viernes, 8 de noviembre de 2013

Atardecer otoñal desde la Sierra de la Cabrera




La Sierra de Ayllón desde la Sierra de la Cabrera, aprovechando la luz que se cuela horizontalmente por los escasos claros de una nubosa tarde, a modo de focos, lo cual es especialmente notorio en el caso de la Peña de la Cabra, con más detalle abajo.





Hacia el oeste, mirando al Mondalindo, el verdadero paisaje a estas horas es lo que normalmente se toma (injustamente) como mero adorno del telón de fondo: las nubes.





miércoles, 23 de octubre de 2013

Gravity, hora y media en otro mundo

Hacía mucho tiempo que no publicaba una entrada sobre alguna película, y he ido a hacerlo acerca de una sobre la que ya se ha escrito mucho y elogiosamente, pero no quería quedarme sin reflejar en el blog una de las visitas al cine más intensas que he vivido en mucho años y probablemente en toda mi vida.

Porque sin duda ver “Gravity” en una sala 3D me ha parecido una auténtica experiencia de evasión en toda regla, incomparable a cualquier otra película anterior por sus formas y técnicas. Es un verdadero viaje al espacio, al menos emocionalmente. El efecto de entrar a formar parte de la escena es muy poderoso, en una realización visual impecable que olvida completamente los conceptos de lo vertical y lo horizontal, y hace que no se perciba la clásica idea cinematográfica del encuadre. Por no hablar de la incredulidad ante la idea de cómo se habrá rodado algo así. O de la música, casi todo el tiempo hipnótica al más puro estilo de las secciones lentas psicodélicas del rock sinfónico y, en las ocasiones que se requiere, épica.

Pero los méritos van mucho más allá de lo técnico. La narración te lleva de la mano en todo momento, con total realismo y naturalidad pese a lo extraordinario de los hechos que se van sucediendo. Y todo ello con un guión sencillísimo, pero efectivo, que no necesita contar más para hacer sentir tanto: Cuánto se puso a parir en su día la simpleza del guión de Avatar, y éste para el que seguramente se ha gastado aún menos tinta resulta perfecto. Y desde luego, también es más que sobresaliente la interpretación de Sandra Bullock.

Con todos esos ingredientes al servicio de una estudiadísima dirección de Alfonso Cuarón, el resultado, para el que esto escribe, fue hora y media de auténtico alu-cine, una verdadera gozada para los sentidos, a pesar de la tensión de la historia que se cuenta, y de la angustia de estar planteada para el espectador casi como una experiencia propia. Es de esas ocasiones en las que parece que uno ha estado mucho más allá de una sala de cine, y que la sesión contrasta tanto con las horas previas y posteriores a la sesión (la realidad, vaya), que sin duda cuesta luego hacerse a la idea de lo vivido. Sólo se puede sentir en el momento de estar viéndola; las sensaciones no quedan guardadas (por mucho que uno parezca estar transmitiéndolas al escribir).

Además de lo anterior, otro aspecto de Gravity también tiene relación con el título y filosofía (entiéndase ambigua) de éste blog, y se plantea en un momento dado en el propio guión: En el espacio se está muy bien; es tal la soledad y el silencio, que es como desconectar del mundo, y nadie puede hacerte daño. Se parece a lo vivido en otros ambientes y aventuras extraordinarias de las que suelo hablar por aquí. De hecho, también se trata de supervivencia extrema en un ambiente hostil. Quizá por eso hay quien llama astronautas a los montañeros.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Bajo los cielos de Asia (Iñaki Ochoa de Olza)


No sé hasta qué punto la manera de escribir, especialmente en el caso de temas autobiográficos, refleja fielmente la personalidad del escritor, o bien puede ser una apariencia, en mayor o en menor medida. Lo que sí es cierto es que hay autores que hacen que la atención se centre en los hechos, y hay otros que, lo pretendan o no, provocan que el lector imagine mejor a la persona que sus vivencias.

En el segundo caso puede haber a su vez dos (entre otras) vertientes extremadamente opuestas, y de nuevo esto es independiente de la intención del escritor (aunque posiblemente en la primera haya más casos de pretensión que de desinterés): En una, el protagonista resulta ser un admirable conjunto de virtudes dignas de envidia que prácticamente le envuelven en un aura de mito o héroe; en la otra, por el contrario, nos parece la persona más cercana, sencilla y accesible del mundo, al margen de sus logros o méritos (también podría darse incluso una mezcla de ambas, pero es raro).

En el caso del alpinista Iñaki Ochoa de Olza (1967 – 2008), leer su libro “Bajo los cielos de Asia” acerca al lector más a la persona que a las experiencias, aunque sin obviar que la primera no se define sin las segundas (y menos en el mundo de la montaña), y no sólo resulta cercano y auténtico, sino que de hecho parece que te está contando sus aventuras mientras te tomas algo con él en un bar. Y, desde luego, en su caso no parece una apariencia, valga la redundancia.

El mayor valor del libro es precisamente esa sencillez, provista de una humildad que en absoluto parece falsa modestia (porque cuando considera que merece tirarse a sí mismo una flor, se la tira, muy pocas veces eso sí), y que desmitifica muchos tópicos y bonitas pero impostadas frases hechas del mundo del montañismo. Además, no sólo habla de montañas, ni siquiera las pone en el primer lugar, aunque puedan ser el motor de todo para él. O tal vez, simplemente el mejor escenario posible para el verdadero motor, que no es otro que la búsqueda de la libertad.

Así pues, lo que en manos de otros alpinistas-escritores podrían haber sido épicas aventuras, repletas de emoción y dramatismo, en el caso de Iñaki llegan a ser casi anécdotas contadas como en forma de blog. Y resultan muy accesibles y entretenidas de leer, porque te habla de los lugares, de las culturas, de los amigos, de lo cotidiano, de las decepciones, de las alegrías, de los sueños… de exactamente todo lo que muchos otros seres humanos, alpinistas o no, podrían hablarte. Y ello a pesar de que esas expediciones al Himalaya, y su actividad en las mismas, le convertían en alguien excepcional en lo suyo. Pero de la parte que otros habrían convertido en heroica, el sólo extrae sentimientos y reflexiones, lecciones aprendidas, y admiración por la belleza de los paisajes.

“Bajo los cielos de Asia” aporta emociones serenas, sin llegar a poner nudos en la garganta con la intensidad con la que por ejemplo lo hace “Cita con la cumbre” de su amigo Juanjo San Sebastián. También hace reír, porque Iñaki tenía buen sentido del humor e ironía, pero tampoco llega a provocar las carcajadas del mencionado libro. Es curioso, porque San Sebastián también resulta ser sencillo y desprovisto de ínfulas de ningún tipo, de manera que también empatizas enseguida con él, además de tener el mismo interés que Iñaki en mostrar no sólo lo que viven en las montañas, pero está claro que el libro del vasco es más potente, en todos los sentidos, que el del navarro. Sin embargo, eso dota a “Bajo los cielos de Asia” de un aire plácido y agradable que invita a leerlo una y otra vez, aunque sean pasajes repetidos. Se puede abrir por una página cualquiera, y tomar el hilo por casi cualquier parte, y resulta difícil dejarlo. Es tan fácil de leer que se podrían acabar en un par de días sus más de 300 páginas, pero al mismo tiempo apetece disfrutarlo poco a poco, para que dure mucho más.

Sobre el contenido, y sobre la persona, poco puedo decir yo que no diga el propio Iñaki en su libro. Sería como repetir lo ya escrito, de peor manera, y encima ya no sería de primera mano. Únicamente destacaría, por estar en relación con la temática habitual de este blog, el espíritu escapista de Iñaki, que con tanta claridad percibía el letargo provocado por la sociedad del bienestar material, del que despertaba a la vida en sus expediciones.

Sólo me gustaría añadir, a quienes al buscar libros de alpinismo únicamente les interesen hazañas extremas al estilo sobrecogedor de aquella recopilación de Desnivel llamada “Al límite”, que se abstengan de leer éste. Y a quienes tengan una idea algo negativa del mundo del montañismo debido a la imagen taciturna y aparentemente misantrópica que del mismo pueda dar algún popular personaje del mismo, que lean “Bajo los cielos de Asia”. O, también, “Cita con la cumbre”. Difícil encontrar más mensajes humanos positivos que los que transmiten ambos.


Entrada relacionada: Pura vida.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

El último y moribundo vestigio de la temporada invernal tan propicia y bien aprovechada


Ha aguantado hasta el mismo comienzo del otoño, cosa que no ocurría en Guadarrama, según dicen, desde hacía unos 40 años. Es todo lo que quedaba, el domingo pasado, de uno de los inviernos más copiosos en mucho tiempo, y aquel en el que más actividades con nieve he hecho nunca.



Cualquier montaña resulta ser dos montañas muy distintas con y sin nieve. Y los recuerdos de lo vivido en ambas condiciones, algo difíciles de evocar desde la perspectiva contraria. Salvando las distancias, es algo parecido a lo del paso del tiempo, y lo de la hojarasca de la memoria, que comentaba en la entrada sobre el Moncayo. Pero en este caso apenas han pasado unos meses, la diferencia es real y física, y efectivamente parecen dos lugares diferentes.

Si en el Moncayo el vestigio de los recuerdos era un lugar aparentemente intacto con respecto a 27 años antes, en la visita del fin de semana pasado a Peñalara el símbolo de lo que hubo y vivimos meses atrás era ese nevero moribundo. Una infinitesimal minucia en comparación con el magnífico aspecto que ha llegado a presentar la Sierra en este 2013, y que difícilmente olvidaremos (aunque ojala futuros inviernos lo lograran), pero cuya heroica constancia es de hecho otra consecuencia de lo mismo.

Otra vez, sabemos que estamos en el mismo escenario de las excursiones invernales de la pasada temporada, pero cuesta asumirlo viendo el ambiente estival imperante. Sólo los restos de ese ventisquero nos lo recuerda. Nos recuerda eso, y que este año el deshielo ha durando muchos meses. Las últimas gotas caían hacia el inexorable final: Las últimas horas después de multitud de semanas. Aunque mayor puede ser la impresión en el caso de algunos glaciares del Pirineo: Quién sabe cuántos años les quedarán, después de tantos milenios…

martes, 17 de septiembre de 2013

Calcular la felicidad... ¿para qué?

Siempre me han parecido algo ridículas las listas de países ordenados en función de sus supuestos índices de felicidad, pero me parece que quedan todavía más fuera de lugar en tiempos como éstos. Pero claro, como la felicidad ya está considerada en relación directa a lo que tienes y no a lo que eres o haces, todo el mundo ve como muy interesante y significativo que España haya caído varios puestos en los últimos años. Por otro lado, es de suponer que quienes encargan estos estudios están tan interesados en sus resultados como en otros muchos "valores" relacionados directa o indirectamente con la bolsa, y en que a su vez todo esté dirigido a lo mismo.

Como respuesta, el fallecido alpinista navarro Iñaki Ochoa de Olza me lo ha puesto a huevo en su libro que estoy leyendo -y del que pronto hablaré por aquí-, recopilando estas dos citas:

"Cualquiera puede ser feliz. ¿Cuál es la finalidad?" - Bob Dylan.

"...vivir como quiero vivir, que me interesa más que ser feliz". - Myriam García Pascual.

sábado, 7 de septiembre de 2013

En verano, mejor de noche

(...en verano y posiblemente en cualquier época...)


Metros finales de subida a La Maliciosa, con el Alto de las Guarramillas o Bola del Mundo detrás, y las luces de los pueblos segovianos asomando por encima del Puerto de Navacerrada.


En la cima de La Maliciosa, con la Silueta de Cuerda Larga asomando al fondo.

jueves, 29 de agosto de 2013

"(La fotografía) es una ventana, con mi espíritu en el interior, y el mundo en el exterior"

Ikko Narahara.

domingo, 18 de agosto de 2013

Moncayo 1986 – 2013. Recuerdos difusos de un pasado perdido





Explorar un escenario del pasado, más bien remoto, de la vida de uno mismo, puede parecerse a bajar por unas escaleras que llevan a una especie de zona intermedia entre lo conocido y lo novedoso. No acaba de parecer un deja-vu, pero tampoco te sientes pasando por primera vez por allí.

Para empezar, el propio viaje, las propias escaleras de bajada, más como plan y deseo que como realización, con la única referencia de los recuerdos buscados en mapas y luego sobre el propio terreno, pueden tener los escalones cubiertos de una hojarasca caída de manera real por el paso del tiempo. Pero, aun con más seguridad, es uno mismo quien ha llevado a cabo la distorsión de la escalera.



A pesar de haber transcurrido veintisiete años, partiendo desde la temprana edad de los ocho, a veces ocurre que esos recuerdos conservados coinciden casi en su mayoría con lo que sigue habiendo en el escenario. Son dos buenas noticias: La memoria no me ha engañado, y el paso del tiempo (o mejor dicho la actuación humana durante el mismo) no parece haber transformado el lugar. Lo segundo no siempre ocurre, y los paisajes perdidos suelen ser motivo de nostalgia irreparable.

