domingo, 30 de noviembre de 2014

Desconexión total al sur del Tajo




Asumida la actual etapa de ligera indiferencia montañera (salvo alguna excepción de la que no quiero abusar), resulta que ese otro tipo de excursiones campestres que sólo llevo a cabo muy de vez en cuando, consistentes en recorrer terrenos más bien llanos o con escaso desnivel, me ha deparado recientemente mayores sensaciones de las que por lo general solía experimentar en ellas.




Esto ha tenido lugar cerca de Aranjuez, en los terrenos yesíferos que, inmediatamente al sur del Tajo, están casi copados por cultivos tanto de secano (olivares, viñedos, cereales) como de regadío. Allí, en los confines de Madrid y Toledo, a tramos en una provincia y a tramos en la otra –los límites son aquí especialmente caprichosos, conformando ese apéndice (por no llamarlo de otra manera) tan característico del sur de la Comunidad de Madrid-, allí, decía, encontré el ambiente adecuado para olvidarme de si lo que me gusta es la montaña, el aire libre, salir, no salir, o sencillamente no pensar en lo que me gusta, sino simplemente hacerlo.






Parece mentira que en un lugar tan aparentemente accesible llegue a tenerse una sensación de soledad y quietud tan absoluta en tanto panorama visible alrededor. A ello ayudó un cielo velado, no totalmente gris pero lejos de ser luminoso, y un ligero viento como casi único acompañante; que un 23 de noviembre no se tenga frío en camiseta con esas condiciones ya desubica; El silencio acaba por desorientar emocionalmente: No sabes exactamente lo que sientes, pero notas tu insignificancia, y sobre todo que te has desconectado de todo y del todo. Y no me hizo falta subir a ninguna cumbre.






Los colores otoñales del Jardín del Príncipe de Aranjuez y sus aledaños, así como el ruinoso pero evocador Castillo de Oreja, de origen musulmán, erigido en vistosa y altiva localización sobre los cortados que dominan la vega meridional del río, y acompañado de los restos de un curioso poblado, fueron los otros alicientes de un día que, como suele ocurrirme con este tipo de excursiones, previamente no prometía tanto (o eso o soy yo y mi demasiado moderado optimismo).








sábado, 22 de noviembre de 2014

Harold and the Barrels, amor a Genesis y al arte en general

Un par de cosas me habría gustado hacer respecto al concierto que presencié el viernes pasado (14 de noviembre) en Madrid, con el grupo Harold and The Barrels, tributando a los clásicos Genesis. Primera, haber conocido a Genesis muchos años antes (apenas hace 5 años) y haberles dedicado aún más tiempo en ese lustro, con lo que el apego y disfrute a las canciones habría sido superior (aunque no fue precisamente pequeño), y además habría podido memorizar mejor el repertorio.

La segunda es que me habría gustado sacar más tiempo para escribir esta reseña antes, conservando más las sensaciones de la velada. Todo ello con un claro objetivo: Elaborar ahora una crónica más amplia y detallada, a la altura de lo que pude presenciar, de lo que Harold and the Barrels ofrecieron y por tanto merecen. Si, de acuerdo, este es un blog que sólo leen cuatro gatos (pocos de mis amigos y dos más, por así decir), pero es que la proporción de reconocimiento que creo que esta banda de versiones recibe con respecto al nivel de calidad de su trabajo sería posiblemente comparable.

Interpretar en directo temazos de la dificultad de “Firth of Fifth” o “Supper´s Ready” y clavarlas de principio a fin, homenajeando con tal capacidad instrumental la etapa más artística, brillante y olvidada de una banda tan mítica, y hacerlo para audiencias como la de aquella noche, de alrededor de cien personas, es como para que todos los periodistas musicales de este país, sin recibir nada a cambio, perdieran una buena cantidad de su tiempo hablando de ellos, con el mismo amor al arte que ellos. Aunque no les leyera ni dios. (Tampoco sé si quedan muchos periodistas musicales capaces de hablar con autoridad de los Genesis de los 70). Así que yo, que no soy ni periodista musical, tendría que haber hecho justicia al respecto, que es lo que me habría gustado al escribir este post.

Pero claro, hablamos de rock progresivo de los años 70, y hablamos de un país llamado España. En fin, que lo de Harold and the Barrels es puro romanticismo, pero de dimensiones épicas. ¿A quién se le ocurre? Bueno, pues insisto en que el nivel de detalle con que está trabajado cada compás de las canciones, con toda la complejidad que implican temas como “The Musical Box”, “The Fountain of Salmacis”, “Watcher of the Skies”, “The Knife”, “The Battle of the Epic Forest” o “The Lamb Lies Down on Broadway” (con ese piano sobresaliente e incansable), con lujosos aderezos como el de la flauta, entiendo que implica tal cantidad de horas de ensayo -que supongo que difícilmente dan siquiera de comer-, que me parece que esta gente merece un monumento.

Y encima toda esta historia da que pensar con respecto a conciertos cuyas entradas cuestan más del doble (y bastante más, y no incluyen consumición), por parte de bandas que sí viven (y algunas de ellas muy bien) de eso de la música, pero a las que suele costarles dar con un sonido perfecto (a veces ni de lejos) en directo (que si son profesionales se supone que no tendría que ser problema). Por que en el concierto de Harold and the Barrels, desde el primer segundo de la introducción, con esa versión instrumental de “Behind the Lines”, previa al atractivo y en su día exitoso “Turn it On Again” (Phill Collins ya partía el bacalao), la calidad acústica fue impecable, con esa batería sonando en perfecto estéreo… No escuchaba algo comparable desde el concierto de Yes, y para mencionar algo superior en ese sentido me tengo que remontar al de Norah Jones (ambos creo que tienen razones de sobra para sonar a ese nivel, claro). Considerando que hubo un momento, en los inicios de la megalómana y extraordinaria “Supper´s Ready” (este amor al arte raya la locura), en los que había 7 instrumentos sonando al mismo tiempo y se podían distinguir individualmente todos: Tres guitarras, bajo, batería, teclado y flauta…

Habría que destacar a todo el grupo, sin duda, pero me quedo especialmente con tres de ellos. Hay dos clásicos del rock español, que en el momento de estar allí no reconocí… El bajista, que me pareció trazar durante toda la noche unas líneas melódicas espectaculares (y qué bien se oía, contundente pero sin machacar al resto ni mucho menos, como debe ser con este instrumento), es José Ramón “Guny” Pérez, que en su día formase parte de una gran (y más conocida) banda, relacionada con el género, como es Asfalto (más conocida por su “rock urbano”, pero que tuvo –y tiene- sus delirios progresivos –y benditos delirios-). El otro podría parecer mucho menos relacionado en el estilo; se trata de Fernando Sánchez de Obús, pero el hecho es que tiene un nivelazo de batería progresivo tremendo.

El tercero es el artífice del temerario proyecto, el teclista Carlos Pastor. Me pareció que tanto con sonido piano como de teclado electrónico es un auténtico virtuoso, que sacó ese sonido mágico que define la esencia más cercana del prog a la equívoca etiqueta de “rock sinfónico”. Pero, más allá de eso, me gustaría destacar cuál es su filosofía, cuál es la razón (o sinrazón) de atreverse a tal conquista de lo inútil, reflejada en esta entrevista en Portal Esquizofrenia (bien traído el nombre de la web), de la que extraigo el quid de la cuestión:

No hay dinero ni reconocimiento de masas. Hacemos esto por el simple placer de salir juntos a un escenario, bordar esos acordes que nos parecen maravillosos, y sentirnos reyes disfrutando los unos de los otros. Alguno de mis compañeros incluso ha renunciado a ofertas mucho más lucrativas por estar en el proyecto y puede que para mí sea económicamente una apuesta ruinosa. Lo único que puede salvarnos de la quema es que, en el fondo, lo hacemos por puro amor al arte, pasándolo como niños sin otra perspectiva que la de hacer algo que sabemos que es bueno y salvaguardar nuestros egos por haber estado en ello. Al lado de eso el dinero no tiene ningún valor. Cómo disfrutamos y nos reímos y nos apreciamos y nos respetamos… Yo creo que eso es el verdadero éxito”.

Lo dicho, como una cabra. Pero bendita (y nunca suficientemente agradecida) locura.

No olvidaré el éxtasis vivido con los gloriosos teclados de “Firth of Fifth”. Pero sobre todo, no olvidaré nunca la emocionante “Supper´s Ready”, cuya sección “Apocalypse in 9/8” me pareció el mejor momento de todo el concierto, con ese ritmo envolvente y evasivo, que me invitó a cerrar los ojos y a imaginar delante de mi a los verdaderos Banks, Hackett, Collins, Gabriel y Rutherford. Soberbio. Sólo eché de menos “Cinema Show”, pero como ya la versionaron nada menos que The Flower Kings la última vez que estuvieron por aquí, no voy a quejarme mucho.

Ya le comenté a Ángel (que lamenté que no viniera, por lo que se perdió y por no poder comentar ni luego recordar con nadie el pedazo de concierto que presencié) que nunca había visto antes a un grupo que no conociera previamente y que me gustara tanto… Claro, hay trampa, porque la mayoría de ellos son grupos de los que no conoces las canciones… Pero se puede encontrar la excepción en otro grupo de versiones, en concreto Momo, tributo nada menos que a Queen. También me parecieron buenísimos las dos primeras veces que les vi (aquí la segunda), pero ni el nivel técnico me parece tan dificultoso ni -vuelvo a lo mismo- hablamos de un grupo versionando canciones para público minoritario. En cualquier caso, todas las bandas tributo coinciden en algo: El aprecio al grupo original les lleva a tomarse muy en serio la calidad interpretativa de las versiones: Todas las bandas “clon” que he visto me han parecido de un nivel enorme (supongo que si ellos mismos no se vieran como tal, no se atreverían a presentarse ante los seguidores de los grupos originales). Amor al arte.

Me habría gustado contar con una segunda oportunidad respecto de este repertorio, para dedicar más tiempo a Genesis y poder corear más canciones, como sí supe recordar en el estribillo de “The Carpet Crawler”, pero parece ser que van a renovar el set-list para futuras ocasiones (¿tirarán de más temas de los 80 y 90, para aspirar a más público –que ganado se lo tienen, la verdad-…?).

