intensidad cercana al metal, pero sin aparentar ser metal; es difícil de explicar. Lo cierto es que este concierto en concreto me resultó bastante cañero por momentos, más de lo que imaginaba en este grupo. O vistosos cambios de ritmo progresivos, de esos que levantan el ánimo al tiempo que provocan admiración por la dificultad. Aunque en general se decantan por las sutilezas, por la elaboración cuidada pero sin aspiración de aparentar malabarismos autocomplacientes. Está todo muy bien medido. Al gran sonido general logrado por las destacadas bases rítmicas y las guitarras se añaden constantes elementos de aderezo al servicio del resultado general y no de si mismos, como logra Tomas Bodin con su Moog y demás teclados, añadiendo preciosas y luminosas notas de color y magia aquí y allá.

Por supuesto, mención aparte merece esa guitarra humana llamada Roine Stolt, pues el músico es, en este caso como en pocos, la verdadera alma del instrumento. Es impresionante verle sentir cada solo que ejecuta, cada nota y cada matiz que pulsa con sus dedos, e incluso la elegancia armónica con la que mueve los pies para ajustar los pedales. Es como si la música fuese un fluido perdido en el espacio que de repente encontrara en el trinomio Stolt-guitarra-pedales una de sus formas de expresión más emotivas para materializarse sin perder su esencia antes de llegar a los oídos del público. De nuevo, una cuestión que aunque no reniegue precisamente de la calidad y la perfección técnica, es sobre todo de sentimiento. Pero difícilmente encontraremos guitarristas al mismo tiempo tan emotivos y virtuosos. Se suele hablar del ejemplo de Jimmy Page de Led Zeppelin, que siempre ha tenido una técnica poco depurada pero un gran sentimiento que le ha permitido lograr grandes interpretaciones. Stolt tiene ambas cosas a un nivel elevadísimo, y me da que a la primera ha llegado partiendo del segundo. El resultado, unos solos tanto distorsionados como limpios que sencillamente dejan embobado al escuchante, tanto si éste está tratando de analizar la técnica, como si simplemente se está dejando llevar por la magia.

Dicho todo lo anterior, aun debo matizar que un servidor tenía, durante el concierto y tras haber finalizado éste, la sensación de que el valor objetivo de lo que había presenciado estaba algún punto por delante de lo que yo había sido capaz de asimilar y disfrutar. Al principio me dije que podía ser cuestión del repertorio, que me gustó bastante pero que con mis propios gustos podría haberme resultado más satisfactorio (en el fondo yo me decanto más por temas instrumentalmente vistosos y malabarísticos como “Circus Brimstone”, “Road to Sanctuary” o “One More Time” que por los aparentemente sobrios y los lentos, aunque no dejó de haber de todo). Puede ser, y puede ser que esperase un concierto más largo, o que haya otros factores que me hayan influido para que aquella noche mi emotividad estuviera menos receptiva, o vete tú a saber. Pero tal vez sea, simplemente, que lo vivido fue tan sublime, dentro de la complejidad, rareza y originalidad del grupo, que uno no esté preparado para sentir esto con la misma intensidad que cosas de similar nivel de calidad pero algo más convencionales, como algunos de los grupos mencionados antes.

En cualquier caso, y tras más de cuatro páginas de intentar explicar lo que me pareció el concierto, la conclusión es que para entenderlo sólo vale presenciar en persona a un grupo tan irrepetible como The Flower Kings. No sé si lo dicho aquí hace justicia a estos músicos, o si tal vez es exagerado. Sea lo que sea, creo que nunca estarán lo suficientemente reconocidos, ni siquiera después de 18 años de historia a sus espaldas o, en el caso de Stolt, nada menos que 38 desde que impulsara a los clásicos Kaipa. Mi único deseo es que el milagro -de puro amor al arte- de que sigan existiendo como grupo, se siga prolongando en el tiempo y nos traiga nuevas entregas románticas.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Primer contacto con el Pirineo Francés: ¿El final del paréntesis?






