jueves, 26 de mayo de 2011

Cuando el escapismo se conecta a la realidad

Se dice que el arte nos redime de la cruda realidad, que la evasión hace posible sentir la utopía aunque no sea material, para darnos un respiro en medio del ahogo en que solemos vivir.

El ahogo suele ser material, o bien porque el oxígeno no llega a todas las personas, o bien porque llega contaminado, o porque a veces oxida tanto o más que lo que nutre. Pero también puede ser infuso, cuando uno siente que su percepción choca con la estética habitual de los sonidos e imágenes que le rodean, cuando nota que o se une artificiosamente a las corrientes convencionales, o si mantiene su personalidad acabará tal vez arrastrado a una isla desierta. Ahoga lo fácil, lo simple, lo aparente, lo rápido, lo ruidoso, lo polémico, lo impuesto, lo ostentoso, lo exitoso, lo dominante, lo opulento. Ahoga buscar lo contrario de todo eso. Y ahoga estar a medio mar entre ambas tierras, sin atreverse a decidir por una u otra.

Y también ahoga el enfrentamiento. La defensa de las ideas por encima de cualquier otro valor, por encima –obviamente- de las de los demás. Salvaguardar una opinión se convierte en la versión “racional” de la ancestral defensa de un territorio, que casi nadie quiere permitir que otros conquisten, y que muy pocos se conforman con no ampliar: A mí que no me convenza nadie; en todo caso, ya intentaré yo convencer a los demás. Maestros de todos, aprendices de nadie. El eterno Duelo a garrotazos de Goya. Los “buenos” contra los “malos”.

Llevaba dos semanas sin reflejar por este blog ninguna de esas escapadas que, escéptico y desencantado de toda esa realidad, necesito vivir con frecuencia para poder respirar otras atmósferas. Algo había cambiado; un chorro de aire fresco y limpio había irrumpido en la realidad. No hacía falta escapar, porque, al menos en apariencia, al fin había oxígeno para todos. Ya no hacía falta elegir sólo entre estar con alguien o estar contra él. Ya no hacía falta hacer ruido en el debate para que te escucharan. Ya valían más opiniones que el blanco o el negro.

Evidentemente, necesitaba expresar aquí lo que sentí al verlo. Pero con el paso de los días, esa fortaleza y al mismo tiempo debilidad humana llamada escepticismo, que para bien o para mal se origina parcialmente en la reflexión y la experiencia, hacía que, alternativamente, chocaran en mí sentimientos contrapuestos. La habitual desconfianza que usamos como autodefensa de todo, lo inevitable de que en un movimiento tan numeroso puedan aparecer antes o después elementos de distorsión, o simplemente la dificultad de organizar algo más sólido y fuerte que lo que ya hay, la lucha desigual contra un sistema mucho más poderoso y al que estamos atados, la imposibilidad de la coherencia completa, la necesidad de adaptar lo que se anhela a lo que realmente hay, las inciertas consecuencias, el tener claro que lo que hay está mal pero no tener claro que lo que no hay no lo conocemos, aquello de que los caminos al infierno están llenos de buenas intenciones (como en “Rebelión en la granja”), la candidez de pensar que se puede confiar en todos o de que puede existir el bien sin el mal, etc. En fin, la sospecha de haber aplaudido un camino tal vez ingenuo… o no… ¿Aquí… o allí?

Supongo que el mayor peligro está precisamente en caer en el mismo error de aquello contra lo que se lucha: Convencernos de que ese, y no otro, es el camino. Estar convencidos de lo que no conocemos, con un empecinamiento similar al de las opciones oficiales.

De cualquier manera, creo que es una forma más esperanzadora de ver la vida, preferible a tener que conformarse o resignarse con lo establecido. Insufla pluralidad. Hace sentir que pertenecemos a este mundo. Y mientras exista la duda que nos hace humanos, probablemente nos engañaremos menos que si volvemos a coger los garrotes del convencimiento que aún blande la mayoría. No es malo dudar: es inevitable, si se usa la inteligencia libre de prejuicios. Ángela Becerra lo ha plasmado muy bien en su columna de esta semana en el ADN.

