Cuando supe de la existencia de este libro, me atrajo de él lo obvio: su perspectiva diferenciada, respecto de la literatura de montaña que había leído hasta ahora, desde el punto de vista de alguien que trabaja una temporada en un refugio de alta montaña (en este caso a 3.800 metros de altitud), tema ya de por sí suficientemente interesante.
En ese sentido, la mayor parte del contenido de Mi montaña no da lugar a equívocos: es sobre todo una descripción realista, detallada y cotidiana de la rutina del funcionamiento de un lugar tan concreto, tan enclavado en el borde de un abismo, tan escasamente comunicado, con tan escasísimas posibilidades de movimiento o escapatoria por medios cómodos o “de paseo”, al mismo tiempo que tan impresionante y abrumador por el escenario en que se asienta, y al mismo también con tal capacidad de congregación de gentes de toda tipología pero unidas por una similar atracción a la montaña, que a veces pasamos por alto la gran variedad de situaciones vitales que se dan en el mismo mientras nos fijamos en otros aspectos de nuestras excursiones y viajes montañeros. En tal emplazamiento, la autora del libro y sus compañeros, sin dejar de ser partícipes de las vivencias, se convierten en espectadores de una especie de “pequeño” teatro de pequeñas historias de emociones, ambiciones, luchas, anécdotas, etc., del que, gracias a la capacidad representativa de la escritora, es fácil que resulte un diario tan interesante para el lector, hasta convertirse en otro espectador junto a los guardeses (aunque incluyendo a estos en la obra, especialmente a Eider).
Pero la cosa no queda en esa descripción esperable, sino que el libro combina dos tonos, entre los que va saltando sin un orden concreto (y sin que eso perjudique a la lectura); Por un lado la mencionada narración cotidiana, y por otro la evocación poética, unas veces de tono estético, ensalzando la belleza y grandiosidad (sin desdeñar los detalles pequeños) del paisaje, otras veces entrando en el terreno filosófico o incluso metafísico, y otras fusionándolo todo con acierto. No faltan tampoco dosis de introspección, inevitable al vivir una experiencia tan nueva y extrema en muchos aspectos.
Me ha gustado poder leer algo escenificado en un lugar que conozco de una experiencia personal inolvidable, como es un punto de paso en la ascensión normal al Mont Blanc. Además, resulta que la casualidad quiso que la acción que narra el libro tuviese lugar el mismo verano en que estuvimos en Chamonix por primera vez (cinco años antes de subir a la cima de la montaña). Me habría gustado saber cuál de los días narrados nosotros estábamos mirando allí desde las montañas al otro lado del valle (macizo de las Aig. Rouges). El libro está ordenado por “fechas”, y lo pongo entre comillas porque uno de los recursos de Eider para expresar la relatividad del tiempo y de los días en un lugar y experiencia como aquella es acabar por sustituir las fechas por expresiones sin sentido con caracteres desordenados de forma surrealista. Así pues, me he quedado con las ganas de imaginar la coincidencia de vivencias concretas, pero salvo por ese detalle anecdótico, me agrada haber podido trasladarme a un entorno familiar. Ni qué decir tiene que los hechos relacionados con las ascensiones de los montañeros que pasan por el refugio me resultan también cercanos (alguno, desgraciadamente, tiene connotación negativa; con las montañas ya se sabe…)
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