domingo, 26 de octubre de 2014

Nueva motivación para no dejar de tener ganas

En varias ocasiones he comentado cómo mi motivación por salir a la montaña ha ido pasando por diferentes etapas, alternando el entusiasmo con la sensación de rutina cercana a la apatía. El regreso a los momentos más positivos solía coincidir con algún tipo de novedad o añadido que me ayudaba a disfrutar de mis salidas desde un nuevo punto de vista: Conocer lugares nuevos (en su día Pirineos, Picos de Europa o Alpes), aprender nuevas técnicas (como el alpinismo invernal con crampones y piolet), empezar a escribir descripciones en alguna página web, comprarme una nueva cámara de fotos, hacer salidas largas en solitario, buscar itinerarios más originales o “elegantes”, iniciar éste blog, etc.

Como también he reflejado últimamente por aquí, la última etapa era más bien de motivación baja, aunque no traumática: ya no me importaba tener menos ganas que antes, y aunque no por ello había dejado de salir al monte, si me quedaba en casa tampoco pasaba nada (hay muchas otras cosas que valen la pena). Lo que nunca pensé es de qué manera volvería a experimentar una nueva atracción por salir: Algo tan meramente deportivo y superficial como tratar de hacer una ascensión de desnivel digamos respetable en el menor tiempo posible.

Yo, que siempre he visto el aspecto emotivo del montañismo en la parte contemplativa y radicalmente opuesta al alocado ritmo de la vida artificial de nuestros días, y que las excursiones largas siempre las he preferido con tranquilidad y vivacs de por medio, sin por ello dejar de hacer itinerarios que, en bastantes ocasiones, estaban cargados de kilometraje y desniveles, pero nunca a ritmo de carrera sino más bien de nómada que se mueve según se da el día o según pide el ánimo. Que si alguna vez tuve prisas era porque completar la excursión lo exigía, como en la subida al Almanzor desde Candeleda. O eso, o porque iba a perder algún tren o autobús. Esa había sido siempre mi filosofía del montañismo: una idea lo más alejada posible del concepto de la competición.

El caso es que, sin saber con total exactitud la razón o el impulso, desde hacía tiempo se me había pasado por la cabeza la posibilidad, por pura curiosidad, de intentar ser lo más rápido que pudiera en subir y bajar una montaña. Y como desde hace años tengo además un cierto anhelo no completamente comprometido de subir a La Maliciosa (mi montaña favorita de la sierra que tengo más cerca, que es la de Guadarrama) el mayor número posible de veces, pensé que ésta podía ser la cumbre perfecta para hacer sucesivas ascensiones a la misma por una ruta concreta, tratando de mejorar el tiempo cada vez.

Las previsiones meteorológicas parecían propicias para el pasado domingo 19 de octubre, y lo fijé como el día adecuado para hacer la prueba. El día anterior calculé la distancia y desniveles de un itinerario desde el pueblo de Navacerrada hasta La Barranca, y desde aquí a la cumbre de La Maliciosa por el Arroyo Tijerillas, más la vuelta por el mismo recorrido. Lo dividí en cuatro tramos, me hice una tabla en una hoja de cálculo, y lo dejé todo preparado para tomar nota de tiempos parciales y totales, incluyendo tres únicas paradas en puntos más o menos concretos: El desnivel principal lo iba a subir del tirón, sin pararme ni siquiera a echar un trago. Por la noche, antes de acostarme, tenía un cierto gusanillo en el cuerpo, que se confirmó por la mañana al levantarme, y se mantuvo mientras viajaba en autobús a Navacerrada, especialmente cuando pude ver la siempre vistosa cara sur de La Maliciosa (por la que iba a subir) ante mí: Era un gusanillo que hacía tiempo que no sentía.

