miércoles, 19 de septiembre de 2012

The Flower Kings en directo, el privilegio de vivir una irrepetible entrega romántica

En un panorama musical - comercial basado en fórmulas rápidas y sencillas, amén de la imagen y la publicidad, el hecho de que sigan existiendo grandes músicos que seguramente podrían ser millonarios si hubiesen optado por la vía del éxito, pero que han preferido dedicarse a un estilo que ni tiene el reconocimiento cultural del jazz ni el tirón mediático del rock o del pop más directos (o ni siquiera el de la eterna alternativa del metal), es un mérito incuestionable, una prueba de verdadero amor desinteresado del artista por lo que hace, y finalmente, y más en los tiempos que corren, una especie de pequeño milagro.

Si un grupo sueco formado por este tipo de músicos viene a una ciudad como Madrid, maltratada en cuanto a salas de conciertos, a tocar frente a una audiencia de apenas unas 200 personas, el formar parte de ese público desde casi la primera fila es un auténtico privilegio. Si la actuación sale según lo esperable en una banda como The Flower Kings, como de hecho ocurrió, las dos horas del show se convierten en un viaje musical en el que el virtuosismo y el arte fluyen con tal armonía que ni el elevado alucine ante la dificultad de lo presenciado tiene más fuerza que la sensación de plenitud ante la inolvidable experiencia.

No es el típico exhibicionismo técnico para lucimiento de los músicos, es pura calidad técnica y entrega emocional al servicio de la realización artística: no son héroes del rock para figurar en un póster, son altruistas que sirven de medio para que la música fluya.

Quizá por eso, no resulta raro ver a los miembros de The Flower Kings departir con total naturalidad, sin atisbo de ínfulas de estrellas, con la gente, antes, después e incluso durante la actuación, entre canción y canción. Sencillamente, hacen lo que les gusta, y se sienten tan agradecidos al relativamente escaso público que se lo permite, como éste a ellos por permitirnos disfrutar de noches como la del 11 de septiembre de 2012.

Para abrir apetito y crear el ambiente atmosférico y relajado que requiere el rock progresivo al estilo clásico, el teclista Lalle Larson, amigo y compañero de aventuras musicales de miembros de The Flower Kings en proyectos como Karmakanic o Agents of Mercy, obsequió a la audiencia con un aperitivo a base de versiones al piano de algunos de sus temas. Ya escuchando algunos discos de los proyectos mencionados me parecía un auténtico fuera de serie, prácticamente del nivel de Jordan Ruddes, pero en directo me lo dejó aun más claro. Él sólo, sin acompañamiento alguno, mostró durante unos veinte minutos su arte y su virtuosismo. Bien es cierto que la falta de acompañamiento hacía que la muestra no fuera plena, en mi opinión, pero el mérito por su parte era evidente, y el agrado que causó, aun mayor.

Quizá con menos tiempo por delante –a priori- de lo que habríamos esperado para una actuación de The Flower Kings, los suecos aparecieron ataviados del naranja dominante en el diseño de su último disco –por ejemplo en el vestido de la especie de divinidad de la portada-, con el aire hippie del que han hecho gala tan a menudo, aunque en este caso dando la ocasión de imaginar a algún ingenioso crítico musical que estábamos ante la versión musical y sueca de La Naranja Mecánica, no en alusión a la película de Stanley Kubrick, sino a la selección holandesa de fútbol en la época de Cruiff.

El mal presagio inicial de la guitarra del gran Roine Stolt que se negaba a sonar no se cumplió, y mientras el teclista Tomas Bodin alargaba con profesionalidad la introducción con el resto de la banda manteniendo el tipo, asistíamos al preludio de un concierto cuya calidad de sonido fue prácticamente perfecta de principio a fin, burlando con autoridad al más acérrimo de los supersticiosos.

El repertorio comenzó con un “Numbers” que pasó de la sobriedad que aparenta en el último disco (“Banks of Eden”) a convertirse en directo en una monumental demostración de energía envolvente durante sus 25 minutos de duración; todo sonaba perfecto y en su justa medida: la potencia de los riffs de hard rock, y la sutileza de las partes más tranquilas, bajo un ritmo constantemente atractivo. Le siguió mi favorita del mismo álbum, “For the Love of Gold”, que quedó impecable, como casi todo.