Sin embargo, ocurre entonces una nueva sensación, una nueva percepción. Si, vale, todo está en orden, como lo recordaba, pero ésta no es la fotografía exacta que había en mi cabeza (si es que quedaba alguna realmente precisa). Yo no recordaba éste lugar así. Éste es el sitio, pero me parece un sitio nuevo. Nuevamente, la distorsión mental del paso del tiempo, unida a otra cuestión: ¿Acaso soy la misma persona que estuvo aquí hace veintisiete años durante el primer campamento de mi vida? Si la persona no es exactamente la misma, entonces las imágenes no son exactamente las mismas.









Sin embargo, resulta sencillo y agradable situar en cada uno de los rincones las diferentes anécdotas de aquel campamento recordadas durante todos estos años. Eso ayuda a evocar y confirmar la realidad de que los dos escenarios (el del pasado y el actual) son el mismo. Pero luego viene un ejercicio más difícil: Tratar de recordar hechos olvidados, cosas que ocurrieron pero en las que no volví a pensar cuando quedaron atrás aquellos quince días de 1986. A decir verdad, hacerlo adrede es prácticamente imposible. Sin embargo, puede llegar a ocurrir espontáneamente, y ocurre, con algún detalle concreto. Y entonces la imagen se vuelve clara y reconocible, y la sensación es reconfortante, normalmente.









Aunque claro, no es verdad que el escenario redescubierto sea técnicamente el mismo. Un lugar no es el mismo si falta lo esencial: La gente. Un campamento de varias decenas de personas, frente a tres edificios solitarios en medio de un bosque despoblado. Aquí es donde habría deseado, como en algunas películas fantásticas, poder ver, aunque fuera en forma de hologramas, algunas escenas de aquel mismo campamento… Aunque quien sabe si la sensación de algo así sería realmente agradable…

Sea lo que sea, el escenario del pasado no es el pasado. El escenario es al pasado lo mismo que un barbecho al cultivo que floreció en él. Es un escenario en el que se acabó la función, se bajó el telón, y se apagaron los focos.





Y luego está lo que deja una experiencia de pseudo – reencuentro como ésta. Porque realmente deja marcado unos días, casi más que el propio momento en el que se ha estado allí explorando in situ el pasado. Y no me queda claro si lo que se ha traumado es el recuerdo directo de 27 años, o la evocación durante muchas ocasiones de ese mismo recuerdo, incluyendo el propio deseo de volver al lugar, que ahora ya ha quedado cumplido y por lo tanto es una cosa menos que hacer. Es decir, que no se sabe si lo verdaderamente intenso fue el campamento de 1986 en sí, o el recuerdo que he tenido del mismo durante todo este tiempo. Y es algo que me produce un extraño tipo de miedo, porque si algo recuerdo con especial cariño como lo mejor de mi infancia, aparte de cuestiones familiares, son sin duda aquellos campamentos. ¿Pasado idealizado? Tal vez: Mejor no modificarlo.









Luego está el nexo de unión entre mi pasado en grupos scouts y mi presente montañero. Qué duda cabe que uno de los orígenes de mi actual afición por la montaña proviene de aquellos campamentos y algunas de sus excursiones. Cuando hace algo más de doce años empecé a tener claro que iba a perder una de las actividades que más me motivaban, sentí que la parte que más me apetecía conservar era la del contacto con el campo. Quería seguir acampando, quería seguir caminando con la mochila a la espalda, y el montañismo empezaba ya a ser un buen sustituto.





Así pues, este viaje al Moncayo aunaba el recuerdo de aquella etapa con la confirmación de la que siguió a ella. De hecho, también había una intención retrospectiva en el aspecto montañero: Hacer cima para poder contemplar los paisajes que la niebla no nos dejó ver en mi primera ascensión al Moncayo hace siete años. Sin embargo, el primer objetivo tenía más peso emocional, lo cual, unido a un cierto cansancio físico y también otro psicológico tras un año realmente intenso, hicieron que esta segunda parte quedase menos saboreada que en otras rutas montañeras. Y ello a pesar de la magia de pasar la noche en la cima, incluyendo la puesta de sol y el amanecer. Tal vez haya llegado el momento de necesitar un nuevo (pero más estacional) paréntesis.















Para más detalles sobre éste nuevo viaje al Moncayo, ver las descripciones en Pirineos 3000:

Travesía Vera de Moncayo - Ágreda, primera parte.