De momento la siguiente oportunidad será, el mes que viene, con otra banda similar liderada también por Carlos Pastor (sí, definitivamente está de psiquiátrico), con algunos más que asimismo coinciden, llamada Rock Confónico, y que versionan a diversas bandas progresivas de los 70 (pero muuuuuy, locos…). Sólo oír hablar de Yes, Camel, Jethro Tull, ELP, Focus, Gentle Giant, Mike Oldfield, los propios Genesis, etc., interpretados por esta gente en un mismo concierto, y se me eriza el vello…

viernes, 14 de noviembre de 2014

Annapurna, primer ochomil (Maurice Herzog, 1953)

Al margen de que hace algún tiempo que la literatura de montaña, aunque me sigue gustando, ya no me impresiona tanto como en las primeras lecturas (quizá en consonancia con lo que me pasa con la propia práctica del montañismo), creo que con Annapurna primer ochomil me ha ocurrido algo más sencillo: Ya me sabía la historia.

Tampoco sé si eso es un motivo realmente definitivo de que no me haya resultado una lectura al nivel de lo mítico del título, porque lo mismo podría decir de cuando leí Tocando el vacío de Joe Simpson (antes había visto el también impresionante documental), y sin embargo se trata del libro que seguramente más me ha impactado nunca, incluyendo todos los géneros literarios. Aquí tal vez hay que añadir la otra razón apuntada: La obra de Simpson sí está más o menos entre las primeras que leí sobre alpinismo, en pleno auge de mi apego a ese tipo de literatura.

Sin embargo, creo que hay que reconocer algo más, sin ánimo de echar por tierra -desde mi modesta posición de mero aficionado- a uno de los clásicos de la historia del montañismo. Si bien considero a Joe Simpson a alguien con un enorme talento como escritor, me parece que Maurice Herzog no deja constancia en su libro sobre la primera ascensión histórica al Annapurna de una gran brillantez con la pluma. Es algo que me parece haber leído a Iñaki Ochoa de Olza, no sé si en el foro de Sistema central o en su libro Bajo los cielos de Asia, aunque creo que con palabras más rotundas.

Yo no llegaría a ser tan categórico como Iñaki; Creo que Annapurna primer ochomil no está mal escrito, ni mucho menos, pero tampoco es una gran obra literaria, no a la altura de la legendaria aventura que narra, para mi gusto. También es cierto que por un lado se trata de la “ópera prima” de Herzog en la literatura, y que por otro esto tuvo lugar con el agravante de tener que escribirlo al dictado, pues estaba en el hospital precisamente recuperándose de sus graves lesiones en la propia ascensión.

En cualquier caso, es cierto que la narrativa del libro, aunque resulta interesante y ágil, en general es algo prosaica, lo que contrasta con algunos momentos dramáticos de la trama, que son tratados de forma más teatral de la cuenta; creo que, paradójicamente, en esas partes habría funcionado mejor la naturalidad.

No obstante, tampoco quiero que parezca que el libro no me ha gustado (no es así en absoluto), al haberme puesto a hablar principalmente de lo negativo. Otra cosa es que la idealización que tenía de la historia que ya conocía sobre ésta “epopeya alpina” estuviera por encima de la más extensa de sus plasmaciones sobre el papel. No siempre ampliar lo conocido lo mejora.

En el contexto de 1950, y al margen de lo que supuso ante la opinión pública la conquista de la primera montaña de más de 8.000 metros, ésta aventura tiene un encanto muy especial. Ya el propio acercamiento a la base de la misma es una exploración en toda regla, recorriendo durante días un terreno desconocido, mal topografiado, etc. Nada que ver con las expediciones actuales (y desde hace algunas décadas) que se acercan a los campamentos base incluso en helicóptero. La descripción detallada de toda la logística de las operaciones (que sí es un punto fuerte y bien plasmado del libro) resulta de un interés enorme, en comparación con lo que ocurre actualmente. Los días del ataque definitivo tienen un romanticismo que es difícil encontrar en libros como Mal de altura (que literariamente sin embargo me parece bastante superior) de Jon Krakauer (1).

De cualquier manera, el libro es recomendable para cualquier aficionado a la literatura de montaña (supongo que más aún si no se conoce previamente la historia). Es razonablemente entretenido, y va ganando interés a medida que avanza. Otro de los aspectos que he disfrutado especialmente es el hecho de conocer a parte de sus protagonistas, de haber leído sobre ellos o incluso los propios libros escritos por ellos mismos en el caso de Lionel Terray y Gaston Rebuffat (también escritores notablemente mejores que Herzog), lo que hace que la lectura de este libro incluyera cierta simpatía por mi parte hacia éstos personajes.

De hecho, personalmente me quedo con la descripción que Terray hizo de la misma expedición en su también antológico libro Los conquistadores de lo inútil: Más resumida en términos generales, aunque detallando mucho más aspectos de los pueblos y culturas de Nepal y el Tíbet, de los sherpas, etc., y sobre todo más efectiva en captar la esencia auténtica (o creíble) de lo que pasó en la propia conquista.

Incluso diría que lo que ya había leído aún antes en libros sobre crónicas históricas (Historia del alpinismo de Agustín Faus y sobre todo El Sentimiento de la Montaña de Eduardo Martínez de Pisón y Sebastián Álvaro) me llegó a impresionar mucho más, especialmente (como es sabido por quien conoce la historia) en el épico descenso del Annapurna, una huida hacia la vida en toda regla. Incluso siendo breves resúmenes de lo que ahora me ha aportado la obra completa de Herzog, aquellos “spoilers” fueron sin embargo pequeñas lecturas muy intensas.


(1): Tengo pendiente tratar en este blog el libro Mal de altura de Jon Krakauer, pero aún no lo he hecho porque me gustaría hacer una entrada conjunta con el libro de Anatoli Boukreev sobre la misma trágica expedición al Everest en 1996 (aún tengo pendiente leer éste último).

jueves, 6 de noviembre de 2014

Stefani Joanne Angelina Germanotta escapa de sí misma

Las listas populares del Spotify me resultan tan cansinas como cualquier radio fórmula, pero, también como en esas emisoras, hay canciones que se llevan la palma, más por insistentes que por malas.

Hace unos días, en la oficina, aguanté una de esas listas puesta por uno de los compañeros hasta que apareció por enésima vez la cantinela repetitiva del “Bad Romance” de los coj… ¿La solución? Como suelo hacer en esos casos, ponerme los casos y escuchar mi propia música…

¿Y con qué lo contrarresto esta vez? De repente, una bombilla se encendió en mi cabeza. ¿Y por qué no con algo que no muestre inquina hacia la diva autora del jitazo antes mencionado? Es decir, con algo en lo que ha participado ella misma: Recordé que la señorita Stefani Joanne Angelina Germanotta había grabado recientemente un disco de jazz nada menos que con Tony Bennett…

…Pues vaya gozada de disco, oigan. No es que yo sea un oyente habitual de este tipo de música, ni que el disco sea muy innovador ni especialmente original (son todo versiones), pero resulta que la chica tiene (como ya me parecía) un talentazo enorme para la música, y canta de maravilla. Una lástima que esté tan desaprovechada en pos del éxito comercial; o bien lástima que para lograr ahora ese éxito haya que recurrir a ese electro-pop tan imitativo y poco imaginativo que triunfa actualmente; una pena que no hayan cundido más ejemplos como el de Amy Winehouse (sí, tampoco me parecía nada mala) o Adele.

En cualquier caso, con este disco la amiga Stefani podría haber pasado de merecer el nombre artístico que usa habitualmente, basado en el título de uno de los éxitos más comerciales y menos brillantes artísticamente de Queen, a merecer casi el de Lady Bohemian, o (más apropiado por el estilo) Lady Melancholy.

domingo, 26 de octubre de 2014

Nueva motivación para no dejar de tener ganas

En varias ocasiones he comentado cómo mi motivación por salir a la montaña ha ido pasando por diferentes etapas, alternando el entusiasmo con la sensación de rutina cercana a la apatía. El regreso a los momentos más positivos solía coincidir con algún tipo de novedad o añadido que me ayudaba a disfrutar de mis salidas desde un nuevo punto de vista: Conocer lugares nuevos (en su día Pirineos, Picos de Europa o Alpes), aprender nuevas técnicas (como el alpinismo invernal con crampones y piolet), empezar a escribir descripciones en alguna página web, comprarme una nueva cámara de fotos, hacer salidas largas en solitario, buscar itinerarios más originales o “elegantes”, iniciar éste blog, etc.

Como también he reflejado últimamente por aquí, la última etapa era más bien de motivación baja, aunque no traumática: ya no me importaba tener menos ganas que antes, y aunque no por ello había dejado de salir al monte, si me quedaba en casa tampoco pasaba nada (hay muchas otras cosas que valen la pena). Lo que nunca pensé es de qué manera volvería a experimentar una nueva atracción por salir: Algo tan meramente deportivo y superficial como tratar de hacer una ascensión de desnivel digamos respetable en el menor tiempo posible.

Yo, que siempre he visto el aspecto emotivo del montañismo en la parte contemplativa y radicalmente opuesta al alocado ritmo de la vida artificial de nuestros días, y que las excursiones largas siempre las he preferido con tranquilidad y vivacs de por medio, sin por ello dejar de hacer itinerarios que, en bastantes ocasiones, estaban cargados de kilometraje y desniveles, pero nunca a ritmo de carrera sino más bien de nómada que se mueve según se da el día o según pide el ánimo. Que si alguna vez tuve prisas era porque completar la excursión lo exigía, como en la subida al Almanzor desde Candeleda. O eso, o porque iba a perder algún tren o autobús. Esa había sido siempre mi filosofía del montañismo: una idea lo más alejada posible del concepto de la competición.

El caso es que, sin saber con total exactitud la razón o el impulso, desde hacía tiempo se me había pasado por la cabeza la posibilidad, por pura curiosidad, de intentar ser lo más rápido que pudiera en subir y bajar una montaña. Y como desde hace años tengo además un cierto anhelo no completamente comprometido de subir a La Maliciosa (mi montaña favorita de la sierra que tengo más cerca, que es la de Guadarrama) el mayor número posible de veces, pensé que ésta podía ser la cumbre perfecta para hacer sucesivas ascensiones a la misma por una ruta concreta, tratando de mejorar el tiempo cada vez.

