lunes, 23 de enero de 2017

La clave es tener un objetivo



En la reciente entrada que escribí sobre lo inagotable de las montañas y lo agotable de los montañeros, concluía con mi intención de empezar a hacer excursiones con la prioridad puesta en la fotografía, algo que durante montones de excursiones a lo largo de muchos años ha estado presente pero como un elemento más, muchas veces abusando del “clic” a diestro y siniestro, pero sin prestarle la atención suficiente ni para aprender a mejorarlo, ni sobre todo para disfrutarlo plenamente.


Habiendo entrado ya en la nueva dinámica, me he vuelto a dar cuenta, por enésima vez, de que en esto de salir al monte, lo de menos es el objetivo, sino que sea cual sea, lo que importa es tener ese objetivo, como una excusa para estar motivado. Supongo que se habrá notado ya el evidente doble sentido de la palabra objetivo, hablando de fotografía.


La excursión de la Sierra de la Cabrera en la que saqué todas esas fotos de buitres fue una especie de puente entre el objetivo montañero propiamente dicho, cuya dinámica había mantenido desde hacía más de un año, y la nueva motivación. Y lo cierto es que no esperaba encontrarme con una situación tan propicia para fotografiar a las rapaces, pero sin duda me lo pasé en grande, y casi parecía una señal de haber tomado una decisión acertada.


La primera excursión ya con la idea puesta premeditadamente en tomar imágenes con la cámara como prioridad, la hice en el entorno del Abedular de Canencia. Y fue aquí donde llegué a la conclusión antes dicha: Ni el meditar con calma dónde y cómo sacar las mejores fotos me llevó a hacer mejores fotos, ni sé hasta que punto la experiencia me aportará aprendizaje de cara al futuro (supongo que sí, pero ahora es pronto para percibirlo), ni realmente se puede decir que el hecho de estar fotografiando me hiciera disfrutar a lo grande (de otra manera sí, pero no especialmente emocionante ni nada de eso). Sin embargo, el objetivo de pasar por los lugares que me había propuesto para tomar esas fotos (lagunillas del Puerto de Canencia, Cascada de Mojonavalle, etc.), se convirtió en el sustituto de “hacer cima en”, y de repente la excursión cobraba un nuevo y divertido sentido que, una vez más, hacía que el simple entretenimiento de caminar por el campo se transformase, como en tantas excursiones anteriores, en un nuevo juego, en el que además tenía que darme tiempo a todo (como siempre).




Cuántas veces antes me habré dado cuenta de que, gracias a querer subir a una montaña desde un determinado punto de salida, me he visto transitando por parajes intermedios preciosos que desconocía previamente, y que habría seguido sin conocer (ni disfrutar) sin la excusa de llegar a una cumbre por una nueva ruta. Ahora, en esta nueva excursión, recorrí nuevos senderos (sí, todavía me quedan por conocer, después de tantos años por Guadarrama), dado que me eran necesarios para llegar a los lugares buscados para hacer las fotos, y que tal vez nunca habría recorrido cuando el objetivo era simplemente ascender a una cima.






Ya en la última excursión, el objetivo ha sido otro distinto, también diferente al habitual, esta vez propuesto por Iván: El Castillo de Peñas Negras en Mora de Toledo y sus sierras aledañas. En este caso, y al margen de que la época de caza nos hiciera acortar parte de la excursión, la gracia ha estado en que subir a una cima haya sido una conquista, metafórica y física, de una fortaleza, lo cual casi parece otra forma de dar sentido al juego - imaginario o no, más friqui o menos- del montañismo.