Travesía Vera de Moncayo - Ágreda, segunda parte.

domingo, 28 de julio de 2013

Mont Blanc: Cuando el paisaje abruma



El diccionario de la RAE admite cuatro acepciones para el verbo abrumar, y al menos dos de ellas, en principio alejadas entre sí,  creo que sirven para expresar muy bien lo que un macizo montañoso tan colosal como el del Mont Blanc puede llegar a transmitir sobre el observador del paisaje, y sobre la persona que convierte a este lugar tan incomparable en escenario de sus experiencias, como me ha ocurrido hace pocas semanas.

La primera impresión que recibí nada más situarme a los 3.800 metros de altitud de la Aiguille du Midi tiene que ver con la cuarta y última definición: “Producir asombro o admiración”, aunque sin duda se queda corta. Las soñadas vistas hacia las Grandes Jorasses, la cara sur de la Aiguille Verte y les Drus, o las múltiples Aiguilles de Chamonix al fin estaban ante mis ojos, tras muchas horas de lectura y recreación de la zona, mapa en mano, cuando recorría las líneas de Mummery, Terray, Rébuffat o Frison-Roche: Aquellos escenarios de aventuras extraordinarias y reales existían, superaban con creces la más exagerada imagen que hubiera querido hacerme, y me provocaban una emoción incontenible.







La impresión de un paisaje tan grandioso es difícil de explicar, porque de hecho resulta difícil explicársela a uno mismo, aunque la esté viendo. Acostumbrados a las montañas ibéricas, las dimensiones de este macizo causan una sensación de irrealidad, de que algo no cuadra en el teórico equilibrio de formas, desniveles y texturas. La caída de más de tres mil metros del Glacier des Bossons, con sus infinitos seracs y grietas, hacia el fondo del (cercano pero lejano) valle, parece más bien una ilustración de literatura fantástica, o un exagerado fondo cinematográfico generado por ordenador en un exceso de algún realizador megalómano. Es algo tan desmesurado que da la sensación de que no hay espacio para abarcarlo con la sensibilidad humana; parece como que te estás perdiendo parte de lo que estás viendo.







Pero poco a poco, durante esos primeros días fueron mezclándose sensaciones contradictorias. A los nuevos paisajes anhelados que aparecían ante mis ojos (Dent du Geant, cara este del Mont Blanc du Tacul con el Gran Capucin, Aiguille Noire de Peuterey, etc.), y que seguían colmando mis ansias de cumplir sueños e ilusiones, se unían las circunstancias del viaje y de las actividades que llevábamos a cabo durante el mismo. Éstas quedaban constantemente supeditadas a horarios de refugios y transportes, de manera aún más limitante de como habíamos sospechado, y eso siempre es un obstáculo para el verdadero disfrute de la montaña, al menos desde mi punto de vista.











En mitad de aquellos días de aclimatación previa a la ascensión al Mont Blanc, llegó un momento en el que un imprevisto convirtió uno de los planes más deseados, la ascensión al Mont Blanc du Tacul, en algo que para mí era más un estrés innecesario que algo apetecible. De repente me había quedado sin ganas, y me dolía. Me dolía mucho más que cuando en mayo del año anterior me sentí en similar situación en medio de la Loma Púa, en Sierra Nevada. Al igual que entonces, deseaba, ante todo, bajar de allí. Estaba harto de los horarios, de los telecabinas, del material a usar y del que guardar en cajas, de la sensación más cercana al turismo que al montañismo, temía las bajadas por fuertes pendientes de nieve, temía volver a pasar por la afilada y vertiginosa arista de la Aiguille du Midi, se me habían echado encima todos los miedos y agobios que me habían amenazado en tantos meses de preparación… Es entonces cuando estaba afectado por la primera acepción de la palabra abrumar: “Agobiar con un peso grave”.







El libro de El sentimiento de la montaña (E.M. de Pisón y S. Álvaro) habla bien de cómo un paisaje natural afecta de una manera u otra al estado de ánimo. En el italiano Refugio de Torino, el panorama desproporcionado del macizo del Mont Blanc había pasado a producirme desasosiego. De repente, necesitaba la serenidad de un ambiente más plácido, más amable, más seguro. Tenía la sensación de que aquel escenario exagerado e irreal me superaba. La diferencia con el deseo de bajar que había tenido el año anterior en Sierra Nevada era que ahora la opresión resultaba mucho mayor, y que encima me estaba ocurriendo en un añorado viaje nada menos que a los Alpes. El recordar lo ocurrido en la Loma Púa me llevaba a reparar en que aquello fue el comienzo de mi “paréntesis”: Varios meses en los que el montañismo pasó a un muy secundario plano en mi vida, como nunca antes desde que lo practico. No parecía un buen momento para volver a vivir esa sensación, pero ahí estaba la amenaza de la tercera acepción de “abrumar”: “Producir tedio o hastío”.