Las previsiones meteorológicas parecían propicias para el pasado domingo 19 de octubre, y lo fijé como el día adecuado para hacer la prueba. El día anterior calculé la distancia y desniveles de un itinerario desde el pueblo de Navacerrada hasta La Barranca, y desde aquí a la cumbre de La Maliciosa por el Arroyo Tijerillas, más la vuelta por el mismo recorrido. Lo dividí en cuatro tramos, me hice una tabla en una hoja de cálculo, y lo dejé todo preparado para tomar nota de tiempos parciales y totales, incluyendo tres únicas paradas en puntos más o menos concretos: El desnivel principal lo iba a subir del tirón, sin pararme ni siquiera a echar un trago. Por la noche, antes de acostarme, tenía un cierto gusanillo en el cuerpo, que se confirmó por la mañana al levantarme, y se mantuvo mientras viajaba en autobús a Navacerrada, especialmente cuando pude ver la siempre vistosa cara sur de La Maliciosa (por la que iba a subir) ante mí: Era un gusanillo que hacía tiempo que no sentía.

De repente, tenía la sensación de estar ante una nueva recuperación de la motivación por el montañismo, pero resulta que el impulso provenía de una manera de entenderlo opuesta a la filosofía que yo siempre había defendido. Luego, durante la ascensión, efectivamente disfrutaba de la curiosidad de la prueba, de la ilusión de que se me diera lo mejor posible, de la concentración para ir regulando el ritmo de la manera más dosificada y al mismo tiempo tenaz, del hecho de sentirme en buena forma, de la incertidumbre de comprobar cuánto tardaría, de si mejoraría o no los tiempos previstos, de llegar a la cima y ver que había tardado mucho menos de lo que imaginaba en la subida desde La Barranca… No voy a decir que estaba eufórico, pero la sensación de ánimo era más que positiva y satisfactoria.

Otros detalles me hacían percibir aquello como cuando me motivaba al subir por primera vez a un tresmil en solitario, por ejemplo. Por un lado, algo que ya he vivido en otras ocasiones, por otros motivos, y que consiste en disfrutar más del deseo de la contemplación y el relax que de la propia consumación de ese deseo: Al pasar junto a una agradable pradera con bonitas vistas, donde normalmente me habría parado a disfrutar de ese rincón, sentía con más fuerza el anhelo de dicha pausa al no poder llevarla a cabo para cumplir con el objetivo del tiempo. Tal vez tanta contemplación me había llevado a la pérdida de las ganas por exceso de realización, y lo más importante no es hacer aquello de lo que crees que tienes ganas, sino el hecho mismo de tener ganas.

La segunda percepción llamativa la tuve llegando de nuevo al pueblo de Navacerrada, cuando miré atrás y volví a ver la cara sur de La Maliciosa por segunda vez desde ese mismo punto en unas pocas horas, después de haberla recorrido hasta su cima. Acostumbrado a dichas observaciones post – excursión al final de la tarde, me resultaba algo surrealista estar viviéndolo al mediodía. Aquí supongo que juega un poco el ego y la satisfacción por el objetivo cumplido, y esto ya vuelve a ser algo meramente deportivo. No me hago a la idea de lo que debe ser hacerlo mucho más rápido, a ritmo de trail-running. No me imagino lo que debe sentir Killian Jornet al ver que ha hecho el Mont Blanc desde Chamonix en un tiempo comparable al que a mí me ha llevado La Maliciosa desde Navacerrada. De repente, entiendo un poco mejor esa loca moda de las carreras por montaña.

A partir de aquí, mi plan es volver a repetir en futuras ocasiones el mismo itinerario, con el objeto de ir mejorando los tiempos. De momento lo he hecho sin correr, teniendo siempre al menos un pie en contacto con el suelo, pero supongo que llegará un momento en que, para mejorar el cronómetro, algún tramo tendré que hacer al trote, al menos. Y de hecho, esto casi podría acabar siendo una especie de transición paulatina hacia el mencionado trail-running, por el que algo de curiosidad sí que tengo también. Y además, en paralelo, podría llevarlo a otras cimas e itinerarios. Eso sí, mi intención es que la mayoría de veces que siga saliendo al monte sean para hacer montañismo al estilo de siempre, que quizás valore de otra forma al tiempo que hago las “contrarrelojes”.

Y no, de momento no voy a reflejar por aquí ni por ningún sitio (o no tengo intención de ello, en principio) los tiempos que vaya haciendo. A mí me satisface bastante el que me ha salido la primera vez (he mejorado bastante lo que había pronosticado), pero entiendo que en realidad no es gran cosa, para cualquier montañero de ritmo habitualmente rápido y sin pausas, y menos aun si se compara con tiempos de trail-running. Pero es que, en realidad, la parte que me interesa expresar aquí es la que menos tiene que ver con los resultados o con el orgullo, y sí más con las sensaciones.

En el fondo, toda esta ambición montañera de índole deportiva se parece a otra etapa de de recuperación de las ganas, la que viví hace dos años tras el “paréntesis” o “replanteo”: Entonces lo que me animaba era hacer excursiones de largo kilometraje y notable desnivel acumulado, a ser posible con una segunda ascensión añadida por la tarde. Esto acabó encajando perfectamente con la planificación de subida al Mont Blanc, y luego resultó que dicha ascensión fue el colofón y, a la larga, el final de aquella positiva etapa, y el comienzo de la nueva época menos animada (nada podía superar aquello, a priori), que ahora podría haber terminado (o al menos haberse matizado). Y también coincide con el comienzo de otro tipo de ambición deportiva, la de la escalada, que sí he mantenido con ganas, y que aunque ahora limito a los bloques de travesía en rocódromo, sin duda es otro ejemplo de actividad que me anima a superarme y motivarme.

Lo que sí sigo teniendo claro es que las prisas sólo merecen la pena, como mucho, en lugares ya muy conocidos. Ir a un sitio nuevo de montaña siempre merece más admiración hacia el lugar en sí que disfrute propio por lo que hagas en él.

Aprovechando que antes he mencionado el propósito de subir a La Maliciosa el mayor número posible de veces, voy a cerrar el post explicándolo un poco. En realidad, supongo que la inspiración proviene de Pepe, un montañero de bastante edad de Candeleda que nos encontramos una vez en la cima del Almanzor, y nos comentó que era la vez número trescientos cincuenta y pico que subía allí (años más tarde pudimos ver en Internet que ya había subido 400 veces). Lo que más me llamó la atención del hecho es que, con mayor o menor carga “friqui”, el asunto casi parecía un proyecto de toda una vida, puesto que la primera vez fue allá por los años 50 del siglo pasado.

Con el tiempo, me llamó la atención proponerme algo parecido, no con tanta frecuencia como Pepe, ni mucho menos, más que nada para no acabar convirtiéndolo en una rutina ni tampoco dejar de subir a otros muchos sitios, que es lo que realmente me gusta. Me dije que con la cifra de 100 ascensiones a una montaña concreta podría darme con un canto en los dientes. Pasé algunos años dudando qué cima, aunque La Maliciosa posiblemente fue siempre la candidata favorita. Por sus diversas opciones de vías gracias a sus cuerdas y correspondientes vaguadas, se ha acabado confirmando como la que seguramente más veces voy a subir, sean cuantas sean.

Eso sí, desde hace algún tiempo tengo claro que mi objetivo al respecto es en realidad otro: Se trata de subir el mayor número de veces a La Maliciosa, siempre que cada una de ellas tenga alguna justificación o motivación especial; en el momento en el que el objetivo sea simplemente llegar a las 100, perderá la gracia, para mi gusto (salvo, tal vez, que ya me queden muy pocas para dicha cifra –aunque también habrá que ver la importancia que le doy entonces a la tontería de los números redondos, al parecer tan importantes, pero bueno eso ya es otro tipo de “fricada”-). Hasta ahora las motivaciones han sido los diferentes itinerarios, por ejemplo cada una de sus vistosas cuerdas: La de Los Almorchones, la de Los Asientos, la noreste de La Maliciosa Baja, la de Los Porrones, el tubo norte central de la de Las Buitreras, por el tubo sur, etc., aparte de las subidas normales; Pero también lo han sido las diferentes épocas del año, la condiciones cambiantes (con o sin nieve), o algún objetivo más contemplativo, como vivaquear en la cima, etc., etc. A ello añado ahora estas sucesivas contrarrelojes, que pueden derivar en “trail-running”, y que se pueden trasladar a varios itinerarios, pero también me gustaría, en un futuro, probar vías de escalada… Vamos, que motivaciones no me van a faltar, tal vez, para llegar a la cifra de 100 o incluso más.

Pero, sobre todo, hay que hacerlo con ganas. Si no es así, para qué.

P.D.: Escrito ya el texto de ésta entrada, he tenido después una conversación con un buen amigo, en la que, tratando de diversos temas (incluyendo éste mismo), hemos llegado a una conclusión común para todos ellos, para la vida en general: Para hacer siempre las cosas con ganas, hay que renovarse, hay que innovar. Seguir siempre exactamente con lo mismo lleva al estancamiento. (O tal vez no, pero según esa conversación parece que es así).

domingo, 19 de octubre de 2014

Los directos que siempre quise tener de Queen


Al margen de la creciente fama mundial de un grupo como Queen, absolutamente engordada a partir del impacto de la muerte de Freddie Mercury, aprovechada comercialmente hasta límites ridículos (como suele ocurrir), y al margen también de frases siempre categóricas y exageradas acerca de si éste grupo (o unos cuantos otros, cada uno en su caso) es el mejor o no de la historia del rock (y alguno se atreverá a decir incluso que hasta de la música misma, ¡con un par!), para mí está claro que, incluso habiendo quedado atrás los tiempos en que eran mis favoritos (ahora no tengo uno sino muchos, y varios por encima de éste), en mi opinión sigue pareciéndome una banda única e irrepetible. Para algunos estará sobrevalorada, para mí se sigue infravalorando su mejor etapa, la inicial, en detrimento de sus “jitazos”, principalmente ochenteros, que son por los que se les conoce mayoritariamente, y ahí si que creo que hay algunos muy sobrevalorados (el que más, el que dio nombre a cierta “diva” actual…)

Y precisamente al respecto de esa predilección mía por los inicios de Queen, en concreto por sus magistrales cinco primeros discos, siempre había echado de menos poder disfrutar de álbumes en directo o vídeos de conciertos de aquella etapa. Durante muchos años tuve que conformarme con los “Live at Wembley” (grabado en 1986, emotivo y espectacular, pero con un repertorio muy descompensado en contra de mis favoritas de los años 70), y con el algo más cercano a mis preferencias “Live Killers” (este de 1979, pero con bastantes canciones de “News of the World” (1977) y “Jazz” (1978), dos buenos discos pero bastante por debajo de lo anterior, y por tanto descartando muchos grandes temas de aquella primera etapa inspiradísima, aunque también es un gran directo).