Nunca imaginé, cuando me vi en medio del bajón montañero confirmado con el plan frustrado de Sierra Nevada -sobre lo que sugerí aquí un posible replanteo-, que antes de haber visto clara la salida de ese paréntesis, materializaría uno de los viajes que más he deseado por el Pirineo en los últimos años, si no el que más: el que me permitiera conocer al fin la vertiente francesa, y en especial sus dos caras norte probablemente más famosas, la del Vignemale y el circo de Gavarnie, que desde que había visto en fotos añoraba contemplar con mis propios ojos.





Cuando agosto ya estaba encima, tuve en cualquier caso que pensar en cómo aprovecharía las vacaciones, y entonces recordé el viejo plan. Pero no me parecía que realizarlo en una etapa en la que ya no disfrutaba tanto de la montaña como en temporadas anteriores, fuese precisamente la mejor manera de cumplir un sueño de aquellas temporadas. Aunque tampoco podía saber en qué año volvería a tener aquella misma motivación (si es que regresaba). Incluso bien podía ser precisamente ese viaje el que cerrara el paréntesis, en un sentido o en otro (vuelta a los viejos tiempos, o confirmación de que tengo que buscarme otras actividades nuevas).





Lo cierto es que, desde que me planteé el paréntesis, había reducido con mucho mi ambición montañera; ya no me preocupaban tanto las cimas, bajé claramente la frecuencia de las excursiones, y procuré que éstas fueran más o menos asequibles y sobre todo tranquilas y contemplativas, más que deportivas. Y por un lado había aprendido a no estresarme sobre si me apetecía o no salir a la montaña, sintiéndome mucho menos obligado, al tiempo que aguafiestas como la meteorología adversa o los compromisos ya no me provocaban prácticamente quebraderos de cabeza; por otro las pocas excursiones que hacía las disfrutaba sin alardes de experiencia inolvidable, lo cual también me agradaba en parte al no esperar de antemano las emociones de años anteriores (disfrutar serenamente y punto); pero por otro lado no podía obviar que sentía que me faltaba algo, puesto que la montaña había sido un impulsor de mi estado de ánimo durante muchos años.





En ese contexto de lo que he llamado “el paréntesis” o “el replanteo” (aunque lo segundo, en caso de dar lugar a conclusiones o decisiones, prefería que surgiera sólo), no era mala opción realizar la excursión de la cara norte del Vignemale y del Circo de Gavarnie con esa misma filosofía de “haremos lo que se pueda, y si no se puede –por el cansancio, o por la meteo, o por desgana, o por lo que sea-, tampoco nos tenemos por qué deprimir”. O sí, ya veremos…





Y finalmente creo que ha vuelto a salir un viaje con la misma recompensa positiva y satisfactoria aunque no excesivamente eufórica de los pocos que he hecho dentro del “paréntesis”, y que he seguido reflejando en el blog. Eso sí, con una serie de ingredientes que, aunque posiblemente me habrían admirado o resultado más inolvidables hace unos años, sí que me han dejado un poso especial, de viaje del que a la vuelta cuesta regresar mentalmente aunque ya se haya hecho físicamente.





Por un lado está, de nuevo, el Pirineo. La maravillosa e irrepetible cordillera que tantas satisfacciones me ha dado. Pero ahora, además, por la vertiente que no conocía, la norte. Y si ya tenía idealizadas estas montañas a través de mis viajes por su territorio español, ahora he vuelto a subir mi valoración de las mismas al descubrir, de nuevo, que las caras septentrionales casi siempre mejoran a las meridionales. No sólo valles transversales más largos, interminables y de laderas fuertemente desniveladas, sino sobre todo la vegetación, de nuevo, como en la Cantábrica, mucho más frondosa, de bosques inmensos y aparentemente insondables. Un lugar en el que la primavera parece eterna.