De repente, tenía la sensación de estar ante una nueva recuperación de la motivación por el montañismo, pero resulta que el impulso provenía de una manera de entenderlo opuesta a la filosofía que yo siempre había defendido. Luego, durante la ascensión, efectivamente disfrutaba de la curiosidad de la prueba, de la ilusión de que se me diera lo mejor posible, de la concentración para ir regulando el ritmo de la manera más dosificada y al mismo tiempo tenaz, del hecho de sentirme en buena forma, de la incertidumbre de comprobar cuánto tardaría, de si mejoraría o no los tiempos previstos, de llegar a la cima y ver que había tardado mucho menos de lo que imaginaba en la subida desde La Barranca… No voy a decir que estaba eufórico, pero la sensación de ánimo era más que positiva y satisfactoria.

Otros detalles me hacían percibir aquello como cuando me motivaba al subir por primera vez a un tresmil en solitario, por ejemplo. Por un lado, algo que ya he vivido en otras ocasiones, por otros motivos, y que consiste en disfrutar más del deseo de la contemplación y el relax que de la propia consumación de ese deseo: Al pasar junto a una agradable pradera con bonitas vistas, donde normalmente me habría parado a disfrutar de ese rincón, sentía con más fuerza el anhelo de dicha pausa al no poder llevarla a cabo para cumplir con el objetivo del tiempo. Tal vez tanta contemplación me había llevado a la pérdida de las ganas por exceso de realización, y lo más importante no es hacer aquello de lo que crees que tienes ganas, sino el hecho mismo de tener ganas.

La segunda percepción llamativa la tuve llegando de nuevo al pueblo de Navacerrada, cuando miré atrás y volví a ver la cara sur de La Maliciosa por segunda vez desde ese mismo punto en unas pocas horas, después de haberla recorrido hasta su cima. Acostumbrado a dichas observaciones post – excursión al final de la tarde, me resultaba algo surrealista estar viviéndolo al mediodía. Aquí supongo que juega un poco el ego y la satisfacción por el objetivo cumplido, y esto ya vuelve a ser algo meramente deportivo. No me hago a la idea de lo que debe ser hacerlo mucho más rápido, a ritmo de trail-running. No me imagino lo que debe sentir Killian Jornet al ver que ha hecho el Mont Blanc desde Chamonix en un tiempo comparable al que a mí me ha llevado La Maliciosa desde Navacerrada. De repente, entiendo un poco mejor esa loca moda de las carreras por montaña.

A partir de aquí, mi plan es volver a repetir en futuras ocasiones el mismo itinerario, con el objeto de ir mejorando los tiempos. De momento lo he hecho sin correr, teniendo siempre al menos un pie en contacto con el suelo, pero supongo que llegará un momento en que, para mejorar el cronómetro, algún tramo tendré que hacer al trote, al menos. Y de hecho, esto casi podría acabar siendo una especie de transición paulatina hacia el mencionado trail-running, por el que algo de curiosidad sí que tengo también. Y además, en paralelo, podría llevarlo a otras cimas e itinerarios. Eso sí, mi intención es que la mayoría de veces que siga saliendo al monte sean para hacer montañismo al estilo de siempre, que quizás valore de otra forma al tiempo que hago las “contrarrelojes”.

Y no, de momento no voy a reflejar por aquí ni por ningún sitio (o no tengo intención de ello, en principio) los tiempos que vaya haciendo. A mí me satisface bastante el que me ha salido la primera vez (he mejorado bastante lo que había pronosticado), pero entiendo que en realidad no es gran cosa, para cualquier montañero de ritmo habitualmente rápido y sin pausas, y menos aun si se compara con tiempos de trail-running. Pero es que, en realidad, la parte que me interesa expresar aquí es la que menos tiene que ver con los resultados o con el orgullo, y sí más con las sensaciones.

