miércoles, 4 de noviembre de 2015

Aprendiendo a andar… por las paredes

Tengo pendiente desde hace tiempo dedicar unas líneas a ciertas reflexiones que me han ido surgiendo desde que he convertido la escalada en un hábito, pero hasta ahora no lo he hecho por no saber exactamente cómo plasmarlo, y de hecho aún no sé si lo tengo claro. Como eso último en realidad no tiene por qué ser necesariamente un inconveniente, y en cualquier caso quería hacerlo ya, pues aquí va.

Digo que he convertido la escalada en un hábito, y ahí está buena parte del meollo de la cuestión. Cualquiera que se haya dedicado a un cierto nivel a alguna modalidad de escalada, sabe perfectamente que este es un deporte que no se puede dejar ni tan siquiera un mes, si no se quiere tener que emplear bastante más tiempo que ese mes en volver a tener la forma e incluso la técnica que se había llegado a alcanzar antes de dejarlo. Eso suena a sacrificio y a ser esclavo de algo, pero yo nunca lo he sentido así, ya que por un lado lleva aparejada una satisfacción casi permanente por la constante mejora que se experimenta, y por otro, pasado un tiempo, uno empieza a valorar la lección que esa constancia te aporta. Es el deporte más agradecido que personalmente he conocido (me refiero a actividad clasificable exclusivamente como deporte: el montañismo para mí es mucho más), y de algún modo recuerda a lo del “partido a partido” que de manera tan manoseada hemos escuchado a ciertos (o cierto) personajes del mundo del deporte de masas: es aplicable a la vida.

Previsión de disfrute es igual a entrega deseada; esfuerzo, insistencia y paciencia en la repetición de esas entregas deseadas no llega a ser sacrificio ni esclavitud, sino que es una rutina de distracción que a cambio se traduce con el tiempo en sentirte alguien nuevo, alguien que, en general, ha aprendido a tomarse las cosas de otra manera. Voy dos o tres veces a la semana a escalar porque realmente me gusta, porque disfruto sintiendo que estoy desarrollando un instinto que de alguna manera me pedía el cuerpo. Como aprender a andar, pero ahora por las paredes. Y en eso consiste la vida, en seguir aprendiendo a andar por terrenos distintos de los que conocías antes, aunque a priori pudieras creer que no serías capaz.

Como ya he mencionado, existen varias modalidades de escalada; todas ellas aportan algo. Aunque me hace ilusión salir a escalar a la roca natural (al tiempo que me produce respeto), en cualquier caso desarrollo habilidades físicas y mentales en los rocódromos, que es donde estoy casi siempre, sobre todo haciendo boulder, pero también vías verticales con cuerda. Me gusta sobre todo hacer travesías, aguantar en la pared el máximo tiempo posible, aprender a resolver con tranquilidad los pasos más difíciles. Me gustan también los bloques cortos, pero esa explosividad y brevedad me atrae menos. No comparto – aunque respeto – lo de los ánimos eufóricos, lo del “¡vamos bicho!”, y todo eso. No es porque me parezca mal, es porque la escalada a mí me aporta tranquilidad y serenidad, que es el estado en el que mejor resuelvo las secuencias, y esa es la parte que más siento que me está enseñando a ver la vida de otra manera. En cualquier caso, esa es parte de la gracia de la escalada: ofrece muchas opciones, para que cada uno la sienta como quiera, para que cada uno sea uno mismo, y luego además se pueda aprender de otros compartiendo; creo que casi hay una forma de escalar para cada persona.

Me dejo muchas cosas, y otras las he tocado sólo por encima (ya dije que no tenía claro si sabría expresarlo). El propio aprendizaje, al menos como yo lo he experimentado, es un proceso progresivo aparentemente interminable: no dejo de sorprenderme con cada cosa nueva que soy capaz de hacer, con cada mejora cada vez que vuelvo a cada rocódromo y paso por donde antes no era capaz, y sobre todo con la fluidez de los movimientos y de las ideas para resolver problemas. Hasta ahora, casi todos (o todos) los deportes practicados en mi vida me llevaban a un punto desde el cual ya no sentía una mejora; podía seguir jugando pero ya no iba a más; comparar eso con la escalada es –en mi caso- como comparar el crecimiento físico de las personas con el de los árboles.

Es una gozada sentir la armonía de los movimientos, de las secuencias de posturas, del uso de tu propio peso y equilibrio para desplazarte, del ritmo; a menudo hay quien lo compara con bailar, aunque yo no puedo hacerme a la idea pues esto último nunca fue lo mío (ni por calidad ni mucho menos por disfrute). Y la concentración a la que te lleva el ir pensando (muchas veces improvisando) los pasos es una verdadera escapada; es un juego mucho más intelectual y creativo de lo que uno se imagina antes de empezar a practicarlo.

También me gusta el hecho de que no necesito ganar a nadie para sentir que he ganado. También existe la escalada competitiva, pero, al igual que lo que dije antes acerca de la euforia y los bloques breves y explosivos, me interesa menos. Igualmente, la sensación de derrota no existe; en todo caso, existe el día en el que se aprende de aquello que no sale. Tampoco es un deporte que practique para estar en forma, sino que me mantengo en forma para poder practicarlo (aunque en realidad esto se retroalimenta): No disfruto del resultado, sino del camino para llegar a él. Una vez más, importa andar más que la meta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario