martes, 2 de agosto de 2011

120, una escapada en el tiempo y en el espacio: Travesía de los Urrieles



Llegar a Asturias, como a cualquier otra zona de la cara norte de la Cordillera Cantábrica, y ser recibidos por las nubes y la lluvia, no resulta desalentador, al contrario. Es verdad que ayuda el estar hechos a la idea gracias a las previsiones meteorológicas, pero de todas formas es un ingrediente que casi se diría que no puede faltar si se quiere conocer de verdad e incluso disfrutar esta tierra en su verdadero carácter.





Con los chubascos, el ambiente resulta más recogido, más bucólico, y sobre todo más acorde con las razones de que el paisaje sea tan escandalosamente verde. Y cuando entre las nubes se forma un claro, el contraste en la parte de la tierra que recibe la luz resulta mágico, además de esperanzador.







Cuando el segundo día llevas horas esperando a que se cumpla la previsión de la apertura de claros, pero no deja de llover mientras en la tele te siguen plantando, como información del tiempo actual, un sol+nube pero sin lluvia en Asturias , ya no te interesa ni el romanticismo de la lluvia asturiana ni la madre que lo parió.





Así pues, una vez que se llega al punto del aburrimiento en el que hasta el papel albal de los bocatas sirve para la papiroflexia, una vez que se está realmente harto de perder el tiempo y por tanto sacrificar parte del plan inicial de una larga travesía por el Macizo Central de los Picos de Europa, lo mejor es tomar una decisión. Adiós, Arenas de Cabrales…





Y a veces parece que las circunstancias están esperando a que uno mismo las cambie, incluso cuando no dependen de uno mismo, como es el caso de la meteorología. Se cumplen entonces las extrañas excepciones que confirman la Ley de Murphy.





Hay veces que la realidad supera a las imágenes mentales, pero en otras ocasiones no es así. Bulnes no es el pueblo que imaginaba. Estéticamente sí, es precioso, encantador, situado en un rincón increíble. Pero la idea romántica de la aldea perdida a la que “sólo” se llega andando es difícil de percibir cuando pasas junto a la estación superior del funicular y, a partir de ese momento, te acompañan unas lámparas durante los doscientos o trescientos metros que te quedan de recorrido.





Si además te encuentras con que el lugar está transformado en un negocio hostelero (por otro lado muy agradable, no digo que no), con sus mesas y sus sombrillas como en las aldeas suizas cuando subes de Zermatt al refugio de Hornli al pie del Matternhorn, te das cuenta de que no habías imaginado el lugar con precisión. No es una crítica; el pueblo sólo serían ruinas si no fuera lo que es ahora. Es simplemente una percepción. A mí, personalmente, me habría gustado conocer este lugar cuando la fotografía aún no era en color…





Pero subir desde Puente Poncebos a la Vega de Urriellu por la senda de la Canal del Texu, Bulnes y la Majada de Camburero es toda una aventura y un reto físico, y sobre todo es un espectáculo visual inenarrable. A pesar de las dificultades de las trepadas en mojado ¡en roca caliza! por la Canal de Valcosín, o precisamente gracias a ellas, aquí sí que se da uno cuenta de que en Picos de Europa, lo normal es que las expectativas superen amplísimamente a las imágenes mentales hechas desde hace años mirando los mapas, ya fuera preparando viajes que luego quedaron en proyecto, ya fuera ilustrando libros sobre la historia de estas montañas y sus conquistas.











Sencillamente, uno no puede hacerse ni la más remota idea de lo impresionantes y admirables que le van a resultar rincones como el Jou Bajo.



















Salir de la Vega de Camburero y encontrarse con el deseado coloso calizo, el mito de la escalada, el que no necesita presentación, como flotando entre las nubes, es una visión irreal, casi fantasmal.







Y llegar a la Vega de Urriellu en medio de la niebla, con el Picu jugando de nuevo al escondite, al juego de la belleza que se hace de rogar, para mí se ha convertido ya en una tradición. Eso sí, las eventuales apariciones de la mole cuando las nubes se abren, con la luz del atardecer acentuando su equivocado segundo nombre, resultan aún más increíbles, y de hecho difíciles de asimilar. No vale ninguna fotografía, hay que estar allí para entender la dimensión, física y emocional, del asunto.







Pero aunque no lo parezca, la cosa aún puede superarse. Si uno tiene, por un lado, la suerte de no dormir del tirón en la Vega de Urriellu -porque es este caso es una suerte- en una noche ya despejada de luna llena y, por otro, el acierto que no tuve hace siete años en la Horcada de Caín (cuando Dani nos llamaba desde fuera) de echar un ojo fuera de la tienda, la imagen plateada que obtendrá del Picu se quedará grabada para siempre en su retina, a pesar de la pena de no haber tenido más batería para hacer fotos de exposición prolongada. De todas formas, y ya por la mañana, sin niebla, ni luces de atardecer, ni luna llena, aunque la imagen pueda resultar menos ensoñadora, sigue siendo igualmente imponente, poderosísima.