Y ¡qué narices!, que estamos dejando otra vez que los poderosos lo sean cada vez más, y en consecuencia le pase lo mismo a los oprimidos, amén del pueblo llano o clase media que mueve los remos:



P.D.: Para volver a recuperar la confianza, basta pasarse de nuevo por la Puerta del Sol, como he hecho esta tarde una vez escrita esta entrada, y comparar los debates de sus asambleas con lo que vemos normalmente en el Congreso de los Diputados o en las tertulias televisivas (por aquello de lo ruidoso y lo polémico). Hay que apagar la televisión…

…Y así –tal vez- dejaremos de ser un imperio de paletos…

jueves, 12 de mayo de 2011

Cumplido 115, casi al límite de las fuerzas: Cabeza de Hierro Menor por la cara sur



Hay excursiones de montaña que aportan emociones por su valor paisajístico, o por las sensaciones de quietud y evasión que crean los ambientes desolados, o bien por los múltiples detalles de explosión de la vida que ofrece la naturaleza; son las excursiones contemplativas, como la nocturna a Peñalara de hace unas semanas.

Por el contrario, hay otras ascensiones en las que el valor principal está en el reto a superar, ya sea de tipo técnico o por el esfuerzo físico que exigen, por su longitud, desnivel, etc., que es el caso de ésta subida a Cabeza de Hierro Menor por la Loma de Cabezas, desde el pueblo de Manzanares el Real.

Yo creo que lo ideal es que haya una combinación de ambas perspectivas, pero también es verdad que el resultado final no se busca adrede (sobre todo en el primer caso), sino que luego te encuentras con más de lo uno o de lo otro. Y cuando te encuentras con que la exigencia física acaba teniendo tanta preponderancia que el resto queda en un segundo plano, puede ocurrir, o bien que acabes hasta las narices con algo con lo que pretendías disfrutar, o bien que seas tan consciente de la paliza que te has dado, que el hecho de haber superado ese reto te produzca una vanidosa satisfacción, como me ha pasado esta vez.



No es que esta excursión haya sido una de las más duras que hecho nunca, pero si que puede estar entre las que mayor descompensación tenían entre su dureza y mi estado físico. Es cierto, como ya dije en la mencionada excusión anterior, que ahora creo que no estoy tan bajo de forma como pensaba hace escasos meses, pero en cualquier caso no tengo la fuerza y la resistencia de otras temporadas, como también dije en aquella entrada. Y esta ascensión era la más larga y de mayor desnivel en mucho tiempo: Alrededor de 22 kilómetros, 1.500 metros de subida y 600 de bajada.



Durante la larga aproximación desde Manzanares el Real al Puente de los Franceses, a partir del cual empiezan las pendientes verdaderamente fuertes de la ruta, fui a un ritmo moderado pero prácticamente sin parar, o muy poco, durante dos horas. Lo mejor de este tramo fue que, a pesar de las feas carreteras y pistas que hay que recorrer casi todo el rato, y de las muchas veces que lo he hecho ya, no me pasó como en el intento de ascensión a la Peña del Rayo hace dos años, que acabé harto de tanto patear antes de poder llegar al objetivo en sí. De hecho, y en previsión de ello, esta vez me había llevado el MP3 para distraerme, pero no lo necesité: Las simples ganas de hacer esta excursión ya me motivaban a ir razonablemente animado. Creo que la sensación del despertar montañero del día de Peñalara se mantenía.



Ya subiendo por la senda que transcurre junto a la orilla del Manzanares entre los puentes de los Franceses y de los Manchegos, cogí un ritmo algo más ligero a pesar del aumento de la pendiente, señal de que me sentía aparentemente más en forma de lo que notaba meses atrás. Eso sí, no recordaba que los tramos en zigzag de este camino fueran tan prolongados, lo que me llevaba a no bajar el ritmo porque pensaba que iban a terminar antes; luego llegaba con la lengua fuera al final de esos tramos, y con ello la velocidad de marcha no acababa de ser constante. En cualquier caso, iba bien. Y disfrutando del caudaloso Manzanares y sus afluentes.