En el fondo, toda esta ambición montañera de índole deportiva se parece a otra etapa de de recuperación de las ganas, la que viví hace dos años tras el “paréntesis” o “replanteo”: Entonces lo que me animaba era hacer excursiones de largo kilometraje y notable desnivel acumulado, a ser posible con una segunda ascensión añadida por la tarde. Esto acabó encajando perfectamente con la planificación de subida al Mont Blanc, y luego resultó que dicha ascensión fue el colofón y, a la larga, el final de aquella positiva etapa, y el comienzo de la nueva época menos animada (nada podía superar aquello, a priori), que ahora podría haber terminado (o al menos haberse matizado). Y también coincide con el comienzo de otro tipo de ambición deportiva, la de la escalada, que sí he mantenido con ganas, y que aunque ahora limito a los bloques de travesía en rocódromo, sin duda es otro ejemplo de actividad que me anima a superarme y motivarme.

Lo que sí sigo teniendo claro es que las prisas sólo merecen la pena, como mucho, en lugares ya muy conocidos. Ir a un sitio nuevo de montaña siempre merece más admiración hacia el lugar en sí que disfrute propio por lo que hagas en él.

Aprovechando que antes he mencionado el propósito de subir a La Maliciosa el mayor número posible de veces, voy a cerrar el post explicándolo un poco. En realidad, supongo que la inspiración proviene de Pepe, un montañero de bastante edad de Candeleda que nos encontramos una vez en la cima del Almanzor, y nos comentó que era la vez número trescientos cincuenta y pico que subía allí (años más tarde pudimos ver en Internet que ya había subido 400 veces). Lo que más me llamó la atención del hecho es que, con mayor o menor carga “friqui”, el asunto casi parecía un proyecto de toda una vida, puesto que la primera vez fue allá por los años 50 del siglo pasado.

Con el tiempo, me llamó la atención proponerme algo parecido, no con tanta frecuencia como Pepe, ni mucho menos, más que nada para no acabar convirtiéndolo en una rutina ni tampoco dejar de subir a otros muchos sitios, que es lo que realmente me gusta. Me dije que con la cifra de 100 ascensiones a una montaña concreta podría darme con un canto en los dientes. Pasé algunos años dudando qué cima, aunque La Maliciosa posiblemente fue siempre la candidata favorita. Por sus diversas opciones de vías gracias a sus cuerdas y correspondientes vaguadas, se ha acabado confirmando como la que seguramente más veces voy a subir, sean cuantas sean.

Eso sí, desde hace algún tiempo tengo claro que mi objetivo al respecto es en realidad otro: Se trata de subir el mayor número de veces a La Maliciosa, siempre que cada una de ellas tenga alguna justificación o motivación especial; en el momento en el que el objetivo sea simplemente llegar a las 100, perderá la gracia, para mi gusto (salvo, tal vez, que ya me queden muy pocas para dicha cifra –aunque también habrá que ver la importancia que le doy entonces a la tontería de los números redondos, al parecer tan importantes, pero bueno eso ya es otro tipo de “fricada”-). Hasta ahora las motivaciones han sido los diferentes itinerarios, por ejemplo cada una de sus vistosas cuerdas: La de Los Almorchones, la de Los Asientos, la noreste de La Maliciosa Baja, la de Los Porrones, el tubo norte central de la de Las Buitreras, por el tubo sur, etc., aparte de las subidas normales; Pero también lo han sido las diferentes épocas del año, la condiciones cambiantes (con o sin nieve), o algún objetivo más contemplativo, como vivaquear en la cima, etc., etc. A ello añado ahora estas sucesivas contrarrelojes, que pueden derivar en “trail-running”, y que se pueden trasladar a varios itinerarios, pero también me gustaría, en un futuro, probar vías de escalada… Vamos, que motivaciones no me van a faltar, tal vez, para llegar a la cifra de 100 o incluso más.

Pero, sobre todo, hay que hacerlo con ganas. Si no es así, para qué.