No sabía cómo salir del atolladero. Cómo recuperar las ganas. Ni menos aún cómo disimularlo, o cómo esconderme o no esconderme (el Refugio de Torino y su entorno, en medio de la niebla que para más inri volvía gris el ambiente, no ofrece muchas posibilidades), para no afectar con mi estado de ánimo a mis amigos y compañeros de viaje, que tenían mejor disposición y trataban de seguir disfrutando del mismo. Al mismo tiempo, ellos, que supongo que notaban mi estado, trataban de animarme con naturalidad y actitud positiva.

De hecho, de una idea de Isa se abrió una puerta, si no a la recuperación de las ganas, si al menos a la mejora de la tranquilidad. Me quité de encima el peso de tener que volver a recorrer la arista de la Aiguille du Midi con tan desafortunado estado de ánimo. A partir de ahí, tuve más fuerza para tratar de ser positivo: Aunque la ascensión al propio Mont Blanc ya había dejado de apetecerme –al menos conscientemente- hacía muchas horas, me puse a hacer ejercicio en la Aiguille du Midi para aclimatar. Más de un turista debió reparar en un loco que no paraba de subir una y otra vez las escaleras de aquellos miradores suspendidos sobre los 3.800 metros de altitud.







Después se fue cumpliendo lo que he leído en algún otro libro que poco tiene que ver con el montañismo, acerca de la facilidad con que la mente va llevando el estado de ánimo a la normalidad. El intervalo de relativo sosiego en Chamonix (al fin, la tranquilizadora llanura del fondo del valle) incluyó otra sensación más cercana a la resignación: las previsiones meteorológicas no eran precisamente halagüeñas como para pensar en los dos días de ascensión al Mont Blanc. Como quiera que yo ya había perdido las ganas el día anterior, y al mismo tiempo estaba en un estado de ánimo mejorado, me lo tomé mejor: Si se puede, bien, y si no, pues qué se le va a hacer: “Ça fait mé pi pas pi”, que habría dicho un chamoniardo de El primero de la cuerda de Roger Frison-Roche.





El resto fue como en los finales felices. Tuvimos la suerte necesaria para coger justo a tiempo un tren que salía antes de lo que nos habíamos informado; realizamos la aproximación al Refugio de Têtte Rouse mejorando los horarios previstos; recibimos la buena noticia de que las previsión meteorológica había evolucionado positivamente y la tormenta no aparecería hasta última hora de la tarde; disfrutamos –sustos aparte- del resto de la ascensión; los instantes previos a hacer cima fueron una catarsis de emociones en la que se mezclaba la superación del mal momento de los días anteriores con todos los meses de preparación; comprobé que en este caso no iba a entrar en un nuevo “paréntesis” montañero y, en definitiva, el Mont Blanc se acabó despidiendo de nosotros como un amigable (abrumador pero amigable) paisaje que había sido escenario de un viaje con una impresión final de disfrute inolvidable.













De cualquier manera, cuando una semana más tarde Iván y yo estuvimos en Gredos, al reencontrarnos con el paisaje al que estamos más habituados, comprobamos la diferencia. Pero no nos ocurrió aquello de que las montañas habituales ahora nos parecieran empequeñecidas, ni mucho menos. De hecho, aquella cara sur del Almanzor, bajo las Canales Oscuras y sobre la Garganta Tejea, nos impresionó. Supongo que menos que si la semana anterior no hubiéramos estado en el Mont Blanc, pero en cualquier caso nos impresionó, nos distrajo de las comparaciones. La diferencia estaba en que aquel paisaje sí entraba dentro de lo comprensible, de lo abarcable. Y, sobre todo, no nos abrumaba (en sus acepciones negativas). Pero, paradojas de la vida, con el Almanzor no pudimos en esta ocasión.



Para más detalles, descripciones en Pirineos 3000:

Aguille de Toule (3534 m.); pequeña ascensión los días de aclimatación.

Mont Blanc (4807 m.), La Ascensión.