Lo que empezó a preocuparme más fue que la nubosidad estaba aumentando bastante más de lo previsto por los servicios meteorológicos. De hecho, pronto llegó a estar completamente cubierto de nubes bajas, lo cual era un problema teniendo en cuenta el tipo de ruta: El principal aliciente, y la razón de hacer una aproximación tan larga, era subir por una cuerda nueva para mí como era la Loma de Cabezas; Con la niebla, una cuerda tan ancha y probablemente con escasa referencia de caminos, podía ser un lugar perfecto para desorientarme, y en cualquier caso el interés paisajístico de subir por allí perdía toda su gracia.



Estaba bastante enfadado; era una ruta más o menos original que tenía en mente desde hacía bastante tiempo, y que de hecho ya me había propuesto hacer en dos ocasiones, en las que luego optamos por otros planes propuestos por mis amigos. Cuando al fin se daba la ocasión perfecta, con la halagüeña predicción meteorológica, y estando ya relativamente cerca del comienzo de la Loma, aparecían las nubes para taparla. Parecía una broma pesada de Murphy, como siempre tocando las partes bajas.



Ya en el Puente de los Manchegos, y viendo que las nubes se abrían y cerraban con frecuencia, creí que merecía la pena insistir, que tal vez pasaría como en la propia excusión nocturna de Peñalara, que también parecía que la niebla lo iba a echar todo a perder y luego salió perfecto.

Subiendo por la Loma de Cabezas, la niebla empezó a vacilarme con insistencia; a ratos me ofrecía la visión completa y despejada del siguiente tramo de cuerda, y a ratos se cerraba por completo. Por lo tanto, mientras había visibilidad avanzaba, y cuando se empezaba a tapar hacía una pausa, durante la cual aprovechaba para dejar marcado un rumbo con la rueda de la brújula, y si se cerraba del todo esperaba. Así las cosas, estaba jugando también con la posibilidad de dar tiempo a las nubes para que pasaran del todo, aunque eso llevaba a otro problema: no tenía mucho tiempo para coger el último tren en Cotos; podía jugar con eso, pero no abusar. La duda consistía en si no tendría que darme la vuelta antes de seguir subiendo, para no meterme en una zona más complicada o desorientarme, o simplemente para que no se me hiciera tarde.



Tuve un error muy tonto, y es que había confundido las horas de la tarde al hacer un cálculo rápido: Conté las seis como si fueran las 16:00… Vamos que, para colmo, me estaba quitando dos horas. Lo cierto es que al caer en el fallo tuve una sensación de alivio bastante grande: De repente tenía dos horas más: La cosa no era imposible. De hecho, a las 14:00, de nuevo en medio de una niebla espesa, me puse a comer tranquilamente, y pude esperar a que, prácticamente una hora más tarde, se despejara casi del todo.



Pero aún quedaba por llegar lo más duro. Pronto iba a notar el cansancio acumulado, en consonancia con mi estado de forma actual. Primero me encontré, ya en la mitad más alta de la cuerda, con unos afloramientos graníticos más agrestes que los anteriores. Al principio quise tentarlos para seguir por la propia cuerda, pero luego comprendí que si hacía eso todo el rato, al margen de la posibilidad de enriscarme, probablemente me llevaría demasiado tiempo llegar a la cima, con tanta trepada y destrepe.

Por lo tanto, decidí rodearlos por la izquierda (oeste), y me encontré con un terreno que, aunque más rápido que por las rocas, hacía el avance incómodo por la abundancia de matorral. Fue entonces cuando se juntó todo. Mi ritmo era muy lento, el cansancio, notable, y de nuevo el horario estaba un poco justo (y ahora sin errores), más que por el tiempo de que disponía, porque era difícil pensar que fuese a subir rápido la parte final, con ese terreno y esa falta de fuerzas. Y ahora sí, el camino estaba completamente despejado de nubes, y la cumbre de Cabeza de Hierro Menor se mostraba al fondo, con el atractivo montañero que habría deseado cuando estaba con fuerzas pero en medio de la niebla.



Entonces llegaba la lucha psicológica. En este caso la verdad es que fue un poco extraño, pues por las circunstancias tampoco es que sintiera una especial necesidad de hacer cumbre, ni por cumplir el objetivo, ni por completar una Loma de Cabezas que me había parecido menos interesante de lo que esperaba, ni por sentirme realizado, ni nada de eso. Me parecía más lógico reservar las pocas fuerzas que me quedaban para llegar al Collado de Valdemartín y Bajar a Cotos a tiempo, que para subir a una cima que ni siquiera era la principal (desde luego la Cabeza de Hierro Mayor ya estaba descartada).

