sábado, 19 de septiembre de 2009

"No cumplido" plan 38: La Covacha.

Lo de no cumplido es porque no hice cima. Lo de ponerlo entre comillas, porque un buen plan montañero es mucho más que hacer cima, como voy a explicar aquí.



ADVERTENCIA: El montañismo es una actividad que supone riesgos. No debe realizarse sin la experiencia y el material adecuados, ni tampoco es del todo aconsejable en solitario. El autor se exime de toda responsabilidad sobre cualquiera de las posibles decisiones que pudieran tomar al respecto quienes lean esto, y por tanto de sus consecuencias.



Efectivamente, tal y como me temía en el plan preparatorio (dos entradas atrás), las anunciadas tormentas me disuadieron finalmente de hacer cima. Quedó por tanto frustrado mi tercer intento de ascensión a La Covacha. Esta montaña de la parte occidental de la Sierra de Gredos parece estar convirtiéndose en un reto personal, por distintas circunstancias en mis diferentes intentonas.

Curiosamente, durante esta excursión se cumplía un año de la culminación de mi más trabajado reto montañero hasta la fecha: La ascensión al Almanzor desde Candeleda, por la Garganta de Chilla y el Cuchillar de las navajas, que me costó cuatro largos años, con cuatro tentativas in situ e incluso otras tantas en que no llegué a salir de Madrid, con la idea ya preparada.

En este tipo de ascensiones que se le atraviesan a uno, aunque a veces se pasa por fases de no querer volver a saber nada de la montaña o de la ruta, normalmente la ambición suele llevar a tenerle más ganas aún al reto. No son cimas como las demás; se alimentan el anhelo por llegar a ellas y la plenitud en el momento de lograrlas (si se sabe valorar). En el caso del Almanzor, más aún que en el emotivo instante de hacer cumbre (en la cual ya había estado cinco veces antes, subiendo por otros itinerarios), pude notar la satisfacción casi al final del día, en la misma pradera en la que había vivaqueado las tres ocasiones anteriores con amigos. Entonces recuerdas todas las anécdotas vividas en esos años, y te das cuenta del valor de las experiencias obtenidas gracias al hecho de haberte propuesto ese objetivo: Te das cuenta de que lo importante de hacer cima (literal y metafóricamente) es haber recorrido todo el camino hasta llegar a ella. No sé quien dijo que es preciso llegar a Ítaca para darse cuenta de que lo realmente importante es el camino.

En el caso de La Covacha estoy hablando de una cima que aún no he pisado. Aquí el reto no es una vía concreta, como en el caso del Almanzor, sino la propia cumbre. De hecho, cada uno de los tres intentos que llevo han sido por rutas diferentes; aquí parte del valor de la experiencia vivida como consecuencia del objetivo está siendo conocer todas las vertientes de esta montaña.

El primer intento tuvo lugar, junto con Ángel , Isa y Raúl, en diciembre de 2007, en esta excursión por la Garganta de la Vega o de Galín Gómez, pasando por la Laguna del Barco. Un viaje del que guardo un recuerdo muy grato, por compartir con mis amigos tres días y dos noches de austeros pero acogedores refugios en invierno, fogatas de chimenea incluídas, rodeados por un precioso paisaje nevado. Una gran escapada, pero mal planteada como ascensión invernal (pachorra, más que nada), a la que tuvimos que renunciar por la lentitud en el avance. Por cierto, en distancia sobre el plano es la vez que más cerca he estado de la cumbre.

La segunda tentativa la hice en solitario, en mayo de 2008, en esta ascensión por la Garganta de Jaranda. Fue una experiencia de las que creo que marcaron mi aprendizaje montañero en solitario. Cometí algún nuevo error, pero sobre todo me enconcontré con un terreno inesperadamente incómodo por el matorral y la nieve, e incluso algún paso algo escabroso en el que llegué a pasarlo mal. Tuve que desistir por el penoso avance, y es la vez que más lejos me he quedado de las tres. Pero a la bajada disfruté mucho de la aceptación de la renuncia, de la apreciación de las otras bellezas de la montaña, y de la posibilidad de intentarlo de nuevo en el futuro. Creo que psicológicamente maduré algo como montañero.



Y llegaba el tercer intento, el plan 38 de este blog. De nuevo los tres mismos días libres de septiembre de 2008; un año después, parecía indicado que podía ser la consecución de un proyecto como el del Almanzor por Chilla. Pero esas previsiones meteorológicas lo dejaban todo en el aire... Como las probabilidades que daban no eran prohibitivas, decidí no desprovechar el puente, y seguir adelante.