Por supuesto, están los objetos de deseo, esas formidables caras norte del Vignemale y el Circo de Gavarnie, parajes que ya eran predilectos para los pioneros del pirineísmo como Henry Russell, y que a pesar de la actual masificación turística –sobre todo en el segundo caso- siguen hoy en día pareciendo cuadros de pintura romántica con la naturaleza idealizada, decorados de películas fantásticas, escenarios idílicos, nuevo ejemplo de lo admirable de una grandeza y de una belleza que irónicamente proviene de azarosos procesos orogénicos, como mencioné en la anterior entrada sobre el Naranjo de Bulnes.





Y los otros paisajes encontrados sin sospechar su abrumadora amplitud y perfección, como el Barranco d´Ossue bajando del Refugio de Bayssellance, con su final en las impresionantes Oulettes d´Ossue. De nuevo, la sorpresa del paraje no esperado provocaba un despertar más intenso de los sentidos y emociones que, paradójicamente, en los dos lugares que tantos años llevaba deseando conocer –sin negar que la satisfacción al cumplir también con la presencia en éstos fue más que completa-.





Luego está la experiencia, el viaje, con sus vivencias y anécdotas. Por un lado, la parte montañera o senderista en sí, que a pesar de ese punto de vista de no volvernos locos por cumplir objetivos, en cualquier caso tenía su aquel en cuanto a distancia y desniveles. Al fin y al cabo, se trataba de una travesía de varios días con todo el material a la espalda, incluyendo tiendas de vivac, como de costumbre, lo que ya lleva asociado el toque aventurero que, más en un escenario como el Pirineo, siempre deja un poso de actividad exigente y memorable, aunque no haya pasos técnicamente complicados en la ruta. Y la incertidumbre de la meteorología, que de hecho limitó parte del itinerario, obligando a desechar posibles añadidos. No obstante, nos respetó lo suficiente para llevar a cabo el plan básico –otra cosa hubiera sido, y otro ánimo tendría, supongo, si lo hubiera echado a perder como en Sierra Nevada-; además de que añadió el ingrediente de las tormentas eléctricas acompañadas de granizo, una en plena noche dentro de las tiendas (que aguantaron bien) y otra durante la propia caminata, bajando del Refugio de Baysellance: más toque aventurero, más batallitas que recordar y que contar.



Como también tuvo su gracia la huida improvisada del mal tiempo en Gavarnie, a base de enlazar varios autobuses y trenes por Francia, lo que nos permitió hacer algo de “turismo express”, y también conocer esos espectaculares valles de la vertiente norte del Pirineo.



El resultado, en definitiva, fue que a la vuelta en casa, y como ya he dicho, daba la sensación de que mental y emocionalmente no había vuelto del viaje. Es más, puedo decir que el estado de ánimo tras este viaje es distinto al anterior, me siento más a gusto y positivo (sin estar ni mucho menos eufórico), habiendo dejado atrás unas semanas o meses de cierta apatía, en una época del año en la que no suelo tenerla. Puede que haya más razones aparte del viaje, supongo que hay varios eventos que se presentan en breve y en los próximos meses (de varios espero hablar por aquí) que estoy deseando que lleguen, puede que incluso el momento que vive mi equipo favorito influya, pero en cualquier caso hay un cambio en este viaje.



Lo cual me hace pensar si no habré salido ya del famoso paréntesis, sin necesidad de replanteo, o con apenas unos pequeños cambios de actitud que confirman el mismo. De alguna manera, puede que ya le haya cogido el gusto a esta nueva manera de disfrutar de la montaña, menos intensa, saboreada con menos ambición y precipitación, sin obligarme a salir pero tampoco a quedarme en casa. Simplemente, cuando apetezca. Es pronto para asegurarlo, el tiempo lo dirá. De momento, y respecto al blog, me gusta haberme librado de la mecánica de plasmar previamente los planes, con una numeración que posiblemente los convertía en fríos. En realidad, aquello surgió en parte como una especie de ironía hacia la idea de que en la vida haya que planearlo todo al dedillo, lo cual va en contra de la filosofía del escapismo; al final, partiendo de una burla, se había convertido probablemente en lo contrario de lo que pretendía expresar.