Con el tiempo, y siempre bajo el impulso comercial del mito, ha ido saliendo material oficial que sí recoge directos enteramente centrados en aquellos primeros cinco discos, o parte de ellos. “An Evening at the Concert Hall” (grabado en 1977 pero editado en 2009) recopila exactamente los cinco álbumes (“Queen”, 1973; “Queen II”, 1974; “Sheer Heart Attack”, 1974; “A Night at the Opera”, 1975; y “A Day at the Races”, 1976), y esto en principio lo convertiría en el directo perfecto de Queen para mi gusto, y en buena medida lo es. Sin embargo, ahora con la salida de los dos directos de marzo de 1974 y noviembre de ese mismo año bajo el título “Live at the Rainbow `74”, que recoge sólo material de los tres primeros álbumes, me he metido de lleno en la etapa más genuinamente Queen en su esencia, en su pureza más auténtica, menos pretenciosa en cuanto al nivel de éxito comercial, y más brillante, barroca y virtuosa artísticamente, sin menoscabo de las incontestables joyas que, ya con mayor fama mundial, aparecerían en los dos discos con nombre de películas de los Hermanos Marx. “An Evening at the Concert Hall” puede marcar el último hito de la etapa para mí más brillante de su carrera, pero “Live at the Rainbow `74” lleva directamente al centro neurálgico de dicha etapa.

Por lo tanto, es en estos discos y DVDs donde se ve a los Queen que a mí me habría gustado ver en directo; no a los del pop, los vídeos musicales, las bandas sonoras y el bigote de Freddie (a los que también echo de menos haberme perdido), sino sobre todo a los del Glam, el hard rock, el barroquismo progresivo – operístico y los pelos largos. Los 70, siempre los 70. (Y los 80, siempre los nefastos 80 –musicalmente, y sólo en general, porque también hubo cosas buenas-).

¿Cómo es posible que temazos como “Father To Son” o aún más la maravilla de “White Queen” (ambas de Brian May) quedasen luego en el olvido, luciendo como lucen en estos directos, la segunda con ese precioso añadido del piano…? Bueno, supongo que para algunos no convenían a los tiempos posteriores, habrían estado pasadas de moda… Qué pena que incluso Queen acabasen dando tanta importancia a las modas, no ya porque tuviesen o no derecho a subirse al carro de las mismas, sino sobre todo por el perjuicio que supuso para su intachable repertorio anterior. Pero claro, genialidades como “March of the Black Queen” ó “In the lap of the Gods” (éstas de Mercury, también presentes en los “nuevos” directos) al parecer eran demasiado para llegar a millones de oyentes, que eran los sueños de grandeza de Freddie, desafortunadamente o no cumplidos luego (y más tras su muerte). ¿Pero por qué? Si a base de ponerla millones de veces en la radio, hasta “Bohemian Rhapsody”, que no es precisamente una composición muy ortodoxa para círculos mainstream, ha acabado gustando a millones de personas. No es cierto que a la gente no le guste la buena música, es que no la conocen: la culpa es de los medios, que siempre han decidido arbitrariamente lo que se debe conocer, lo que debe gustar, lo que se debe considerar bueno. Y sí, desde ese punto de vista, a mí también Queen, esos Queen, me parecen sobrevalorados.

Volviendo al tronco tras haberme ido por las ramas, son increíbles momentos de estos directos como la propia introducción, con aquel instrumental solemne y atractivo llamado “Procession”; o cuando el grupo se transmutaba en banda de jazz New Orleans para interpretar “Bring Back That Leroy Brown”, mostrando dotes instrumentales que se desvanecerían en años posteriores. Y cómo sonaba el bajo de John Deacon en los temas más cañeros…¡Si por momentos recuerda, sin exagerar, a Geezer Buttler de Black Sabbath! Y pensar en lo hortera que llegaría a ser más tarde… Y esos coros, más elaborados y bastante más eficientes que en los directos posteriores. Y la voz de Freddie, ya completamente pletórica. Y la batería de Roger Taylor, más veloz y contundente de lo que luego mostraría. De Brian May poco hay que decir, porque me parece el miembro del grupo más fiel a sí mismo a lo largo de toda la historia de Queen (y evidentemente no me refiero a su imagen, que para el caso me la trae al pairo). Y la puesta en escena, rimbombante, ambigua, exagerada, verdaderamente definitoria de un grupo con personalidad y con sello de mito, no como la comodidad conformista de los 80 (vaqueros, zapatillas deportivas, etc.); aunque repito que esa es la parte que menos me importa (pero haberla hayla).

Realmente, son repertorios tan intensos y actuaciones tan disfrutables que yo, personalmente, no echo en falta los muchos super-hits (prácticamente todos) que faltan, incluyendo también los mejores de éstos. Es una gozada poder disfrutar de este material tan valioso, más ahora que, una vez que también lo más posterior de Queen ya se va quedando viejo, el tiempo vuelve a poner en su lugar (para quien quiera apreciarlo) el verdadero balance entre unas y otras canciones.

No niego que el hecho de que ahora se editen todos estos discos y vídeos tiene también su componente comercial, sacacuartos de fans empedernidos. Pero, además de que ya he dicho que éste lanzamiento en concreto representa (como “An Evening at the Concert Hall”) lo que siempre quise tener y hasta ahora no pude (aun sabiendo que podía existir en versiones “bootleg”), lo que sí tengo claro es que, pudiendo elegir entre ese último y enésimo recopilatorio que han sacado de temas en estudio con sólo tres canciones nuevas (una de ellas con doble aprovechamiento comercial necrólatra, con el dueto Mercury – Jackson), y esto que comento en esta entrada, me quedo con los irrepetibles años 70.

viernes, 19 de septiembre de 2014

"Fundación" (Isaac Asimov, 1951)

"Si has nacido en un cubículo y crecido en un pasillo, y trabajado en una celda, y pasado tus vacaciones en una habitación solar llena de gente, es lógico que la salida al aire libre y el panorama del cielo sobre tu cabeza te ponga nervioso".

De chaval solía evadirme con la ciencia ficción sobre todo a través del cine, pero también leí algunas novelas juveniles del mismo género. Sin embargo, desde hace años lo tengo bastante olvidado, y sólo lo he tocado de soslayo en dos casos, más bien de estilo político-distopía ("Un mundo feliz" de Aldous Huxley y "1984" de George Orwell), aparte de un olvidable libro supuestamente cómico de Eduardo Mendoza. Me apetecía retomar el género, pero con algo más de orientación evasiva y de aventura...

...y pensaba que Isaac Asimov, asignatura pendiente hasta ahora para mí, podría ser una buena opción. Pero el caso es que con "Fundación" me he encontrado otra sesuda reflexión socio-política. Muy interesante y de gran calidad literaria, incluso con algunos momentos emocionantes, pero distinto de lo que esperaba. Me alegro de no haber comprado la trilogía integrada en un sólo tomo... Pero es verdad que, haciendo memoria, aquellos libros de mi adolescencia (la trilogía de "Los Trípodes" de John Christopher y la de "El ciclo de las Tierras" de Jordi Sierra i Fabra), aunque eran más aventureros y como es lógico adaptados a otras edades, también tenían su enjundia reflexiva: Frente a la divertida, vistosa y evasiva ciencia ficción  que siempre he buscado -y normalmente encontrado- en el cine, parece que en la literatura el futuro me lo suelo encontrar más pesimista. De todas formas, seguiré buscando, con el difícil objetivo de encontrar algo que sea entretenido y desenfadado pero no superficial a secas.

Mientras tanto, y aunque no es la mejor ni más profunda frase del libro -pero sí la que más pega con el blog- me quedo con el extracto de arriba, en un primer capítulo que me parecía que iba a llevar por otros derroteros distintos... Es curioso porque, apenas un año antes, en un país totalmente distinto, con un género y estilo diametralmente opuesto, y ambientada en un escenario completamente diferente, Miguel Delibes publicó "El camino" (1950), novela que en muchos momentos reflexiona sobre una idea asimilable a la frase del libro de Asimov (que como digo luego va por otro camino totalmente distinto). Basta esta misma frase del libro de Delibes para sintetizarlo,

Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa”,

y este post que escribí hace un par de años para explicarlo. El punto de vista es totalmente distinto, pero la reflexión coincide.

domingo, 31 de agosto de 2014

Imágenes de un verano más conformista que montañero






Tener un período concreto, aunque sea más o menos amplio, de días libres seguidos (llámense vacaciones) no me parece la mejor situación para disfrutar de las escapadas montañeras, al menos de la forma que yo me planteo éstas, es decir basándome en la apetencia emocional del momento, en las condiciones (sobre todo meteorológicas), y por tanto en la improvisación: Al final se acaba convirtiendo en un estrés por aprovechar lo mejor posible todos los días, y en un cansado ir y venir. Y al final, de lo que uno quiere escapar es de tanto viaje y tanta preparación de última hora.





En esa situación, y sin contar otros elementos personales, este verano ha sido para mí, finalmente, una acumulación de paisajes variados y disfrutables, con más bien poca ambición montañera, pero dejando que en el tira y afloja entre intentarlo y descansar, acabase mandando, más o menos, lo que pedía la cabeza más que el “corazón de cabra”.





Béjar y Candelario, Gredos, los valles pirenaicos de Roncal, Belagua y Ansó, y un par de salidas sueltas por Guadarrama han sido los escenarios de unas excursiones en general tranquilas y poco emocionadas, pero que luego han resultado dejarme mejor sabor de boca que el que temía tras las varias renuncias. También es verdad que cuando viajas con amigos te acabas olvidando de lo que no sale bien.