Durante el viaje en autobus a El Barco de Ávila el cielo estaba prácticamente despejado del todo. Fue durante los primeros kilómetros de caminata por la Garganta de la Nava cuando comenzaron a aparecer las nubes. Al llegar al segundo y último refugio de la garganta -aún lejos de la cabecera de la misma- ya estaba bastante cubierto. Yo llevaba una tienda de vivac pequeña, y mi idea era haber llegado a la Laguna de la Nava o incluso a la de los Caballeros, con la tienda como seguro de último recurso, pero viendo que la cosa ya se empezaba a poner tan fea y podía pasar la noche en ese refugio, preferí no arriesgar más esa tarde; además estaba la amenza de las tormentas eléctricas. Me di un tiempo para ver si mejoraba (cosa improbable, pues eran nubes de evolución), y pronto se puso a llover: No pararía en toda la tarde.



De pronto, la excursión dejó de ser una actividad en solitario, y se fueron añadiendo personajes a la misma. Primero fueron dos montañeros también de Madrid, que tuvieron el atino de llegar al refugio justo cuando empezaba la lluvia. En ese momento, el espacio en el suelo se podía considerar el justo para dormir cómodamente los que estábamos allí (habría cabido alguno más, pero ya con apreturas). Pero minutos más tarde aparecieron cuatro nuevos senderistas, esta vez dos parejas de Plasencia, con un perro. En lo más copioso de la lluvia, nos sentamos los siete por allí como pudimos, y empezamos a compartir anécdotas y chascarrillos, mientras elucubrábamos sobre la evolución de las condiciones meteorológicas. Todo muy simpático y divertido, pero allí sobraba gente para pasar la noche, y un kilómetro antes había otro refugio. Por la ley de la prioridad, se diría que lo educado habría sido que los últimos en llegar se hubieran ofrecido para bajarse, pero no parecían muy dispuestos a ello: más bien parecían muy interesados en acoplarse al lugar a base de buen rollito. Como los demás no queríamos romper ese buen rollito, la situación era divertida e incómoda al mismo tiempo. Pero es que, ¡albricias!, el grupo de los de Plasencia tenía una motivación para quedarse allí: éste refugio tenía chimenea y el de abajo no, y ellos había subido ex profeso una parrilla para dar cuenta de los chorizos y chuletas que llevaban consigo.... "Es que yo lo de la comida deshidratada ya lo aborrezco...", decía el más simpaticorro de ellos, originario de Galicia. Pues vaya montañeros... Ojo, que parte de su arma de persuasión era precisamente invitar a chuletas a los demás... no caímos en la tentación...

¿Cómo se resolvió la situación sin romper la cordialidad? De la única manera posible: al palito más corto. Sí, manda huevos, pero así tuvo que ser. Al menos, así lo propusimos los tres que habíamos llegado primero. Que conste que en estos casos, con tal de no discutir, yo suelo estar dispuesto a ser el que baja al refugio anterior (ya lo había pensado), sin mediar palabra ni sorteos: a los pringaos nos importa menos ceder que a los que le echan morro. El caso es que el azar hizo justicia, y de la manera más humillante: fue el propio Gallego el que eligió los palitos, y su novia la que escogió el más corto: ellos solitos perdieron el sorteo, pudiendo haberlo trucado... Así que los cuatro de Plasencia y el perro para abajo. Luego lo comentamos entre risas (para qué negarlo): Estábamos los siete tan tranquilos y amiguetes dentro del refugio, y de repente proponemos lo del sorteo, y no pasó ni un minuto y ya los veíamos camino abajo, por cierto en el momento de aumentar la lluvia tras un rato de tregua: Casi parecía que estaban esperando el momento de que les echáramos...

El resto de la tarde y la noche fueron bastante agradables, con estos dos amigos, bastante majetes, con los que compartí refugio. Paco tenía una visión seria y reflexiva de la montaña, observando la evolución de las nubes, calculando tiempos, etc. Julián era más irónico, tenía unas salidas realmente graciosas y socarronas, normalmente sin cambiar su gesto tranquilo. Se puede decir que me lo pasé bastante bien con ellos. Fue un aspecto curioso de una excursión planteada en solitario: los ratos que compartí con gente que conocí en ese mismo viaje. El contraste entre esos momentos y las horas en solitario tuvo su aquel.



