"Todos somos mucha gente, todos llevamos a muchos dentro, personas con los mismos recuerdos que nosotros que nos van ganando terreno y al final nos sustituyen. En eso consiste la madurez. En no reconocerse". (Los años extraordinarios, Rodrigo Cortés)
domingo, 18 de agosto de 2013
Moncayo 1986 – 2013. Recuerdos difusos de un pasado perdido
Explorar un escenario del pasado, más bien remoto, de la vida de uno mismo, puede parecerse a bajar por unas escaleras que llevan a una especie de zona intermedia entre lo conocido y lo novedoso. No acaba de parecer un deja-vu, pero tampoco te sientes pasando por primera vez por allí.
Para empezar, el propio viaje, las propias escaleras de bajada, más como plan y deseo que como realización, con la única referencia de los recuerdos buscados en mapas y luego sobre el propio terreno, pueden tener los escalones cubiertos de una hojarasca caída de manera real por el paso del tiempo. Pero, aun con más seguridad, es uno mismo quien ha llevado a cabo la distorsión de la escalera.
A pesar de haber transcurrido veintisiete años, partiendo desde la temprana edad de los ocho, a veces ocurre que esos recuerdos conservados coinciden casi en su mayoría con lo que sigue habiendo en el escenario. Son dos buenas noticias: La memoria no me ha engañado, y el paso del tiempo (o mejor dicho la actuación humana durante el mismo) no parece haber transformado el lugar. Lo segundo no siempre ocurre, y los paisajes perdidos suelen ser motivo de nostalgia irreparable.
Sin embargo, ocurre entonces una nueva sensación, una nueva percepción. Si, vale, todo está en orden, como lo recordaba, pero ésta no es la fotografía exacta que había en mi cabeza (si es que quedaba alguna realmente precisa). Yo no recordaba éste lugar así. Éste es el sitio, pero me parece un sitio nuevo. Nuevamente, la distorsión mental del paso del tiempo, unida a otra cuestión: ¿Acaso soy la misma persona que estuvo aquí hace veintisiete años durante el primer campamento de mi vida? Si la persona no es exactamente la misma, entonces las imágenes no son exactamente las mismas.
Sin embargo, resulta sencillo y agradable situar en cada uno de los rincones las diferentes anécdotas de aquel campamento recordadas durante todos estos años. Eso ayuda a evocar y confirmar la realidad de que los dos escenarios (el del pasado y el actual) son el mismo. Pero luego viene un ejercicio más difícil: Tratar de recordar hechos olvidados, cosas que ocurrieron pero en las que no volví a pensar cuando quedaron atrás aquellos quince días de 1986. A decir verdad, hacerlo adrede es prácticamente imposible. Sin embargo, puede llegar a ocurrir espontáneamente, y ocurre, con algún detalle concreto. Y entonces la imagen se vuelve clara y reconocible, y la sensación es reconfortante, normalmente.
Aunque claro, no es verdad que el escenario redescubierto sea técnicamente el mismo. Un lugar no es el mismo si falta lo esencial: La gente. Un campamento de varias decenas de personas, frente a tres edificios solitarios en medio de un bosque despoblado. Aquí es donde habría deseado, como en algunas películas fantásticas, poder ver, aunque fuera en forma de hologramas, algunas escenas de aquel mismo campamento… Aunque quien sabe si la sensación de algo así sería realmente agradable…
Sea lo que sea, el escenario del pasado no es el pasado. El escenario es al pasado lo mismo que un barbecho al cultivo que floreció en él. Es un escenario en el que se acabó la función, se bajó el telón, y se apagaron los focos.
Y luego está lo que deja una experiencia de pseudo – reencuentro como ésta. Porque realmente deja marcado unos días, casi más que el propio momento en el que se ha estado allí explorando in situ el pasado. Y no me queda claro si lo que se ha traumado es el recuerdo directo de 27 años, o la evocación durante muchas ocasiones de ese mismo recuerdo, incluyendo el propio deseo de volver al lugar, que ahora ya ha quedado cumplido y por lo tanto es una cosa menos que hacer. Es decir, que no se sabe si lo verdaderamente intenso fue el campamento de 1986 en sí, o el recuerdo que he tenido del mismo durante todo este tiempo. Y es algo que me produce un extraño tipo de miedo, porque si algo recuerdo con especial cariño como lo mejor de mi infancia, aparte de cuestiones familiares, son sin duda aquellos campamentos. ¿Pasado idealizado? Tal vez: Mejor no modificarlo.
Luego está el nexo de unión entre mi pasado en grupos scouts y mi presente montañero. Qué duda cabe que uno de los orígenes de mi actual afición por la montaña proviene de aquellos campamentos y algunas de sus excursiones. Cuando hace algo más de doce años empecé a tener claro que iba a perder una de las actividades que más me motivaban, sentí que la parte que más me apetecía conservar era la del contacto con el campo. Quería seguir acampando, quería seguir caminando con la mochila a la espalda, y el montañismo empezaba ya a ser un buen sustituto.
Así pues, este viaje al Moncayo aunaba el recuerdo de aquella etapa con la confirmación de la que siguió a ella. De hecho, también había una intención retrospectiva en el aspecto montañero: Hacer cima para poder contemplar los paisajes que la niebla no nos dejó ver en mi primera ascensión al Moncayo hace siete años. Sin embargo, el primer objetivo tenía más peso emocional, lo cual, unido a un cierto cansancio físico y también otro psicológico tras un año realmente intenso, hicieron que esta segunda parte quedase menos saboreada que en otras rutas montañeras. Y ello a pesar de la magia de pasar la noche en la cima, incluyendo la puesta de sol y el amanecer. Tal vez haya llegado el momento de necesitar un nuevo (pero más estacional) paréntesis.
Para más detalles sobre éste nuevo viaje al Moncayo, ver las descripciones en Pirineos 3000:
Travesía Vera de Moncayo - Ágreda, primera parte.
Travesía Vera de Moncayo - Ágreda, segunda parte.
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