Pero no perdía mucho por avanzar unos minutos más en paralelo a la Loma, acercándome en cualquier caso a Cuerda Larga y por tanto al Collado de Valdemartín. Pronto estuve a medio camino entre las dos cuerdas, con la cumbre de Cabeza de Hierro Menor en el corte de ambas, justo enfrente de mí. Eran las 16:00. Había calculado que si bajaba más tarde de las 16:45 de la cima, perdería el tren. 45 minutos era bastante para tan poca distancia, pero yo estaba hecho polvo; andaba como si estuviera en la luna, muy lento, en plena pájara.



De alguna manera, algo me decía que si intentaba hacer cima me sentiría más satisfecho, o que si no lo hacía me quedaría más frustrado. Como suele pasar en la montaña, vaya, pero en este caso me lo tomaba con mucha menos pasión que otras veces, restándole importancia. Y, al fin y al cabo, la situación de cansancio y tiempo poco holgado, me inclinaba a darle aún menos importancia. Pero, por lo que fuese, no acababa de rendirme.

Así que decidí seguir subiendo con ese avance parsimonioso, aunque cada vez que lo reiniciaba tras una pausa quería recuperar un ritmo bueno, pero que me duraba poco. Decidí ir mirando el paso de los minutos e ir contrastándolo con la parte que me quedaba de la subida. Cuando veía que eran las 16:15 y veía lo que me quedaba, me decía que no podría. Entonces, me dirigía a la Cuerda Larga, como renunciando a la cima pero sin descartarla del todo. Luego pensaba: “venga, otro arreón más y si veo que no, lo dejo”. Y así una y otra vez. Creo que descarté hacer cima como tres o cuatro veces. El penúltimo intento consistió en llegar definitivamente a Cuerda Larga y dejar allí la mochila, para subir a la cima sin ella. Eché un trago de agua, cogí la cámara de fotos y tres onzas de chocolate, y empecé a comérmelas mientras retomaba la subida por la cuerda. Al principio me sentí más ligero, pero pronto volví a estar como si tuviera la mochila a cuestas, más aún al ver que eran casi las 16:30. Fue la última vez que me dije que no me daría tiempo; al fin y al cabo, ya si que era una tontería quedarse sin hacer cima, estando ya a tiro de piedra (literalmente).



Finalmente llegué arriba con poco interés en el paisaje, aunque hice alguna foto, y comencé a bajar antes de las 16:45, comprobando en breve que ni para el descenso tenía fuerzas como para ir rápido. Tardé en convencerme de que no perdería el tren, porque en cualquier caso sabía que no podría acelerar el ritmo. Afortunadamente, había calculado el tiempo de bajada a Cotos por lo alto: me sobraron 15 minutos.



En fin, una lucha muy tonta, seguramente, y en una montaña relativamente modesta como para considerarla una ascensión especial o importante, pero también podría haber ocurrido que, renunciando a subir, me hubiese quedado luego con igual sensación de decisión tontamente conformista y, al fin y al cabo, equivocada, pues tiempo tenía. Y es verdad que la satisfacción de hacer cima en esa situación me sentó bien.



¿Para qué sirve todo esto y por qué nos sentimos impulsados a ello? Pues no sé si tiene respuesta, ni si merece la pena buscarla: La cabra tira p´al monte, y ya está.





Descripción técnica de la ascensión.

sábado, 7 de mayo de 2011

115: Cabezas de Hierro por la cara sur


  1. Lugar: Sierra de Guadarrama.

  2. Momento: Mañana domingo.

  3. Plan: Ascensión a Cabezas de Hierro por la cara sur, desde Manzanares el Real. Manzanares - El Tranco - Canto Cochino - Charca Verde - Puente de los Franceses - Senda junto al Manzanares hasta el Puente de los Machegos - Loma de Cabezas (ésta cuerda es lo que más me atrae de toda la excursión, y su razón principal de ser) - Cabezas de Hierro - Más que probable bajada al Puerto de Cotos.