Descripción del viaje en Pirineos 3000.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Ahí sigue el Picu Urriellu, símbolo de una pasión inexplicable pero inevitable




Sus espectaculares dimensiones y su elegante belleza altiva son sólo una parte de la razón de su irresistible poder de atracción. La otra es la irrefrenable curiosidad y la ambición humana. Porque la belleza, al fin y al cabo, está en los ojos de quien la mira. Pero así lleva más de un siglo, llamando la atención de propios y extraños.



¿Y antes? Antes era parte del decorado, el telón de fondo de un escenario de duras labores ancestrales basadas en la tierra. Pequeños pueblos y aldeas de pastores, ajenos a sus verticales paredes calizas, que sólo recorrían aquellos senderos, también espectaculares y a veces difíciles, incluso mortales, que les exigía la necesidad: los que llevaban a las majadas, o a las cuevas donde guardar los quesos artesanales, o las colmenas donde se desarrollaba la miel, o las minas de carbón. Una vida ahora añorada, pero de la que entonces la mayoría deseaban escapar, si es que tenían alguna noción de que más allá existía la posibilidad de vivir mejor.



Y entonces se fijaron en aquellas montañas los que ya vivían mejor; los que, venidos de fuera, disponían del tiempo libre para apreciar en esas escarpadas formaciones una belleza que en realidad es casual, o más bien causal, mero efecto de procesos orogénicos milenarios. Y decidieron que la conquista de aquellas cumbres aparentemente imposibles era, más que un deseo emocional, casi una obligación patriótica. Nació la conquista de lo inútil, que directa e indirectamente tantas satisfacciones ha aportado a los amantes de las montañas a posteriori.



De repente, aquellos pastores de Bulnes, Camarmeña, Sotres o Caín, miraron a sus montañas de otra manera. Ya no sólo las querían por ser su sustento, sino porque podían hallar en ellas otra forma de vida. Nació así el concepto de los guías locales de montaña. Un trabajo mucho más satisfactorio y agradecido, del que obtendrían reconocimiento imperecedero: Personas que nunca habrían salido del anonimato de haber sido humildes poseedores de rebaños, ahora ocupan páginas de libros de montañismo, y tienen placas y monumentos dedicados aquí y allá.



Este verano he vuelto a acercarme al atractivo monolito, esta vez en una excursión más de senderismo tirando a turismo que en las ocasiones anteriores. Esta vez no existió la magia de la niebla ocultando su figura hasta el momento de estar a sus pies, con el posterior descubrimiento impresionante in situ, ni la sensación de aventura en largas travesías con poca gente con la que cruzarnos, sino que vimos el Naranjo desde el primer momento, cambiando la panorámica a medida que nos acercábamos -lo cual también tiene su atractivo, pero no magia-, y además formábamos parte de una romería de curiosos. Desde luego, las sensaciones no son las mismas, ni de lejos. Ya lo he dicho más veces: Es llamativo hasta qué punto puede cambiar la percepción en un mismo escenario, por mítico que éste sea, si la obra interpretada es distinta.



Lo interesante en esta ocasión ha sido acompañar el viaje de la lectura del libro “Las historias del naranjo de Bulnes” de Francisco Ballesteros Villar, para captar el significado histórico de la relación entre el hombre y El Picu, y mirar de otra manera su figura desde los distintos miradores de alrededor. Un libro muy interesante y muy bien escrito, quizá no especialmente emocionante debido a la abrumadora acumulación de datos, nombres de protagonistas y sus familiares, pero que sin duda aporta perspectivas reveladoras que ayudan a aceptar - ya que no a comprender del todo, a ojos de los ajenos al alpinismo- el por qué de una pasión tan inexplicable y al mismo tiempo tan inevitable, tan definitoria del carácter del ser humano en el que nos hemos ido convirtiendo, con todo lo positivo y todo lo negativo que eso implica.



Y mientras tanto, El Picu sigue ahí. Si pudiera pensar, seguramente no sabría explicarse el por qué de tantos miles de años ignorado, y de repente en apenas cien verse jalonado de seguros que marcan sus decenas de vías, huellas de la ambición de un ser que antes se ocupaba de otras cosas...