La continuación por las zonas de altitud de los Urrieles te crea la sensación de haber entrado en otro mundo. Del verde idílico de los días anteriores, a los grises, azulados, marrones, naranjas, del adusto desierto de caliza, en cualquier caso espectacular también. La travesía acaba convirtiéndose en una pérdida de la noción del espacio y, con ella, también de la del tiempo. Una verdadera escapada, vaya.







De la sensación de insignificancia de uno mismo ante lo grandioso, a la grandeza de lo pequeño. No sólo agradan las irreales paredes de gigantesca roca desnuda, o los inmensos Jous como el Sin Tierre, inabarcables ni con las fotos ni con las palabras. También lo hacen los graciosos detalles de las pequeñas piedras, algunas de las cuales aún parecen estar recién sacadas del mar al que pertenecieron en otra era de la Tierra, fósiles incluidos. Uno puede estar contemplando cientos de metros de desnivel de la ladera de enfrente y, con sólo agachar la cabeza, admirar las minúsculas muestras de la vida en las condiciones más inhóspitas.







Tampoco falta la anécdota de índole humana. La charla con el guarda del espartano y muy reducido refugio de Cabaña Verónica. Una especie de ermitaño. Una labor y estilo de vida casi de farero, aunque con las multitudinarias visitas casi turísticas de los fines de semana veraniegos. Un trabajo casi al margen del mundanal ruido, pero en contacto con los que huimos del mundanal ruido en el tiempo libre, trayendo nuestro propio ruido al reino del silencio. El resultado, un carácter seco y taciturno que ha perdido (si es que lo tuvo) la corrección de las formas en el primer contacto, pero que al cabo de un rato no trasluce maldad en sus palabras, no al menos más de la media. No digo que llegue a resultar entrañable (al parecer, el histórico guarda al que sustituyó si lo era, pero no tuve el placer), pero no me parece mala gente, al contrario. Si acaso, harto del mundo, o harto de estar harto del mundo y tal vez de haber huido por ello. El lado oscuro del escapismo. Si es que lo eligió él.







Al final de la travesía se han acumulado muchas horas de caminata, bastantes minutos de trepadas, y en consecuencia un desgaste importante. Veamos. Hemos superado nada menos que 1800 metros de desnivel para llegar a un lugar, la Vega de Urriellu, situado a la misma altitud a la que dejamos el coche hace tres años para subir al Gran Paradiso (4061 m.) en Italia. Curioso. Aún hemos acumulado 1000 metros más de subida para llegar a los Horcados Rojos (2505), conquistar su Torre homónima, hacer lo propio con el Pico Tesorero (2570), y subir a los Tiros de Casares buscando la salida final. Hemos amanecido el último día por encima de los 2300 metros de altitud, bajado a Fuente Dé a poco más de 1000, tras descender los últimos 800 metros en apenas kilómetro y medio sobre el plano (Tornos de Liordes), y el autobús de Fuente Dé nos ha dejado, el mismo día, a CERO metros de altitud en Santander. Allí no hemos encontrado autobús directo a Madrid que saliera pronto, y hemos cogido otro a Bilbao para enlazar allí. Ya por la noche, con una importante humedad, llovizna y un calor más que desagradable, sin posibilidad de habernos duchado (desde Arenas de Cabrales, tres días antes), nos vemos, ya de noche, paseando hasta el Guggenheim, todavía con los macutos a la espalda como hace quince horas cuando estábamos 2300 metros más arriba, porque la única taquilla que quedaba en la consigna de la estación era para bultos menores. Una situación como para acabar trajtornao y hajta loj huevoj.

Es verdad que la falta de descanso del regreso puede echar a perder en ese momento la sensación de satisfacción por la vivencia, pero a la larga el recuerdo que queda es el que sólo un lugar como Picos de Europa puede ofrecer. Y para ese recuerdo, no hay adjetivo que haga justicia. Sencillamente, queda como un sueño, como una evasión fuera del tiempo y del espacio perceptibles.









Descripción técnica de la ruta.

2 comentarios:

  1. Qué bien me lo he pasado, Alberto, leyendo esta entrada... ¡gracias! ja,jja,ja... Este sábado después de bastante tiempo, por fin, voy a volver a la montaña... a ver si se da bien el día. :-)

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  2. Espero que te lo hayas pasado bien. A mí me ha costado un tiempo volver a recuperar las mismas ganas y capacidad de disfrute saliendo a la montaña que tenía antes(sin que haya dejado de tenerlas del todo en ningún momento), pero hace ya algunos meses que vuelvo a tener claro que es una de las cosas que más me merecen la pena de la vida. Eso sí, nunca vuelve a ser igual; ya me ha pasado en diferentes etapas, que dependiendo de la época voy disfrutando de la montaña de manera distinta. Lo que más me gusta ahora es que me preocupo mucho menos antes de salir, no le tengo ese miedo o inseguridad que le tenía las primeras ves que me iba solo.

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