domingo, 20 de enero de 2013

Lo que quedó tras cientos de páginas y kilómetros de celuloide de escapismo


A veces es muy difícil, por no decir imposible, explicarse el por qué de lo que sentimos ante referentes que nos emocionan de una manera especial. Para algunas cosas podemos tener razones más que suficientes, pero para otras, o bien no las encontramos, o bien nos parecen vagas en comparación con lo que significan para nuestro estado de ánimo.

Pero el ser humano siempre se empeña en querer explicarlo todo: Ésta novela me parece muy buena por tal mérito o por cual talento de su autor; Esa película me encantó por estos logros técnico – artísticos, o por aquellos valores de su trasfondo. Y cuanto más apoyado quede el razonamiento en la erudición, mejor aparentaremos estar dando con los motivos. Pero luego resultan ser, en ocasiones, los mismos argumentos que podrían valer para otras obras por las que personalmente no sentimos ni la enésima parte.

Y, sobre todo, ¿cómo se explica el nudo en la garganta, o el amago de lacrimal aparentemente injustificado? La reacción por antonomasia del llamado (peyorativamente o no) friqui, altamente auto – sugestionado (consciente o más bien inconscientemente), caldo de cultivo para la sorna de los “maduros”, serios y no tan serios, pero que le quiten lo “bailao”, por mucho que se rían de él.

Al final, de lo que se trata es de que el ser humano siente cosas, o necesita sentirlas, y en algún momento posiblemente caerá bajo las garras de algún referente cultural o artístico que le dejará más tocado que cualquier otro. Y no tendrá sentido entonces hacer comparaciones objetivas, acerca de por qué ese referente en concreto y no otros de igual o tal vez mayor valor. En muchos casos hasta parecerá ridículo, incluso “borreguil” a la vista de muchos, como ocurre cuando nos referimos al término friquis.

En mi caso, y en el caso del referente sobre el que me estoy inspirando, -y el cual no acabo aún de nombrar porque al escribir sobre el mismo me resulta innecesario por obvio (si, cierto, obvio para mí, y pido disculpas al posiblemente desinformado lector, pero sólo se me da bien escribir cuando siento lo que escribo)-, tampoco acabo de tener claro qué es lo que más pesa en mi apego al mismo, aunque sí se me ocurren montones de razones concretas que forman un conjunto tan apabullante como el estilo ampuloso de las propias obras a las que me refiero. Pero sobre todo tengo la sensación de que pesa especialmente la etapa de mi vida en que acudió a mi encuentro, en relación a mi personalidad y a los cambios que ésta pudiera estar experimentando en aquellos momentos.

Podría aludir al enorme valor (“supongo” que objetivo) de las novelas que hay detrás, tanto para la literatura de fantasía del siglo XX como en general, y que disfruté antes muy gustosamente, aunque aún sin llegar a captar las mismas sensaciones que luego me deslumbrarían en el cine. Entiendo que el espíritu estuvo muy bien trasladado, pero supongo que de alguna manera aún había más puntos de conexión con mi personalidad y “cultura” propia, alguna especie de afinidad, tal vez incluso infantil, con sus realizadores.

Podría hablar de la emoción trasmitida por la historia narrada, de la empatía con los personajes, o incluso de la lástima hacia los más desgraciados. De las analogías y metáforas con el mundo real, sobre las que tanto hemos hablado en conversaciones nocturnas. Podría referirme a la espectacularidad de las batallas, a la fuerza de las imágenes; tal vez, simplemente, a una cuestión estética: la bellísima y grandilocuente fotografía, los impresionantes escenarios naturales, los fascinantes decorados y maquetas de ciudades y fortalezas, la maravillosa banda sonora, que en sus apenas 45 primeros segundos de la tercera parte de la trilogía ya me transmite todo lo que puedo llegar a sentir por esta obra, y que no sólo me retrotraen a aquellos emocionados y, sí, friquis días de finales de año en los que acudíamos a los estrenos de las películas, sino también a la cima del Monte Perdido, o al momento de avistar el Pirineo aragonés desde el Puerto de Monrepós, lugares que me producen similar emoción, que tan afín me resulta a la que estoy tratando de explicar, y a los que procuré llevarme esa música como queriendo trazar lazos de afecto entre las cosas que por aquel entonces más me subían el ánimo –seres queridos aparte-. Tanto si es mérito de ellas como si no, tanto si es una buena apreciación por mi parte como si es un ejemplo de ignorancia, tanto si es para bien como si es para mal, aquellas películas, o película en tres partes, cambió o cambiaron irremediablemente y para siempre mi manera de valorar y sobre todo sentir el cine, el arte y la belleza. Enaltecieron en mí el valor de contemplar las puestas de sol después de haber disfrutado de la parte dinámica y “épica” de la ascensión, de disfrutar de lo grandioso partiendo de lo sencillo, o viceversa.