Por otro lado, en esta excursión llevaba además un nuevo objetivo para la cámara, por tanto en este caso literal. Me ha llamado la atención hasta qué punto el seguir ampliando el angular hace que de repente los típicos 28 milímetros se me acaben quedando pequeños, cuando al principio parecían espectaculares. Más en profundidad, llega un momento en que la manera en que percibes las cosas con tu propia vista, es como que ya no te resulta tan real como habías creído siempre, y no deja de ser eso, una percepción como otra cualquiera (de objetivos de cámaras, de otros sistemas oculares de otros animales, etc.) Damos por hecho tantas cosas como “la realidad” cuando en el fondo son sólo percepciones subjetivas... Me impresiona cómo la fotografía te “abre los ojos” (valga la paradójica metáfora…)


Volviendo a aspectos más prácticos o superficiales, desde que uso una cámara en la que se pueden ajustar más cosas de forma manual, y además estoy cambiando objetivos cada dos por tres, lo que he dicho antes de “hacer clic a diestro y siniestro” ha perdido fuelle, y ahora los reportajes fotográficos de las excursiones son menos extensos, lo que hace que éstas, ya sean de propósito montañero o no, también hayan variado en cualquier caso; ahora ya no necesito hacer tantas fotos como antes, y voy contemplando más con mi propia vista (otra paradoja). Eso también es una buena noticia para evitar el estancamiento, y por lo tanto para la motivación.




Hacer nuevas cimas, subir a cimas conocidas por rutas nuevas, mejorar los tiempos, trepar, cramponear, vivaquear, disfrutar de la naturaleza y sus elementos, hacer reseñas en Internet, entretenerse con un blog, fotografiar, 15 mm, 28 mm, 300 mm… montones de objetivos, montones de excusas, un único fin: Escapar.





miércoles, 18 de enero de 2017

Nanga Parbat (David Torres, 1999)

Decía al final de la anterior entrada que esta novela me había gustado bastante más que el libro en aquella comentado, La montaña es mi reino de Gaston Rébuffat. Y quería destacar esa comparación (en principio no muy necesaria o apropiada, más allá de haberlos leído casi seguidos –con permiso de otro intermedio de Eduardo Mendoza-) porque, hasta ahora, siempre había defendido que en la literatura de montaña prefería los hechos reales, como los narrados por el guía francés, a las historias de ficción, como es el caso de Nanga Parbat de David Torres. Esta obra ha contradicho esa preferencia previa.

Y es que esta es la primera vez que leo un libro en el que, teniendo la montaña una importancia y un valor simbólico difícilmente sustituible por otra metáfora, en realidad trata sobre otras cosas, más relacionadas con la condición humana y sus entresijos. No se puede hablar de la ascensión como tema principal de la novela sino sólo como hilo conductor, pero tampoco se puede hablar del Nanga Parbat como un simple escenario o como una excusa como otra cualquiera, sino de hecho como el más misterioso, insondable e inmisericorde de los personajes, además de como reflejo de las personas, sus deseos, sus errores y sus desengaños. Todo ello, junto a una narrativa fluida y emocionante, me ha llevado a disfrutar intensamente de algo que no era una experiencia real por parte de su autor, sino una creación artística inventada, y por lo tanto un libro más allá del género del alpinismo. Pero eso no va a impedir disfrutarlo a los amantes de la montaña, ya que de hecho son bastantes las referencias, tanto al propio deporte y algunas de sus características definitorias, como a los emblemáticos lugares que sirven de localización a varias escenas o capítulos (aparte del propio ochomil que da nombre a la obra).

Es curioso, se trata de una de las novelas menos extensas que recuerdo haber leído, y sin embargo al acabarla me ha dado la sensación de contener mucho más de lo que aparentemente cabría en ella; no se puede contar más en menos páginas, con tantos detalles, y por momentos con tanta profundidad. Seguramente a otros autores les habría hecho falta el doble o más. La riqueza de matices y la definición de los personajes es todo lo que se le puede pedir. Por otro lado, me llama la atención la profusión de símiles que utiliza el autor, en la mayoría de los casos acertados, en algunos brillantes, y sólo en alguna excepción llega a resultarme innecesario o cargante, pero esos escasos ejemplos se diluyen entre lo demás.