Al día siguiente ocurrió lo que habíamos estado esperando: amaneció casi despejado. Puesto que también había previsión de lluvias y tormentas, había que aprovechar lo que durase la tregua antes de que se formaran nuevas nubes de evolución. A eso de las 8 de la mañana yo ya estaba preparado para salir, y me despedí de mis compañeros, a los que les llevó más tiempo desayunar, pues no querían pasar sin calentar agua con su camping gas para tomar un café (yo con un batido frío me conformo).

Comencé pronto a disfrutar del privilegiado paisaje de la Garganta de la Nava a partir del momento en que se encajona en vistosas formaciones graníticas, donde el cauce se sucede en saltos de agua y pozas. Además, me sentí en buena forma, subiendo con soltura y ganas de hacer cima. No imaginaba lo que me esperaba, aunque sabía que el paso del tiempo corría a favor de las nubes, y en mi contra.



Cuando culminé la que a la postre sería la máxima altitud alcanzada en todo el itinerario, en los 2150 metros del Barrerón de las Hoyuelas Bajas, el cielo ya volvía a estar bastante nublado. Pero también estuvo así el día anterior durante horas, antes de descargar. Eso sí, me empezaban a entrar las prisas, y de pronto el terreno para bajar hacia la Laguna de los Caballeros, base de la ascensión final, no era ni cómodo ni de traza clara: me iba a llevar más tiempo del calculado, al parecer.

Por otro lado, se produjo otro hecho inesperado, pero anhelado desde hace mucho tiempo. De repente, comencé a oír chillidos de animales, y cuando me fijé bien pude ver que en el fondo de la Garganta de los Caballeros, unos pocos cientos de metros antes de llegar a la laguna, había un buen grupo de buitres dando cuenta de una vaca muerta. Un espectáculo digno de domumental de La Dos, pero en vivo y en directo, cosa que había imaginado muchas veces. Verlo de cerca suponía desviarse hacia el fondo de la garganta antes de la Laguna de los Caballeros. Parecía que, con las nubes amenazando (o diciendo:"tienes poco tiempo, chaval"), tuviera que elegir entre La Covacha y la comilona de buitres: ¿cuál de las dos cosas es más difícil? ¿Cuál de los dos voy a tener más oportunidades como ésta de intentarlas?



Bueno, finalmente lo de los buitres no fue un impedimento, o, mejor dicho, el impedimento. Creí que podía darme tiempo a ambas cosas, que el desvío no me supondría más de quince minutos de retraso, y que en cualquier caso lo que tenía más cerca de conseguir era ver a los buitres, y era más probable lograr eso que lo de La Covacha. El caso es que bajé por una vaguada cuya ladera sur me tapaba de la vista de los buitres (para no espantarlos), pero cuando me asomé ya no estaban. Sí que ví, más cerca, un grupo de 20 ó 30 machos cabríos, que debieron ser los que, corriendo asustados por mí, asustaron a su vez a los buitres. La cosa es que ya estaba prácticamente en el fondo de la garganta, junto al camino que sube a la laguna, sin apenas haber perdido tiempo salvo por el muy pequeño rodeo, y era el momento de abandonar el macutón de travesía y subir con lo necesario a la cima. Comí algo, cogí lo imprescindible y, mientras pensaba si la situación meteorológica era suficientemente segura (había unas cuantas nubes negras), escondí el macuto entre matas de brezo. La cosa era sencilla: si aguantaban las condiciones, podía seguir; si se ponía peor, me daba la vuelta y punto. El riesgo, que me pillara ya muy arriba. Los mayores peligros, los rayos cuando se transita por un cordal montañoso, y la necesidad de paso por una zona rocosa de trepada que se podía complicar en caso de que se empapara de agua. Asumido todo, me preparé para ponerme en marcha...

...y de repente, empecé a escuchar ese leve sonido: gotas. Gotas de agua cayendo sobre la capa impermeable del cubre-mochilas. ¿Y ahora qué? La lluvia era leve, pero lo suficientemente disuasoria como para pensárselo. Empezó mi cabreo: ¡Justo en el momento de empezar la subida final! ¡Qué mala leche! ¿Y no podría ser más fuerte? Porque siendo así de débil, aún no sé qué hacer... Decidí esperar un rato, mientras me ponía el chubasquero. Ahí estaba La Covacha, mostrándome su ladera este, con toda la ascensión que me quedaba, perfectamente visible. En distancia no, pero en tiempo (por las condiciones de inexistencia de nieve), nunca la había tenido tan cerca. Parecía volver a reírse de mí. Porque la situación era francamente de guión, como hecha aposta. Aumentó la lluvia. Empezaron a caer rayos. No conté ni tres segundos hasta que se oyó un trueno: lo tenía encima. Ahora sí era una situación prohibitiva. Para abajo.