El espectacular bajista Jonas Reingold improvisó su técnica en un vistoso duelo con el nuevo batería, Felix Lehrmann, muy bueno, aunque para mi gusto es mejor no compararlo con los extraordinarios percusionistas que ha tenido la banda en anteriores etapas (incluído el eventual Pat Mastelotto). Luego sonó la preciosa y progresiva composición instrumental de Bodin, “Babylon”. Ya estábamos flotando entre las notas.

Hubo momento para algún tema de duración más convencional, como “What if God is Alone”, donde Hasse Fröberg mostró su habitual emotividad como vocalista, seguido de otro que en su versión original habría ocupado bastantes más minutos, y así habría deseado que fuera, pero que es habitual que el grupo interprete sólo en su tercera parte, el magistral “Stardust We Are”, y cuyo final épico fue sencillamente sublime.

Más complejos y cañeros fueron los siguientes, que sonaron fusionados en un acertado medley, los geniales “Last Minute on Earth” e “In the Eyes of the World”. Subidón cuando el teclado a lo xilófono de Bodin anunció el comienzo de “The Truth Will Set you Free”, cuya introducción instrumental y primeras estrofas cantadas me parecieron de lo mejor de la noche; bien es cierto que volvió a faltar parte de la canción original, y que por el contrario incluyeron una improvisación hard rockera bastante cañera con Bodin en plan órgano Hammond cuyo sonido la verdad es que no acabó de convencerme en comparación con lo que esperaba. Curiosamente, me dio la sensación de que Roine Stolt también se vio sorprendido en ese cambio, y no me queda claro si fue por despiste o porque el resto del grupo le tendió una trampa – broma (de estos músicos me espero cualquier cosa).

Tras cerrarse el set principal con la última canción del disco básico de “Banks of Eden”, “Rising the Imperial”, que nuevamente ganó enteros en directo, con una emotividad que en estudio no funciona igual de bien, “los bises” estuvieron enteramente copados por otra joya de la primera época del grupo, “I Am the Sun”. Un gran colofón.

Hecho el resumen de lo acontecido sobre el escenario, he querido dejar para el final lo más difícil: tratar de explicar como buenamente pueda lo que The Flower Kings transmiten en directo. Ahí es nada. Para empezar, este grupo no sólo hace cierta la idea de que los mejores músicos son los que mejoran en directo, sino que llevan la diferencia con los discos de estudio un paso –o varios- más allá. Siendo prácticamente todos sus álbumes de una calidad de notable para arriba, lo que se puede percibir en vivo con estos tipos no se puede llegar a imaginar ni siquiera viendo sus DVDs grabados en directo. Hay que estar ahí. La atmósfera envolvente de energía, armonía y calidad técnica que crean es realmente apabullante. Hasta el punto de que la sensación me parece difícilmente comparable con otras bandas (y lo digo habiendo visto a Yes, a Jethro Tull, a Transatlantic, a Spock´s Beard o a Dream Theater). No digo que tengan el mejor directo, digo que es un directo único, de una fuerza especial, difícil de explicar.

La sensación se llega a convertir en alucinante en momentos en los que uno puede escuchar perfectamente todos y cada uno de los instrumentos por separado, comprobando montones de detalles de calidad de cada uno de ellos, e inmediatamente volver a poner la atención en el resultado conjunto, que prácticamente nunca deja de ser de una coordinación y perfección absolutas. Todo ello hablando de estructuras especialmente complejas, auténticos retos para los músicos. Pero lo flipante es que al mismo tiempo el sonido resulta de una autenticidad tremendamente atractiva, más propia de bandas más directas o con menor elaboración y complejidad. Rompen en pedazos la idea de que la perfección técnica puede resultar fría, falta de alma (cosa que me pasó, por ejemplo, la primera vez que vi a Symphony X). Los momentos en los que esto más se percibe son las frecuentes partes lentas –legado principalmente pinkfloydiano-, que pueden ir desde la más sutil delicadeza marcada por ritmos y atmósferas hipnotizantes, hasta fases verdaderamente épicas y potentes, de una fuerza y energía propias de ritmos más cañeros. Nunca he escuchado en directo a un grupo que domine esas partes lentas con tal autoridad y poder de sobrecoger al público, es sencillamente alucinante. Por otro lado, si la inmensa mayoría de bandas de rock dedicara tantos minutos a secciones lentas tan alargadas, seguramente aburrirían al personal antes de la tercera canción. Con The Flower Kings ocurre al revés, la intensidad va en aumento.