Y finalmente, me sorprende (y agrada) el que a pesar de tener un tono sombrío y pesimista, no me ha dejado un sabor de boca depresivo. Pero, por encima de todo, me parece un libro inteligente, que no ofrece conclusiones obvias, pero tampoco te deja perdido sin saber a qué atenerte: Por un lado no te quedas preguntándote a dónde quería ir a parar, pero por otro tampoco sabrías explicar a otro cuál es la consecuencia moral o temática. Es como subir a una montaña: Está claro el qué, pero no sabes explicar el por qué.

domingo, 15 de enero de 2017

La montaña es mi reino (Gaston Rébuffat)

Este es uno de esos libros que, a los que nos gusta el montañismo, nos llaman la atención antes de leerlos sólo por su título. O al menos así me pasó a mí hace años, cuando fue la primera obra que vi nombrar de Gaston Rébuffat, en las antologías “Historia del alpinismo” de Agustín Faus o en “El sentimiento de la montaña” de Eduardo Martínez de Pisón y Sebastián Álvaro.

Sin embargo, cuando supe algo más sobre el guía de montaña y escritor francés, la opinión generalizada solía hablar de “Estrellas y borrascas” como su mejor libro, y acabé leyéndolo antes. Ahora he leído al fin “La montaña es mi reino”, pero efectivamente me ha gustado menos que aquel. Al fin y al cabo, el primero era un libro publicado por el autor en vida, y el segundo es una recopilación hecha después de su muerte por su mujer (cosa que supe más tarde), y es posible que, como en los discos de música, los de “grandes éxitos” no sean las verdaderas obras.

Lo anterior tampoco tendría por qué tener una importancia especial en el caso de Rébuffat, pues en ambos libros se narran vivencias diferentes, relatos cortos independientes, aunque unidos por un nexo en el caso de “Estrellas y borrascas”: se trata de las seis ascensiones a las seis caras norte más prestigiosas de los Alpes. Por otro lado, al menos una de ellas, la de la Cima Grande de Lavaredo, aparece en los dos libros. En “La montaña es mi reino”, las experiencias recopiladas cronológicamente van mostrando una especie de biografía montañera del autor, muy vagamente comparable a la de Lionel Terray en “Los conquistadores de lo inútil”, muchísimo más resumida, sin entrar ni de lejos en tantos detalles y, por el contrario, ofreciendo sólo las pinceladas esenciales de su vida alpina.

Al margen de todo lo anterior, si algo destaca en la forma de escribir de Rébuffat, tal y como he vuelto a percibir y disfrutar, son la elegancia de un estilo poético pero sencillo y sin rimbombancias, y la completa modestia con la que huye de darse importancia a sí mismo y a sus escaladas, poniendo siempre por delante la propia grandiosidad y belleza de la montaña como verdadero valor a conquistar cuando se juega al alpinismo. Es decir, la antítesis de lo que seguramente perciben los ajenos a este mundo, en parte por haberse transmitido mal el mensaje, o simplemente porque desde fuera todo se juzga (o lo juzgamos) como si cada cosa que hace alguien la hiciese para demostrar algo (propio) a los demás; para presumir, vaya. No es el caso de Rébuffat, que como guía disfrutaba sinceramente de ver a sus clientes cumpliendo sus sueños.

Una última reflexión, más personal, es que creo he confirmado que ya he leído bastantes libros de este tipo como para que sigan impresionándome o produciéndome tanta admiración como al principio; simplemente me entretienen y agradan, sin más. Tal vez sea cosa del momento, pero es seguro que hace años me transmitían mucho más. Lo curioso es que en este momento me ha gustado bastante más lo que antes no me parecía tan interesante: Una novela de ficción sobre alpinismo: “Nanga Parbat” de David Torres, pero eso ya lo dejo para la siguiente entrada del blog.