Y es en ese momento cuando surgió el pensamiento reflejado en la entrada anterior de este blog. Como dice Paúl en su comentario, necesité inventarme a un dios o a un murphy para cagarme en él... ¡Qué cabreo tan inmeso! Con la miel en los labios, y para abajo. ¡Y van tres!...

Pero en esa bajada la sensación anímica fue otra. No sé si decir derrotado o fracasado suena algo excesivo, pero sí que estaba triste, frustrado. Incluso a pesar de la incesante lluvia y de la amenaza de los rayos (que en realidad fueron pocos y aislados), yo iba bajando despacio, no por precaución -el camino era cómodo y seguro-, si no por falta de ánimo. Me daba la vuelta con frecuencia, para ver una y otra vez esa imagen, cada vez más alejada, de La Covacha y su compañero El Juraco. Quería grabarla en mi retina, para no olvidar que me iba de allí con un objetivo por cumplir, pero sobre todo la miraba con impotencia, incluso con cierto rencor. Y la verdad es que era un sentimiento que nunca había notado con tanta fuerza antes, hasta el punto de no acabar de entenderlo. Si yo subo a la montaña para disfrutar, ¿qué es lo que hace que me sienta así de abatido? No parece muy sensato. Quizá refleja otro tipo de frustraciones o vacíos. Quizá me he llegado a agarrar tanto a la montaña como forma de no pensar en otras cosas que me faltan en la vida. Y cuando hago cima el engaño se completa y vuelvo feliz, realizado. Pero cuando no es así, percibo en ese momento todo lo demás. Qué sé yo...

Lo que también es cierto es que cada uno elige o trata de elegir sus sueños en la vida, en base a lo que percibe que le llena más, y en ese sentido yo he elegido la montaña como vocación de aficionado, al igual que muchos tienen la suerte de realizarse con su vocación profesionalmente. Ya expliqué esto más ampliamente en la entrada del plan 25 (Sierra Nevada). Entonces, ¿es acertado seguir planteando mi vida de esa manera, o debería quitarle importancia puesto que inlcuso suena demasiado friqui, pero entonces volver a no saber qué quiero en la vida?

La respuesta fue viniendo más tarde: No se trata de renunciar a lo que te gusta. Se trata de plantear lo que te gusta de una manera menos traumática. Hacer cima no es lo único importante, ni lo más importante, de ir a la montaña. Y sí, en el momento de la renuncia puede fastidiar, pero más adelante se pasa y disfrutas de otras cosas. Poco a poco fui dándome cuenta del paisaje grandioso y aislado de la Garganta de los Caballeros que me rodeaba, y de lo privilegiado que era de poder disfrutar de él, importándome poco incluso el hecho de estar empapándome.



La lluvia, que a veces parecía detenerse (yo en parte bajaba despacio como esperando una mejora del tiempo que me diera otra oportunidad), volvía a aumentar a ratos, llegando incluso a granizar un poco. Más abajo me encontré con un inadvertido refugio (al parecer, estuvo en ruinas hasta hace apenas un mes, que terminó de ser reconstruido). Para cuando llegué a él, la lluvia era ya muy leve y le quedaba poco para cesar del todo (otra vez Murphy). Dentro del refugio me encontré de nuevo con gente, cinco o seis montañeros de un club de El Barco de Ávila. Hablé con ellos de lo que me había pasado, y me dijeron que no me preocupara, que acabaría subiendo algún día, que hay más días que longanizas, que la montaña va seguir ahí, y todas esas frases echas tan repetidas que se dicen en estos casos. Pregunté si conocían la subida desde el Puerto de Tornavacas (una de las pocas que me quedan por probar en esta montaña), y uno de ellos me dijo que para él es la más fácil. Pensando en el futuro, y en el deseo, aún mayor, de volver a intentarlo, me animé intuyendo que esta renuncia iba a dar lugar a una nueva excursión próximamente, y empecé a olvidar la posibilidad de que ese día mejorase el tiempo para volver a intentarlo. Como dijo otro de ellos, obsesionarse tampoco es bueno.