Tampoco faltan partes más dinámicas, incluso potentes riffs de hard rock o incluso de intensidad cercana al metal, pero sin aparentar ser metal; es difícil de explicar. Lo cierto es que este concierto en concreto me resultó bastante cañero por momentos, más de lo que imaginaba en este grupo. O vistosos cambios de ritmo progresivos, de esos que levantan el ánimo al tiempo que provocan admiración por la dificultad. Aunque en general se decantan por las sutilezas, por la elaboración cuidada pero sin aspiración de aparentar malabarismos autocomplacientes. Está todo muy bien medido. Al gran sonido general logrado por las destacadas bases rítmicas y las guitarras se añaden constantes elementos de aderezo al servicio del resultado general y no de si mismos, como logra Tomas Bodin con su Moog y demás teclados, añadiendo preciosas y luminosas notas de color y magia aquí y allá.

Por supuesto, mención aparte merece esa guitarra humana llamada Roine Stolt, pues el músico es, en este caso como en pocos, la verdadera alma del instrumento. Es impresionante verle sentir cada solo que ejecuta, cada nota y cada matiz que pulsa con sus dedos, e incluso la elegancia armónica con la que mueve los pies para ajustar los pedales. Es como si la música fuese un fluido perdido en el espacio que de repente encontrara en el trinomio Stolt-guitarra-pedales una de sus formas de expresión más emotivas para materializarse sin perder su esencia antes de llegar a los oídos del público. De nuevo, una cuestión que aunque no reniegue precisamente de la calidad y la perfección técnica, es sobre todo de sentimiento. Pero difícilmente encontraremos guitarristas al mismo tiempo tan emotivos y virtuosos. Se suele hablar del ejemplo de Jimmy Page de Led Zeppelin, que siempre ha tenido una técnica poco depurada pero un gran sentimiento que le ha permitido lograr grandes interpretaciones. Stolt tiene ambas cosas a un nivel elevadísimo, y me da que a la primera ha llegado partiendo del segundo. El resultado, unos solos tanto distorsionados como limpios que sencillamente dejan embobado al escuchante, tanto si éste está tratando de analizar la técnica, como si simplemente se está dejando llevar por la magia.

Dicho todo lo anterior, aun debo matizar que un servidor tenía, durante el concierto y tras haber finalizado éste, la sensación de que el valor objetivo de lo que había presenciado estaba algún punto por delante de lo que yo había sido capaz de asimilar y disfrutar. Al principio me dije que podía ser cuestión del repertorio, que me gustó bastante pero que con mis propios gustos podría haberme resultado más satisfactorio (en el fondo yo me decanto más por temas instrumentalmente vistosos y malabarísticos como “Circus Brimstone”, “Road to Sanctuary” o “One More Time” que por los aparentemente sobrios y los lentos, aunque no dejó de haber de todo). Puede ser, y puede ser que esperase un concierto más largo, o que haya otros factores que me hayan influido para que aquella noche mi emotividad estuviera menos receptiva, o vete tú a saber. Pero tal vez sea, simplemente, que lo vivido fue tan sublime, dentro de la complejidad, rareza y originalidad del grupo, que uno no esté preparado para sentir esto con la misma intensidad que cosas de similar nivel de calidad pero algo más convencionales, como algunos de los grupos mencionados antes.

En cualquier caso, y tras más de cuatro páginas de intentar explicar lo que me pareció el concierto, la conclusión es que para entenderlo sólo vale presenciar en persona a un grupo tan irrepetible como The Flower Kings. No sé si lo dicho aquí hace justicia a estos músicos, o si tal vez es exagerado. Sea lo que sea, creo que nunca estarán lo suficientemente reconocidos, ni siquiera después de 18 años de historia a sus espaldas o, en el caso de Stolt, nada menos que 38 desde que impulsara a los clásicos Kaipa. Mi único deseo es que el milagro -de puro amor al arte- de que sigan existiendo como grupo, se siga prolongando en el tiempo y nos traiga nuevas entregas románticas.

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