Por lo tanto, parece continuar la tendencia (salvo excepciones) de los dos o tres últimos años de tomarme el montañismo de forma menos emocionada, menos impulsora del ánimo. Por un lado el cuerpo me lo pide y siento que me agrada ir al campo más relajado, pero por otro echo de menos cuando proponerme un objetivo y cumplirlo me hacía sentir más vivo, incluyendo las rutas de varios días en solitario, a las que ahora parezco haber cogido algo más de reticencia. En esa tesitura, tal vez en la escalada (que actualmente limito a los bloques de travesía en rocódromos) esté la opción futura. De hecho, casi diría que en estos momentos es lo que más disfruto, sin estar saliendo a practicarla al monte. Ya dije que dedicaría tal vez una entrada al tema, pero no acabo de ver cómo enfocarlo.









domingo, 3 de agosto de 2014

Guadarrama, la sierra de los inagotables rincones por descubrir




Si, es cierto que no debe tener más rincones por descubrir que otras muchas sierras, y que mucho más inagotables deben ser esos rincones en sistemas montañosos más complejos, pero hay un par de motivos que le dan un especial valor a dichos rincones del Guadarrama.



Primero, precisamente la humildad de esta sierra, su relativa pequeñez, que no impide que sigan apareciendo nuevos “micropaisajes” insospechados (o poco imaginados) ante el montañero que ya lleva muchos años recorriéndola, cuando ya creía conocerla del todo; en Pirineos o en Los Alpes es lógico que sea así, pero en Guadarrama las sorpresas acaban por ser “metasorpresas”, porque llega un punto en el que ya no se esperan más, y sin embargo haberlas sigue habiéndolas.





En segundo lugar, esos rincones parecen seguir siendo secretos, porque lo normal es que uno se encuentre con la soledad en ellos; nuevamente es algo esperable en cordilleras más amplias que Guadarrama, pero sorprendente en un masificado paraje a menos de una hora de la capital, con efecto reclamo potenciado tras su declaración como Parque Nacional y, sobre todo, insisto, relativamente menor en dimensiones. ¿Dónde se ha metido todo el mundo que sabes que ese mismo domingo está pululando por esta pequeña sierra? No, más bien dónde me he metido yo…





A veces, apenas hay unos metros entre uno de esos rincones y la senda por la que transita la gente de manera frecuente; de vez en cuando escuchas alguna cercana conversación, mientras tú estás inmerso en un pequeño micromundo que te separa del resto. Sólo era cuestión de explorar un poco más, de meterte por ese recoveco entre los riscos que muchas otras veces antes habías visto desde el camino que muchos más conocen.





Pero mejor que sigan siendo “secretos”. Que los encuentre quien los busque. Ya han facilitado los mapas esa labor, y aunque de vez en cuando a mí me da por explicarlo en alguna descripción, algunos de ellos merecen conservar el encanto del misterio, que no lo es para algunos, quizás para muchos, pero en cualquier caso si lo es para la inmensa mayoría. El descubridor saldrá ganando si explora por si mismo, sin indicaciones de nadie.








viernes, 25 de julio de 2014

Mi primer ordenador vuelve a casa para resucitar mi pasado


Siendo muy dado yo a sorprenderme con las cosas del pasado, en especial –como es lógico- si pertenecen a mi propio pasado, recientemente me he reencontrado inesperadamente con algo que me ha transportado a unos 20 ó 25 años atrás en mi vida. Y es algo que podría parecer entre superficial y friqui, pero el caso es que me ha impresionado.

Trasteando por Internet, de repente me he visto jugando con un emulador del que fue mi primer ordenador, el Amstrad CPC 6128. ¡Cuántas veces he añorado aquellos juegos! No es que reniegue totalmente de los juegos actuales, o de los últimos 10 ó 15 años, que con algunos también me he entretenido, además de reconocer el nivelazo que se ha alcanzado en muchos aspectos; pero el hecho es que siempre he tenido la sensación de que con los juegos de los 80 y primera mitad de los 90 me lo pasaba muchísimo mejor. Y muchos años he anhelado poder volver a jugar con ellos, aunque dándolo por imposible… Tonto de mí (o poco apañado en tecnología), porque estaba claro que no podía ser muy difícil encontrar un simulador de aquel ordenador que tanto llamó la atención en su momento… Si el caso es que he tenido emuladores de videoconsolas antiguas, pero nunca se me ocurrió buscar el Amstrad…

…y sin embargo me alegro de que haya tardado más tiempo en darme cuenta, porque así el impacto ha sido mayor: Cuando me he visto ante las pantallas de aquellos “Camelot Warriors”, o “Abu Simbel Profanation”, o “Phantomas II”, o “Game Over”, o “Army Moves”, o “Nonamed”, o “Dragon´s Layer”, o “Ghost´n Globins”, o “Commando”, o “Kick Off”, o “Enduro Racer”… he tenido una clarísima sensación de haber estado jugando a ellos la mismísima semana anterior… ¡no habían cambiado nada en mi cabeza! ¡Incluso seguía recordando muchos de los trucos! En algunos casos, podía llevar más de 20 años sin jugar… Con todo lo mucho que ha llovido, con todo lo muchísimo que ha podido cambiar en mi vida…

En definitiva, no me ha ocurrido como con las películas, muchas de las cuales envejecen con el paso del tiempo. O como cuando volví al campamento del Moncayo 27 años después, que sabía que era el lugar pero no acababa de reconocerlo del todo, fotográficamente. Será porque ese campamento lo recordé muchas veces, con la inevitable distorsión, mientras que todos esos juegos simplemente habían estado en “pause” pero olvidados (aunque sabiendo que los echaba de menos, en comparación con posteriores y más potentes juegos).

Precisamente este recuerdo resucitado me retrotrae a la época en que probablemente lo que más disfrutaba en mi vida eran aquellos campamentos, el grupo scout, base de mi posterior (y actual) afición por la montaña. El escapismo iba por otros derroteros distintos a los de fijarme en el paisaje y tratar de coleccionar cimas, aunque dichos lugares sí eran escenarios de lo que realmente me llenaba en aquellos años. Es más, recuerdo que aquel ordenador apareció ante mí a la vuelta de un campamento de Semana Santa, en forma de regalo de cumpleaños. Y se convirtió en otra nueva manera de escapar.

Mis amigos y vecinos estaban en su mayoría con los Spectrum (sobre todo el de 48K), o los Commodore, y cuando corrió la voz de que yo tenía aquel CPC ¡de 128 K!, de repente todo el mundo entraba en mi casa, incluso algunos que no habían estado nunca. No sé si aquello hizo arrepentir a mis padres en la elección del regalo. El caso es que era un ordenador espectacular para su época.

Lo curioso es que entonces me llamó la atención la informática; cogía el manual de instrucciones del Amstrad y copiaba los programas en lenguaje Basic, e incluso me diseñaba yo mis propios juegos; eso sí, siempre aventuras conversacionales o juegos tipo Trivial con varias opciones de respuesta, porque de los “PRINT”, “INPUT” Y “GO TO” no pasaba… Llegué a escribir un juego conversacional de la trilogía de Regreso al Futuro…

…Lo curioso –continúo- es que en parte parecía que podía ir para informático, porque como mínimo me gustaba aquello… Pero, motivado por el apego al campo derivado de las salidas y viajes con el grupo scout,  luego tiró más el monte - o más bien la cabra que soy tiró para el monte-, y mis estudios derivaron por ese lado, mientras que lo otro fue quedando cada vez más apartado… y mira tú por donde, ahora me viene este recuerdo retro en un momento en el que tengo un contrato por actualizar una página web dedicada al sector informático... casi parece una broma…

Por añadir otro detalle relacionado con algunas entradas que suelo escribir en el blog, también me ha llamado la atención la música de muchos de los juegos. No sólo el hecho de seguir recordándola, de poder tararear aún muchas de las melodías (¡qué buenas eran muchas, al margen del sonido “lata”!), sino la influencia casi experimental o progresiva del estilo de muchas de ellas… ¿vendrá en parte de ahí mi posterior –actual- gusto por el rock progresivo, que entonces no sabía ni que existía –o al menos que se llamara así-…?

En fin, que me parece una flipada tener metido, dentro de este mismo portátil desde el que escribo, aquel mismo ordenador (¡porque a efectos prácticos es exactamente el mismo!), resucitado en una versión que lo relega a un mero programa que apenas ocupa unos pocos megas, juegos incluídos. Entonces era todo un trasto en medio de mi habitación, y ahora cabe en la enésima parte de la memoria de un dispositivo que no ocupa ni la décima parte de espacio físico que aquel (y aún cabe en la enésima parte de la memoria de un pen-drive)… pero que en grandeza, encanto y significado nostálgico  no le llega al viejo Amstrad ni a la suela de los zapatos; además, por mucho más inteligente que sea, este Acer sigue sin ser capaz de entender ni esto que estoy escribiendo, con lo que no temo ofenderle, aunque por otro lado le agradezco que me permita poder volver a jugar 20 años después con el CPC 6128… Bueno, os dejo que voy a echar unas partiditas con mi viejo amigo…

lunes, 21 de julio de 2014

El extraordinario viaje de T.S. Spivet (Jean-Pierre Jeunet)


Vale que es un Jean-Pierre Jeunet menor, vale que está a años luz de “Amelie” o “Delicatessen”, y vale que últimamente voy muy poco al cine e incluso apenas veo películas, pero en cualquier caso el otro día tuve un más que agradable disfrute con “El extraordinario viaje de T.S. Spivet”; no una escapada de luxe mi mucho menos, pero sí poco más de hora y media de un positivo viaje para la mente y los sentidos.

Y es que la realización técnica, el ritmo narrativo, el detallismo, la belleza visual, la música countrie (de la buena, porque en ese género hay de lo peor y de lo mejor), y el espíritu optimista me insuflaron un buen rollo generalizado que me dibujó una sonrisa en la cara durante buena parte del film. No por sus chistes, que en general me parecieron flojos –sin dejar de ser simpáticos-, sino porque los mensajes transmitidos iban por derroteros muy diferentes de lo que viene siendo la ruidosa estética mediática actual. No voy a decir que Jeunet siga siendo tan rompedor como con “Delicatessen” (ni abismalmente de lejos), pero está claro que sigue yendo a lo suyo. Edulcorado y algo americanizado, pero a lo suyo. Una gozada poder seguir encontrando películas como las suyas en medio de una cartelera tan carente de originalidad.