P.D.: Escrito ya el texto de ésta entrada, he tenido después una conversación con un buen amigo, en la que, tratando de diversos temas (incluyendo éste mismo), hemos llegado a una conclusión común para todos ellos, para la vida en general: Para hacer siempre las cosas con ganas, hay que renovarse, hay que innovar. Seguir siempre exactamente con lo mismo lleva al estancamiento. (O tal vez no, pero según esa conversación parece que es así).

domingo, 19 de octubre de 2014

Los directos que siempre quise tener de Queen


Al margen de la creciente fama mundial de un grupo como Queen, absolutamente engordada a partir del impacto de la muerte de Freddie Mercury, aprovechada comercialmente hasta límites ridículos (como suele ocurrir), y al margen también de frases siempre categóricas y exageradas acerca de si éste grupo (o unos cuantos otros, cada uno en su caso) es el mejor o no de la historia del rock (y alguno se atreverá a decir incluso que hasta de la música misma, ¡con un par!), para mí está claro que, incluso habiendo quedado atrás los tiempos en que eran mis favoritos (ahora no tengo uno sino muchos, y varios por encima de éste), en mi opinión sigue pareciéndome una banda única e irrepetible. Para algunos estará sobrevalorada, para mí se sigue infravalorando su mejor etapa, la inicial, en detrimento de sus “jitazos”, principalmente ochenteros, que son por los que se les conoce mayoritariamente, y ahí si que creo que hay algunos muy sobrevalorados (el que más, el que dio nombre a cierta “diva” actual…)

Y precisamente al respecto de esa predilección mía por los inicios de Queen, en concreto por sus magistrales cinco primeros discos, siempre había echado de menos poder disfrutar de álbumes en directo o vídeos de conciertos de aquella etapa. Durante muchos años tuve que conformarme con los “Live at Wembley” (grabado en 1986, emotivo y espectacular, pero con un repertorio muy descompensado en contra de mis favoritas de los años 70), y con el algo más cercano a mis preferencias “Live Killers” (este de 1979, pero con bastantes canciones de “News of the World” (1977) y “Jazz” (1978), dos buenos discos pero bastante por debajo de lo anterior, y por tanto descartando muchos grandes temas de aquella primera etapa inspiradísima, aunque también es un gran directo).

Con el tiempo, y siempre bajo el impulso comercial del mito, ha ido saliendo material oficial que sí recoge directos enteramente centrados en aquellos primeros cinco discos, o parte de ellos. “An Evening at the Concert Hall” (grabado en 1977 pero editado en 2009) recopila exactamente los cinco álbumes (“Queen”, 1973; “Queen II”, 1974; “Sheer Heart Attack”, 1974; “A Night at the Opera”, 1975; y “A Day at the Races”, 1976), y esto en principio lo convertiría en el directo perfecto de Queen para mi gusto, y en buena medida lo es. Sin embargo, ahora con la salida de los dos directos de marzo de 1974 y noviembre de ese mismo año bajo el título “Live at the Rainbow `74”, que recoge sólo material de los tres primeros álbumes, me he metido de lleno en la etapa más genuinamente Queen en su esencia, en su pureza más auténtica, menos pretenciosa en cuanto al nivel de éxito comercial, y más brillante, barroca y virtuosa artísticamente, sin menoscabo de las incontestables joyas que, ya con mayor fama mundial, aparecerían en los dos discos con nombre de películas de los Hermanos Marx. “An Evening at the Concert Hall” puede marcar el último hito de la etapa para mí más brillante de su carrera, pero “Live at the Rainbow `74” lleva directamente al centro neurálgico de dicha etapa.

Por lo tanto, es en estos discos y DVDs donde se ve a los Queen que a mí me habría gustado ver en directo; no a los del pop, los vídeos musicales, las bandas sonoras y el bigote de Freddie (a los que también echo de menos haberme perdido), sino sobre todo a los del Glam, el hard rock, el barroquismo progresivo – operístico y los pelos largos. Los 70, siempre los 70. (Y los 80, siempre los nefastos 80 –musicalmente, y sólo en general, porque también hubo cosas buenas-).