Pero, ¿por qué? Pues lo mejor es no tratar de explicárselo. ¿Por qué resulta tan especial algo tan aparentemente anodino como subir a lo alto de una montaña? Mejor no tratar de saberlo. En algún momento toda esa belleza poética e inexplicable coincide con algún momento de sensibilidad del receptor, en una etapa determinada de su vida, con una serie de sensaciones a su alrededor, con una serie de personas a las que no olvidará nunca, y desde entonces todo queda conectado. Y, de alguna manera, volver al referente te hace saborear la felicidad como la miel en los labios. Volver a ver esas películas me trae una y otra vez la nostalgia de lo que sentí hace diez años, de lo que estaba viviendo entonces. Creo que me siguen pareciendo estupendas, excepcionales, irrepetibles, con todos sus defectos, concesiones y posibles críticas. Pero, sobre todo, me siguen pareciendo parte de mí, parte de lo que fui en otro tiempo, y de lo que soy ahora.

Y eso es lo que quedó entre cientos de páginas y kilómetros de celuloide de puro escapismo: Una especie de renacimiento de un niño adormecido dentro de una persona cada vez más escéptica, que cada vez creía en menos cosas (demasiado joven para hacerme “viejo”, tal vez), y que de repente vio una última oportunidad de ilusionarse, en el final retrasado de la transición entre la etapa de la vida donde vives escapando sin darte cuenta, y aquella en la que juegas a escapar sin lograrlo, para tratar en vano de evadirte de una realidad más cruda de lo que te habían dicho en aquella primera mitad.

Ahora han pasado diez años, y ese mismo escepticismo –que me sigue guiando- me resulta menos opresivo que entonces, porque acepto mejor, por pura rutina, la vulgaridad del mundo, y más aun en los tiempos que nos ha tocado vivir (“Espero que no suceda en mi época –dijo Frodo. –También yo lo espero –dijo Galdalf-, lo mismo que todos los que viven en este tiempo. Pero no depende de nosotros. Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo que nos dieron”). Ahora soy escéptico incluso con el escepticismo. Eso ayuda a llevar mejor las cosas, creo: ni mucha euforia, ni tampoco momentos depresivos. Tal vez por eso la nueva trilogía he empezado tomándomela con más distancia, con más ojo crítico. Y tal vez no sea mejor ni peor que la otra (en cualquier caso me parece que también ha empezado mejor de lo que nos temíamos previamente); pero, sobre todo, soy incapaz de sentir por ella lo mismo que por la de hace una década; y no es sólo porque la historia o la novela de origen sea más ligera o con menos trasfondo, o porque el planteamiento de adaptación en forma de trilogía épica sea probablemente menos adecuado en este caso. Es porque seguramente el momento (mío, y en general) es muy distinto. Por mi parte, el cuerpo no me pide con la misma intensidad que entonces ilusiones evasivas a las que agarrarme para desconectar de la realidad...

...Lo cual no significa que haya dejado de hacer falta escaparse. La diferencia es que ahora podemos ver que tal vez escaparse es en sí la única manera de vivir, porque la vida es un acto constante de escapar del pasado. Permanecer demasiado tiempo sentado en el interior de un agujero hobbit tampoco sirve de mucho; el mundo está ahí fuera... Pero claro, una cosa es decirlo y otra muy distinta hacerlo: No es fácil decidirse a firmar determinados contratos para participar en ciertas aventuras...

2 comentarios:

  1. Vamos, que estás volviendo a leer El Señor de los Anillos, ¿no?

    :-)

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  2. ¡Cuánto tiempo Estela!

    Pues la verdad es que no, ya lo leí dos veces, y creo que no soy tan fan como para hacerlo una tercera, al menos por ahora (ya veremos dentro de unos cuantos años...). Es más bien una comparación temporal con las películas como referencia: ahora que estamos inmersos en la trilogía del Hobbit, es inevitable recordar y comparar cómo hemos cambiado en estos diez años...

    Un saludo.

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