Es verdad que la cinta tiene altibajos, que sus personajes tienen bastante menos fuerza que en películas suyas anteriores, y que la historia no parece especialmente potente (sin ser mala). Hombre, “Delicatessen” o “Largo domingo de noviazgo”, cada una a su manera, sí eran historias muy aprovechables, pero la verdad es que “Amelie” tampoco contaba algo especialmente extraordinario y ahí hizo un milagro al hacer extraordinarios los pequeños grandes detalles de la vida. Sí, cierto, la vida en sí misma, desde su aparente sencillez, es lo suficientemente increíble, pero no es fácil transmitirlo en el cine, y el film que dio fama a la encantadora Audrey Tautou lo llevó a un nivel –este sí- de luxe en el cine moderno. Muy lejos se queda en el caso de su última película; No es que sea un “viaje muy ordinario”, pero tampoco llega a “extraordinario” (aunque en este caso nos han engañado los que han puesto el título en español, ya que en el original el adjetivo se refiere al protagonista).

Quizá lo que más me decepciona es la crítica a los medios de comunicación, que además de quedar simplista, caricaturesca  y aun así lejos de superar la realidad, me da la sensación clarísima de deja-vu cinematográfico… Una pena, porque el tema merece hoy por hoy una nueva revisión, que sea tan radicalmente sarcástica y corrosiva que deje a “El show de Truman” en una película inocente (que de hecho es lo que han conseguido los propios medios desde entonces).

Pero, lo dicho, a pesar de lo explicado en los dos párrafos anteriores –que al final casi voy a acabar poniéndola a caer de un burro-, en su mayor parte me gustó bastante y me hizo pasar un buen rato, con una buena dosis de esa filosofía evasiva, que al mismo tiempo consiste en enfrentarse al mundo para buscar lo que uno quiere en la vida; Aunque esté muy visto, o parezca sacado de un libro de autoayuda del montón, el mensaje funciona si te lo cuentan con la calidad y estilo de Jeunet.

jueves, 10 de julio de 2014

Tras las huellas de Lucien Briet. Bellezas del Alto Aragón (José Luis Acín Fanló)


Se dice que la fotografía congela para la eternidad una instantánea del tiempo, que hace inmutable el pasado. Pero lo cierto es que una fotografía no se queda permanentemente invariable con el paso de los años; su imagen sí, pero lo que ésta expresa va cambiando en la misma medida en que cambia la vida con el devenir del tiempo, con los hechos y las experiencias, con las modas y las costumbres, y en consecuencia con la cambiante percepción del observador, ya sea alguien concreto según madura o envejece, ya sea el ser humano en general según evoluciona su propia historia.

Es esa percepción que me provocan las fotografías antiguas en mi mentalidad acostumbrada a la actualidad uno de los aspectos que más me impresionan del arte de las emulsiones. A veces porque la imagen refleja, ya sea en su técnica o bien en los elementos que la componen, el más que patente paso del tiempo, con lo que la foto realmente parece rescatada de una época que uno no acaba de asimilar que existió, como si fuera de cuento o leyenda; Pero en otras ocasiones es más bien por lo contrario, por que algunos de sus elementos, o su aspecto formal, han sobrevivido al paso del tiempo, pareciendo que, de alguna manera, la foto casi podría haberse hecho en la actualidad, lo que le da una autenticidad aún más escalofriante, ya que es en esos casos cuando se percibe lo real o auténtico que puede llegar a seguir resultando el pasado, como si estuvieras asomado al mismo por una ventana. El primer caso es retro, el segundo es atemporal.

Por otro lado, si hay algo en la realidad física que permanece habitual y aparentemente inmutable –en mayor o menor medida- con el paso, no ya de los años de la vida de una persona, ni siquiera de las generaciones, sino más bien de las épocas de la historia de la humanidad, son los paisajes naturales no transformados por nuestra mano. Cuando el entorno natural permanece mientras pequeños elementos humanos van matizando el paso del tiempo, o simplemente los elementos vivos del paisaje (vegetación) se van desarrollando, y ello queda reflejado en sucesivas fotografías, se produce una historia visual que a mí personalmente me resulta fascinante.

Eso es exactamente lo que consiguió José Luis Acín Fanló en su precioso e interesantísimo libro “Tras las huellas de Lucien Briet”, revisión de la obra “Bellezas del Alto Aragón” del nombrado en el título pirineísta francés. Briet recorrió la cordillera fronteriza en diversos viajes entre finales del siglo XIX y principios del XX, realizando la primera gran recopilación de fotografías de la magnífica cadena montañosa, de sus glaciares, valles, ríos y pueblos, y siendo pionero en divulgar las maravillas de esos parajes naturales y rurales, agrestes y humanos. José Luís Acín siguió los pasos de Lucien Briet, y tomó las mismas fotografías con los mismos encuadres (en la medida de lo posible) prácticamente un siglo después. El resultado, con las parejas de fotos comparativas, es un reescritura visual de una historia que ya hablaba por si misma sólo con el propio paso del tiempo antes mencionado respecto a las fotos originales, pero que con la obra de Acín cobra una elocuencia asombrosa.

Hay fotografías que únicamente muestran paisajes naturales, de lugares tan únicos como el valle de Ordesa y el macizo del Monte Perdido, la garganta de Bujaruelo, el barranco de Mascún o la garganta de Escuaín. En estos casos, o apenas hay cambios y el asombro es ante el propio paisaje y su inmutabilidad, o bien ha crecido la vegetación o han decrecido los glaciares, y aparecen los efectos anímicos de la historia visual contada, ya sean positivos o negativos (respectivamente), o simplemente curiosos. Es muy llamativo comparar la situación, a veces exactamente igual en 90 ó 100 años de tiempo, de las piedras y las rocas, o las casi idénticas manchas de praderas en medio de los canchales lejanos de la ladera al fondo de la imagen. También lo es ver cómo en muchos casos el bosque ha invadido nuevas superficies, o preguntarse si ese árbol en un rincón de la foto más moderna será el mismo que ese arbolito en la misma situación de la antigua…

En esas imágenes meramente naturales, hay un aspecto técnico que le da un gran sabor mágico a las fotos antiguas, y es el hecho de que los tiempos de exposición de aquellas viejas cámaras (al menos las transportables para viajes) aún debían ser algo largos, lo que hacía que el agua en movimiento, en los rápidos de los ríos y las cascadas, apareciera siempre difuminada, cosa que es tenida –con razón- por muy estética desde hace mucho tiempo, habiéndose logrado desde hace muchas décadas que las exposiciones sean tan instantáneas como para congelar ese movimiento, como aparece en las fotos de José Luis Acín; es cierto que la técnica actual permite en casos como esos seguir optando por usar velocidades de obturación lentas para seguir logrando el efecto artístico, y cabe preguntarse qué argumentos llevaron a Acín a preferir la exposición corta, sobre todo en su afán de transmitir la idea del paso del tiempo entre las dos imágenes: ¿Importaba más aquí el aspecto formal o el esencial? Lo cierto es que el resultado, estéticamente, creo que es el acertado, y anímicamente creo que funciona, enfatizando el efecto retro más que el atemporal (nunca me queda claro cuál de los dos es más emotivo, aunque supongo que depende del caso).

En esos paisajes naturales, a veces aparecen elementos humanos muy concretos que son la señal del paso del tiempo: Un camino que antes no existía y ahora sí, o uno que ya existía pero ahora es más ancho o incluso está asfaltado, una construcción que aparece o bien una que se arruina o desaparece, un puente remodelado, etc. A veces se ve alguna persona de aquella época. Entonces la combinación entre la parte natural mayormente conservada y el detalle humano que sirve de referencia enriquece la sensación. La comparación con la foto nueva llega a hacerme sentir, en la misma foto antigua, tanto el efecto retro, cuasi fantástico, como el atemporal, creíble y realista. Quizás mi ejemplo favorito de ello en todo el libro sea la foto de la Ermita de la Virgen de Pineta, que me deja embelesado cada vez que la veo.

Luego están las fotos con más elementos humanos que naturales. Pueblos transformados en mayor o en menor medida, que han conservado mejor o peor su arquitectura tradicional, o que se han desarrollado sobre todo debido al turismo y han perdido parte de su encanto añejo, o que sufrieron la destrucción de la guerra y se reconstruyeron de forma más o menos cambiada, o aquellos que, sencillamente, han acabado despoblados y arruinados. Sensaciones tan poderosas o más que las de los paisajes naturales, porque dicen cosas que nos tocan tanto o más la fibra sensible. Estéticamente las imágenes antiguas resultan románticas; los paisanos de la época que con frecuencia aparecen –como aquel aragonés con traje típico que en la actualidad sólo se lleva en las fiestas- llegan a resultar espirituales, en lo que de nuevo ayuda el efecto de la obturación lenta sobre las caras en movimiento, ligeramente difuminadas; en la foto actual, la vieja puerta de la casa en la que posaban aparece solitaria: Aquellos que allí vivieron ya no están… ¿por qué no haber intentado retratar a sus actuales moradores?, o mejor aún –si hubiera sido posible- ¿a los descendientes de aquellos?

En la propia arquitectura, cuando se viaja físicamente y no a través de libros de fotografía, se muestra una historia de muchos más siglos que la del invento de las emulsiones. Lo de los “pueblos con encanto”, antes y más ahora. Las iglesias antes románicas y luego modernizadas con el tiempo, quedan en cualquier caso como elementos atemporales, y tanto la foto antigua como la nueva muestra una realidad similar, como pasa con los paisajes naturales no transformados. Pero si a los edificios tradicionales se ha añadido alguna remodelación, la historia entre las dos fotos ya está escrita. En este tipo, quizá la foto que más me gusta es la de la Plaza Mayor de Rodellar, que en el caso de la antigua además incorpora personas. Detalles curiosos, que explican la verosimilitud de la identificación de edificios, es comprobar, de nuevo, la idéntica posición de las piedras, pero esta vez de los muros. O un vano que se ha ensanchado pero que coincide con la posición del antiguo, una balconada que ahora sólo es ventana, una puerta con el mismo dintel y jambas pero con nueva hoja, etc.