Y ya que he vuelto a mencionar a Murphy, diré que bajo otro punto de vista, obviamente la suerte no fue mala del todo: Si hubiera llegado media hora antes a la laguna de los Caballeros, y me hubiera puesto a subir, la tormenta me habría pillado arriba del todo, y la cosa habría sido más peligrosa. Aquí un creyente quizá haría una interpretación más positiva de lo que a mí me había parecido una burla. Incluso alguno dirá que el banquete de los buitres estaba incluído en la advertencia. Pero lo que objetivamente hay que analizar es lo siguiente: Me iba a poner a subir a punto de comenzar una tormenta (que podía haber comenzado media hora después, conmigo en la cima): ¿Pequé de imprudente o de inexperto, o esas cosas son impredecibles?



Bueno, pues a pesar de todo lo dicho y de todo lo reflexionado, uno es cabezón y, mientras comía, ya de nuevo solo, en el interior del refugio, pensaba en ese sol que había vuelto a salir, y era inevitable pensar que si aquello duraba tendría una segunda oportunidad... De vez en cuando me asomaba por la puerta y veía toda la cuerda de La Covacha iluminada por la luz del sol: Podía estar secándose la roca. Y si aguantaba el tiempo que necesitaba desde aquí (unas tres horas entre subir y bajar), la cosa estaría muy arreglada, más que suficiente. Pero poco a poco iban apareciendo nubes por el oeste (detrás de la montaña), y parecía que acabarían tapándola de nuevo. Había llegado a creer en esa segunda oportunidad (la mejora del tiempo animaba a ello), pero fue un espejismo: volvieron a sonar truenos.

Vale, pues uno es muuuuy cabezón, y aún había otra posibilidad: Si me quedaba a dormir en el refugio, y al día siguiente estaba despejado, tenía tiempo para subir a La Covacha y bajar toda la Garganta hasta Navalguijo, con tiempo de sobra de llamar a un taxi para bajar al Barco de Ávila para coger el autobús de las 16:15. Otra vez a pensar. Aquí me eché atrás por tres razones: 1. no tenía cobertura telefónica, y quería llamar antes del día siguiente para decir que estaba bien; 2. no tenía la seguridad de que fuera a hacer buen tiempo al día siguiente (la cosa seguiría inestable, previsiblemente), y otra nueva renuncia por meteorología sería ya el colmo de las decepciones; y 3. la perspectiva de esa futura excursión desde Tornavacas me llamaba más la atención. Así que decidí definitivamente bajar, sin sospechar que al día siguiente llegaría a fastidiarme un poco por el buenísimo tiempo que hizo toda la mañana.



Lo que si pude es difrutar del resto de la excursión, y del recuerdo de todo lo ocurrido en la misma, que la verdad es que es un conjunto de anécdotas que hacen especialmente singular este viaje (siendo ya de por sí singular cualquier viaje montañero).

La Garganta de los Caballeros me pareció otro paisaje nuevo, con personalidad, dentro de las diversas gargantas que conozco ya de Gredos. Si la de la Nava era en algunos tramos la más desnivelada y encajonda que recordaba, ésta de los Caballeros era todo lo contrario: de suaves pendientes y muy abierta, un valle de origen glaciar practicamente perfecto, y de dimensiones importantes, con varios recodos y diversas perspectivas cambiantes. Al llegar a su parte final, ya con los pueblos de Navalguijo y Navalonguilla a la vista, tuve la sensación de estar en un lugar que no habría supuesto de Gredos si me hubiesen llevado allí con una venda en los ojos. Es una gozada poder seguir descubriendo sitios sorprendentes y con encanto dentro de zonas que supones familiares.



Y mientras veía ambos pueblos se me venía a la cabeza aquella frase de "Diarios de Motocicleta", aunque con una ligera adaptación más adecuada al momento: "Cómo puede el hombre renunciar a vivir en un sitio así para irse a vivir a una gran ciudad." Aquí vienen las polémicas de siempre, que si en un pueblo te acabas aburriendo, porque está muerto, que es una vida muy dura, etc. ¿Y dónde hay más vida, de la de verdad, que en el campo? Se aburre, creo yo, quien no sabe apreciarlo. De todo se puede cansar uno, pero puestos a cansarse, mejor de esto que de los ruidos, el estres, la contaminación, las depresiones propias de la ciudad, la soledad en medio de la multitud, etc. Yo, desde luego, a la mañana siguiente paseaba por las fincas cercanas a Navalguijo, y sólo de pensar en el movimiento que habría en ese mismo momento en mi rutinaria Plaza de Castilla, me sentía privilegiado de estar allí.



Cuanto más deseo La Covacha, y más cerca estoy de conquistarla, más me rechaza. A cambio, estoy conociendo sus faldas cada vez más. ¿Se dejará alguna vez...?

...Habrá un nuevo intento, tal vez muy pronto...



Descripción técnica de la excursión

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