¿Cómo es posible que temazos como “Father To Son” o aún más la maravilla de “White Queen” (ambas de Brian May) quedasen luego en el olvido, luciendo como lucen en estos directos, la segunda con ese precioso añadido del piano…? Bueno, supongo que para algunos no convenían a los tiempos posteriores, habrían estado pasadas de moda… Qué pena que incluso Queen acabasen dando tanta importancia a las modas, no ya porque tuviesen o no derecho a subirse al carro de las mismas, sino sobre todo por el perjuicio que supuso para su intachable repertorio anterior. Pero claro, genialidades como “March of the Black Queen” ó “In the lap of the Gods” (éstas de Mercury, también presentes en los “nuevos” directos) al parecer eran demasiado para llegar a millones de oyentes, que eran los sueños de grandeza de Freddie, desafortunadamente o no cumplidos luego (y más tras su muerte). ¿Pero por qué? Si a base de ponerla millones de veces en la radio, hasta “Bohemian Rhapsody”, que no es precisamente una composición muy ortodoxa para círculos mainstream, ha acabado gustando a millones de personas. No es cierto que a la gente no le guste la buena música, es que no la conocen: la culpa es de los medios, que siempre han decidido arbitrariamente lo que se debe conocer, lo que debe gustar, lo que se debe considerar bueno. Y sí, desde ese punto de vista, a mí también Queen, esos Queen, me parecen sobrevalorados.

Volviendo al tronco tras haberme ido por las ramas, son increíbles momentos de estos directos como la propia introducción, con aquel instrumental solemne y atractivo llamado “Procession”; o cuando el grupo se transmutaba en banda de jazz New Orleans para interpretar “Bring Back That Leroy Brown”, mostrando dotes instrumentales que se desvanecerían en años posteriores. Y cómo sonaba el bajo de John Deacon en los temas más cañeros…¡Si por momentos recuerda, sin exagerar, a Geezer Buttler de Black Sabbath! Y pensar en lo hortera que llegaría a ser más tarde… Y esos coros, más elaborados y bastante más eficientes que en los directos posteriores. Y la voz de Freddie, ya completamente pletórica. Y la batería de Roger Taylor, más veloz y contundente de lo que luego mostraría. De Brian May poco hay que decir, porque me parece el miembro del grupo más fiel a sí mismo a lo largo de toda la historia de Queen (y evidentemente no me refiero a su imagen, que para el caso me la trae al pairo). Y la puesta en escena, rimbombante, ambigua, exagerada, verdaderamente definitoria de un grupo con personalidad y con sello de mito, no como la comodidad conformista de los 80 (vaqueros, zapatillas deportivas, etc.); aunque repito que esa es la parte que menos me importa (pero haberla hayla).

Realmente, son repertorios tan intensos y actuaciones tan disfrutables que yo, personalmente, no echo en falta los muchos super-hits (prácticamente todos) que faltan, incluyendo también los mejores de éstos. Es una gozada poder disfrutar de este material tan valioso, más ahora que, una vez que también lo más posterior de Queen ya se va quedando viejo, el tiempo vuelve a poner en su lugar (para quien quiera apreciarlo) el verdadero balance entre unas y otras canciones.

No niego que el hecho de que ahora se editen todos estos discos y vídeos tiene también su componente comercial, sacacuartos de fans empedernidos. Pero, además de que ya he dicho que éste lanzamiento en concreto representa (como “An Evening at the Concert Hall”) lo que siempre quise tener y hasta ahora no pude (aun sabiendo que podía existir en versiones “bootleg”), lo que sí tengo claro es que, pudiendo elegir entre ese último y enésimo recopilatorio que han sacado de temas en estudio con sólo tres canciones nuevas (una de ellas con doble aprovechamiento comercial necrólatra, con el dueto Mercury – Jackson), y esto que comento en esta entrada, me quedo con los irrepetibles años 70.