Uno de los apartados más desoladores es, lógicamente, el de los pueblos abandonados. Ruinas invadidas por la vegetación, a veces más reconocibles, a veces menos, a veces nada (salvo el entorno circundante). Aquí la historia fotográfica en dos imágenes pero muchos episodios imaginables expresa como pocas la desaparición de la vida, y entristece y sobrecoge. Luego, hay una parte no sé si perversamente “positiva”, que es el hecho de que la estética de la ruina a veces tiene su encanto también (supongo que es la influencia del gusto gótico, pero no referido al estilo arquitectónico, sino a la moda más bien juvenil). O eso, o el agridulce sabor de la nostalgia, qué sé yo. De todas formas, la mayoría de las veces es mucho mejor la estética de la foto antigua; es curioso que tanto la destrucción como el exceso de construcción afeen el pasado.

El libro no sólo son imágenes; José Luis Acín explica en el texto los itinerarios realizados siguiendo los pasos de Lucien Briet, y se centra principalmente en la descripción de los paisajes naturales y de la arquitectura tradicional de los pueblos. No sólo hay espacio para los lugares mostrados en las fotografías (tanto antiguas como en color), sino para muchos más rincones, localidades y despoblados. En muchas ocasiones se apoya en transcripciones del propio texto que también escribió el francés, y compara las impresiones de uno y otro. Aprovecha Acín para ensalzar la grandeza de la naturaleza y las sensaciones cercanas al paroxismo que llegan a producir los ambientes de montaña. Lo hace con elocuencia y elegancia, pero sin demasiada poesía o profundidad; quizá haya fotografías y parejas de fotografías comparadas que pidan un poco más.

Creo que el momento reflexivo o emotivo que más me ha calado de todo el texto es un detalle nostálgico acerca de los pueblos abandonados: ese en el que menciona cómo la soledad se ha adueñado de las calles en las que antaño hubo vida, y cómo esa vida despierta en un muy vago atisbo de lo que fue cuando algunos curiosos recorren de nuevo esos lugares, o pasan algunos días en los mismos (me consta que esto ocurre en aldeas como la de Otal). De nuevo, el sabor agridulce. Por lo demás, es un texto más interesante y lleno de información (que hay que acompañar mapas en mano para que sea aprovechable) que emocionante, pero suficiente para que, entre las fotos y la imaginación del lector, se produzca la más que adecuada evocación del viaje.

Viaje imaginado que finalmente es el mayor valor del libro, porque permite exactamente esa dosis de evasión emocional y espiritual que hace falta cuando se está tan lejos de lugares tan bucólicos como los pequeños pueblos alto aragoneses, o los grandiosos escenarios naturales en que se asientan. Y tan lejos también de la época de los viajes y las fotografías de Lucien Briet, que sin duda disfrutó del Pirineo cuando, aun ya conocido por unos cuantos amantes de la cordillera, era desconocido para la casi totalidad de la gente de la época. Es por tanto un viaje en el espacio y en el tiempo, que además invita a un futuro viaje propio, y a imaginar esas mismas fotos dentro de muchos años, quizá realizadas por uno mismo: Ese paso del tiempo, entiendo, nos sobrecogerá mucho más, porque será el del nuestro propio.

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Entrada relacionada: Montañas descaracterizadas y recuerdos borrados; de la que extraigo un texto (de Eduardo Martínez de Pisón) que denuncia los negativos efectos de la destrucción del paisaje en el paso del tiempo, lo que aporta una visión crítica de parte de lo tratado en el presente post:

"Al cabo de los años mi vida es una sucesión de paisajes perdidos, de jardines cortados, de escenarios que parecían eternos y sólo estaban prestados por un tiempo. He visto morir riberas en su infancia, lagos en su adolescencia, cumbres jóvenes. La vejez está compuesta de renuncias. Tristes son los reencuentros con los lugares irreconocibles, sin el rostro de la memoria. Hay paisajes que sólo existen ya en mis difusos recuerdos personales y que desparecerán definitivamente conmigo. Hay tantos paisajes asociados a las vidas, a las idas y retornos, que es preciso mantener su sustancia. Nosotros, los errantes, no somos de tierra quemada, gente sin espalda, perdedores de arraigos. Lo seremos si al retorno no están allí los horizontes que nos permiten que el mundo tenga significados. Al cabo de los años, tantos paisajes maltratados, tantos lugares que se han vaciado de alma en una busca ciega para ser competitivos. El paso del tiempo es como un viaje, porque la vida recorre un camino, porque las cosas se transforman y los paisajes mudan y a veces tanto que, sin movernos de ellos, parece que hubiéramos ido a otras regiones".

Es una pena que mientras muchos de los paisajes naturales se llegan a destruir con el exceso de desarrollo sin sensibilidad estética, los pueblos que sí se adaptaban formalmente a la naturaleza sufran la suerte contraria y se arruinen (o bien crezcan y se transformen perdiendo su encanto). De todo lo que hacemos, a veces parece que lo que no sabemos conservar es lo más bonito que habíamos hecho.


viernes, 27 de junio de 2014

Relectura de La viuda del Eiger


Este año, por diversas circunstancias, me ha venido bien tomar la costumbre de leer libros de relatos cortos. El primer caso ya lo mencioné hace unos meses, tratándose entonces más bien de un libro de entradas de diario sobre andanzas por la Sierra de Guadarrama (Apuntes al oeste de Guadarrama, de Alberto Martín Baró). Luego he releído varios libros, de entre los cuales el más apropiado para tratar aquí es la recopilación de narraciones de “montaña – ficción” realizada por varios autores y titulada La viuda del Eiger, editada por Desnivel hace ya siete años.

No sé exactamente cuántos años han pasado desde la primera vez que lo leí, pero serán alrededor de cinco. Es curioso cómo en ese tiempo ha cambiado mi valoración sobre varios de los relatos. Por ejemplo, “El hombre de las nieves” (que poco tiene que ver con El Yeti), de Alberto Martínez Embid y Marta Iturralde, que en la primera lectura me desagradó por lo violento de los hechos finales, ahora me ha parecido de los mejores del libro: He captado su acertada combinación de autenticidad y romanticismo a la hora de trasladar una leyenda tradicional (cuyos hechos no deben ser cambiados) a la narración realista, sin perder el halo de cuento y misterio que subyace en la historia inspiradora, y me parece que transmite muchísima credibilidad y emoción. Sin duda, imaginar el paisaje circundante del Portillón de Benasque, mapa en mano, ayuda a evocar un escenario perfecto para una historia al mismo tiempo tan agreste (en todas sus acepciones) y de ambiente idílico y liberador. Esa traslación al paisaje hace que la leyenda parezca aún mucho más apegada al lugar al que pertenece, y se saboree mejor.

También me ha gustado más que la primera vez “Sambo de la Santa Rosa, la leyenda del Aconcagua”, de César Pérez de Tudela; Entonces me pareció un relato algo seco, como que le faltaba algo, y ahora me ha parecido que cuenta todo lo que tiene que contar para, como en el anterior, evocar un lugar y el carácter modelado por dicho lugar; Es una narración muy auténtica, emocionante y agridulce. Y otro que me ha dejado mejor sabor de boca en esta segunda lectura es “El batallón”, de Alejandro Cartujo; quizá entonces me resultó más obvio (para quienes amamos la montaña y hemos sentido algo especial haciendo cima en algunas montañas), pero ahora me ha gustado lo creíble que resulta la traslación a tantos siglos atrás, y desde esa perspectiva me ha resultado emotivo tratar de entender las emociones –para ellos inéditas- mostradas por los protagonistas.

Entre los que me han gustado algo menos que aquella primera vez están “La montaña blanca”, de Antxon Iturriza, que quizá no sorprende tanto una vez que conoces la idea, y entonces sí aparece la obviedad a la que me refería en el anterior caso; eso sí, me sigue encantando el final. O “Érase una vez una cabra”, de Paco Aguado, casi meramente humorístico y que esta vez no me ha hecho tanta gracia. O “El único dios”,  de nuevo de Antxón Iturriza, cuyo planteamiento y sentido del humor me ha vuelto a resultar brillante, pero cuyo desenlace me ha parecido que desaprovecha lo anterior; además de que, puestos a hacer una metáfora divertida y crítica entre el fútbol y la religión, le da mil vueltas “Aquel santo día en Madrid” de José Luis Sampedro, que también he releído hace poco en otro libro recopilatorio de narraciones breves (Cuentos de fútbol).

También me ha llamado algo menos la atención “Una montaña llamada Eiger”, interesante pero casi meramente descriptiva narración de una ascensión real del autor, Juanjo Zorrilla, que en cualquier caso no deja de apuntar detalles curiosos y alguna reflexión aprovechable. “Montañas bajo par” de Luis Covaleda es un loable artículo crítico de defensa medioambiental, pero nada mas (entidad literaria, la justa –para mi gusto-). En “Nuestra pequeña república” Ferrán Latorre se pasa –de nuevo para mi gusto- de referencias cultas, aunque tiene sus momentos buenos.

Los que me han dejado similar impresión a la anterior lectura son tres de mis cuatro ahora favoritos (junto con “El hombre de las nieves”), y esto tiene especial valor, porque cuando dos lecturas separadas en el tiempo te gustan de manera similar y de forma muy positiva, la valoración creo que aumenta en el propio hecho de no perder ni un ápice de interés. Éstas son la melancólica “Dulce perfume de soledad”, de Eduard Sallent, la agria y lúcida fantasía que da título al libro, “La viuda del Eiger”, de David Torres, y, sobre todo, el excelente alegato medioambiental “El paisaje perdido”, -esta vez sí- de gran elaboración literaria, inteligente, agudo y afilado pero elegante, irónico, y en forma de pesadilla soñada por alguien –Eduardo Martínez de Pisón- que logra transmitir el dolor ante la destrucción de un paisaje tan amado que aquella se siente como una herida en la propia piel.

miércoles, 18 de junio de 2014

Viviendo o escapando o viviendo o escapando o viviendo o…

Dos meses y medio después del último post (creo que la inactividad más prolongada del blog), casi da la sensación de que dicha entrada era una despedida, y de hecho su contenido parece sugerir tal cosa, que yo recuerde sin pretenderlo (al menos conscientemente). En medio de las metáforas, sólo me faltaba hablar de cerrar el telón…

Había entrado progresivamente en una etapa similar a la del paréntesis o replanteo de hace dos años, pero esta vez de manera más paulatina, más prolongada, y al mismo tiempo menos reflexionada, menos traumática. De hecho, como decía al final del último post, ya no me hacía tanta falta salir a la montaña, ni cuando lo hacía me aportaba tanto, pero sin melancolías, vaya.

La cosa ha sido un poco más general, no era sólo cuestión de las formas de escapismo. Ha sido más bien al contrario: había que aceptar ciertas realidades, en cierto modo incompatibles con la idea de escapar…

…y sin embargo, el niño que uno lleva dentro volvía a pedir escapar… y escapaba ¿Cómo ha sido esta vez? De una manera seguramente más banal, en mi opinión; ya la mencionaba también en esa última frase del último post: El fútbol… El Atleti…

Es curioso, porque en cierta ocasión mencioné, en otra antigua entrada, que aquel chaval que fui y que habría querido ver a España ganar un Mundial, ya no estaba dentro de mí cuando al fin se logró aquella victoria histórica en 2010. Este año 2014, con muy diferentes circunstancias, he sentido renacer en mí a aquel chaval… pero me he (se ha) quedado con las ganas de ver lo que tantas veces soñé - soñó (aun tomándolo por un imposible): Al eterno equipo “a la sombra”, motivo de las burlas de la mayoría de los compañeros de clase en el colegio, en el lugar que, sin embargo, seguirá siendo una Ítaca para los indios vaya usted cuántos años más… Y eso es lo más doloroso: Los años, el tiempo. Un hecho así sólo puede hacer sentir lo que es la duración de la vida a los que somos del Atleti. Mi padre vio la primera final en directo en Bruselas el año en que se iba a casar con mi madre. ¿Dónde estaré yo en la tercera oportunidad (si es que vuelve a haberla)?

Pero lo más triste y absurdo de todo es lo mismo que menciona Paúl en la, también, última entrada de su blog: ¿Qué vacío hay en mi vida para que una de las mayores alegrías de los últimos años me la de un título de liga de jurgol (bueno, sí, el título seguramente más épico y meritorio de la historia del Atleti) y, apenas una semana después, ocurra exactamente lo contrario? La lección parece estar aprendida, porque en estos momentos del mundial de Brasil no me queda apenas afectividad por lo que le pase a “la roja”. El chaval dentro de mí salió echando leches después del gol de Sergio Ramos…

En el fondo, en lo más simple y básico, no sé si hay mucha diferencia con el montañismo. Parecen formas de escapar de la realidad, de cambiar vida por evasión. Y en esa disyuntiva, título de éste blog, uno empieza a tener más claro que al final la opción seguramente más acertada es la que menos justificaría la existencia del blog, y más su final.

Pero ahora las circunstancias en las cuales escribí la ya penúltima entrada han vuelto a cambiar, y algo me impulsa a querer volver a escapar para tener más ganas de vivir. Vamos, que la paradoja no tiene fin.

domingo, 30 de marzo de 2014

Cuando el escenario se convierte en el decorado de fondo



La Sierra de Guadarrama desde Madrid...

Montañas desde las que observar paisajes. Montañas desde las que observar otras montañas. Montañas que son escenario, o incluso protagonista de la función. Montañas desde las que la lejana ciudad queda empequeñecida, y olvidados momentáneamente sus cargas y agobios.


...y Madrid desde la Sierra de Guadarrama.


Montañas que habitualmente son el decorado de fondo; a veces ni eso: para muchos pasan desapercibidas. Lo importante está en primer plano. Lo que ha elegido el ser humano en su progreso va por delante. Mejor las cargas y los agobios, a cambio de lo demás.



Pero cuando las montañas han pasado de estar bajo los propios pies (con botas o con crampones) a ser el decorado de fondo, es difícil llegar a ponerse en el lugar de quienes nunca las hollaron. Las miras desde lejos, y aun estando veladas por la contaminación que al parecer preferimos y que malogra las fotos, no puedes hacerte a la idea del punto de vista indiferente hacia ellas. Aun habiendo perdido la costumbre. Incluso aunque las últimas veces que hayas ido, en realidad no estuvieras allí, sino más bien pensando en volver cuanto antes: La función ahora está en otro escenario. Pero algún rincón de la cabeza sigue anhelando lo mismo. Lo malo es que el corazón ya no tanto.

Lo malo o no, porque tal vez no haga tanta falta como pensaba. Bueno, vale, el Atleti últimamente también ayuda más a distraerse…

domingo, 2 de marzo de 2014

Apuntes al oeste de Guadarrama (Alberto Martín Baró)


Los montañeros – lectores estamos acostumbrados a libros sobre alpinismo rebosantes de épica, en ocasiones con tintes dramáticos que podrían llegar a considerarse morbosos, o bien a descripciones de paisajes y vivencias contemplativas y románticas llenas de grandilocuencia y filosofía a veces hollywoodiense. O eso, o a estilos más realistas, descriptivos o técnicos desde el punto de vista deportivo. O, como fue mi caso en los primeros libros sobre montaña que leí, a un tono más cultural y didáctico, sobre todo en la rama científica divulgativa.

Todo eso está o puede estar muy bien. Y todo ello puede servirnos para sentirnos identificados y al mismo tiempo ilustrados acerca de la relación del ser humano con la montaña, de manera más o menos acertada. Pero podría faltar, entre todos esos estilos, la descripción de las sensaciones más sencillas, más detallistas, más humildes, que se perciben al moverse por el monte, al entrar en contacto con la naturaleza.

Y buena parte de la esencia de la pasión por el montañismo podría estar en esos pequeños detalles, buena parte de lo que nos llevamos al volver a casa, en medio de una sensación de plenitud; aunque normalmente solamos relacionarlos con una especie de actores de reparto, o incluso de meros adornos del decorado: El sonido del agua en los arroyos, el cantar de los pájaros, las flores que crecen a los lados del camino, un prado en el que pasta el ganado, los colores y las luces y cómo van cambiando, las ruinas de un viejo molino vestigio de otras épocas… Son ingredientes que normalmente apenas ocupan unos segundos de atención en muchas de las excursiones en las que el protagonismo es para tal o cual trepada, o cierta canal de nieve vencida a base de golpes de piolet y crampón, etc. Y sin embargo, cada vez que volvemos al campo y respiramos el olor a pinar húmedo, o nos fijamos en el musgo que recubre las piedras berroqueñas, percibimos que también hemos vuelto allí a recuperar esas sensaciones normalmente más inadvertidas, o al menos poco reflexionadas y apenas digeridas.

Alberto Martín Baró da protagonismo a todo ese tipo de detalles, y a otros muchos, en su delicioso libro “Apuntes al oeste de Guadarrama”. Nos traslada al campo, al ámbito rural, desde el punto de vista de alguien cuya actividad no es el montañismo ni ningún tipo de deporte relacionado, sino simplemente pasear, caminar por el monte, y observar, aprender, e impregnarse de todo lo que percibe a su alrededor. Es decir, una manera posiblemente más natural, menos forzada, de adentrarnos en ese medio. Y no porque en ocasiones no suba dosmiles, que también lo hace y lo describe, sino porque efectivamente ve la verdadera esencia del contacto con la naturaleza en esa otra parte más serena y humilde del regreso a los espacios abiertos. Y porque quiere reflejar la relación con la sierra desde el punto de vista de quienes, como él, han acabado estableciendo su residencia habitual en un pueblo de la misma, en este caso el segoviano San Rafael, perteneciente a El Espinar.

No sólo sobre paisajes y detalles naturales escribe Martín Baró a lo largo de los 50 capítulos que, casi a modo de lo que ahora son los blogs, desgranan vivencias a veces cotidianas, pero al mismo tiempo mágicas o como mínimo evocadoras, del entorno que le rodea. Engrandece o poetiza los fenómenos meteorológicos, o bien plasma la pequeñez del ser humano ante alguno de ellos. Ofrece apuntes sobre toponimia. Nos cuenta cómo busca los restos de los molinos que fueron el motor de las  labores de antaño, o de alguna ermita abandonada que le ayuda a imaginar la vida de su santero.

También reflexiona sobre el cambio del paisaje con el devenir del desarrollo, lo que le lleva a la eterna disyuntiva entre lo que se pierde y lo que se gana con el progreso. Presenta algunos retratos de personas casi anónimas que, con su tarea habitual y sencilla en algunos pequeños comercios de San Rafael, aportan colores y sabores especiales a la vida del pueblo. Evoca vivencias de la infancia, cuando ese mismo entorno era escenario tan sólo de sus veraneos. Observa y analiza a los diferentes tipos de caminantes, por supuesto incluyendo a los montañeros más o menos deportivos, y saca curiosas pero al mismo tiempo comunes reflexiones acerca de los caminos, las sendas, la observación de los mapas, los esfuerzos por subir laderas empinadas, y el sentido que lleva a tales actividades.

Buena parte del libro está impregnado de nostalgia. Y de sueños y anhelos, como los que llevan a buscar el estilo de vida ideal que a lo largo de muchos años deseamos tener, que nos haga al fin dejar atrás “el agobio de horarios interminables”, como finalmente acabó consiguiendo Martín Baró tras su jubilación.

Hacia el final del libro, se reconoce frustrado a la hora de transmitir los sentimientos que sus paseos y excursiones le llevan a experimentar. Sin embargo, bajo mi punto de vista creo que no es así, al menos para quien se haya parado en diversas ocasiones a percibir esas sensaciones en el monte: Su manera natural de describir lo que ocurre ante sus ojos, su forma de plasmar con sencillez las cosas pequeñas, ha llegado con mucha autenticidad a quien ahora estas líneas escribe; la misma autenticidad que muchas veces percibo en alguna de las paradas que hago durante una excursión en un día de campo, y que yo tampoco me creería capaz de transmitir, lo que me lleva a terminar escribiendo más o menos de lo mismo que suelen contar los libros habituales de montañismo.

Por eso también hacen falta libros como “Apuntes al oeste del Guadarrama”, para completar la labor de la literatura de montaña en su afán por explicar todo lo que este medio nos aporta, y valorarlo en un conjunto lo más diverso posible.