El primer recuerdo que tengo de ver un partido de fútbol es de 1983: El histórico 12 a 1 de España a Malta. No recuerdo el partido en sí (apenas tenía cinco años), pero sí la llamada diaria de mi madre desde la oficina:
"¿Cómo van?" "Cinco a uno" (respondí yo)
"Buah, qué poco, vaya mantas" "¿Poco? ¡Si les estamos dando una paliza!"; Yo desconocia que la selección necesitaba once goles de diferencia para adelantar a -precisamente- Holanda en la clasificación y poder jugar la Eurocopa del año siguiente, y de hecho creo que no lo supe ni entendí hasta varios años después; curioso que hasta mi madre supiera más que yo de fútbol por aquel entonces...
Pero se cumplió el objetivo, y en la Eurocopa de 1984 llegamos a la final. Aquí se comenzaron a forjar, supongo, mis traumas futboleros. Tampoco recuerdo el partido, pero sí que, tras el segundo gol de Francia, se me quedó grabada la pesimista frase de mi padre:
"¿Dos goles a Francia? Esto ya no lo remontamos."; en medio de la ingenuidad y el optimismo infantil, una sentencia paterna como esa sentaba cátedra, y efectivamente mi padre lo sabía porque acertó.
El primer mundial que recuerdo es el de México 86. No olvido mi primera indignación arbitral: el golazo de Míchel a Brasil que no vio el árbitro. Ni la primera eliminatoria de cuartos frustrada, ante Bélgica en los penaltis, hasta las tres de la mañana con mi padre delante de la tele.
A partí de ahí vendría, una y otra vez, la repetición de la misma historia: Toca perder. En cuartos o en octavos. En aquellos años desprovistos de dramas personales serios, una de las pocas frustraciones eran esas derrotas futboleras. En Italia 90 contra Yugoslavia en octavos. En EEUU 94 contra Italia en cuartos, partido especialmente dramático... Siempre pasaba lo mismo, era imposible, aun jugando mejor que el rival. Una frustración tras otra. No es de extrañar que, tras conocer el fútbol con la selección, me sintiese luego identificado con el Atleti a nivel de clubes. La tensísima eliminación frente a Inglaterra en la Eurocopa de 1996, el robo arbitral contra Corea en el Mundial de 2002...
En el mundial de 2006 ya había pasado el punto de inflexión de mi interés (decreciente) hacia el fútbol: La eliminación ante Francia me la perdí: estaba con Iván por Ordesa, y nos enteramos del resultado al preguntárselo precisamente a un francés muy cerca de la frontera entre ambos países, a la altura de la Brecha de Rolando. La vida ya no podía ser tan ingenua, y la importancia relativa del fútbol y sus sinsabores medraba. Además, la montaña ya me aportaba muchísimo más.
Sin embargo, la Eurocopa de 2008 llegó justo a tiempo, al límite. Era quizá la última vez que podía disfrutar de un evento futbolero de la selección sin entenderlo como una evasión de los problemas mayores, sino por su propio interés. Y, más que la final contra Alemania, el partido que me sentó como la psicoterapia, como el fin del trauma de las viejas eliminaciones, fue el de cuartos contra Italia. Aún reconocía en mí al chaval tantas veces antes derrotado, sintiendo que por primera vez ocurría lo imposible: El que botaba como un loco en la cama con el último penalti de Fábregas era el mismo de México 86, o Italia 90, EEUU 94, o la eurocopa del 96: se acababa de cumplir lo que había esperado en aquellas ocasiones anteriores.
Pero este mundial de Sudáfrica 2010 que tantísima alegría ha aportado a todo el mundo (y con razón) ya ha llegado demasiado tarde para aquel chaval que fui. El que soy ahora también se ha alegrado, sobre todo, del épico partido contra Holanda en la final. Pero no he reconocido en mí al mismo que, en la misma habitación, también junto a su padre, se quedó hasta las tres de la mañana 24 años antes viendo la eliminación ante Bélgica. No sé qué parte de culpa tengo, o si es inevitable que la vida te cambie hasta no reconocerte. Ahora era la victoria de la distracción, de no pensar en los verdaderos problemas, de sentir una vaga felicidad por unos minutos; Y se ha agradecido. Pero aquel chaval ingenuo, definitivamente, nunca vio ganar un mundial.