Los montañeros – lectores estamos acostumbrados a libros sobre alpinismo rebosantes de épica, en ocasiones con tintes dramáticos que podrían llegar a considerarse morbosos, o bien a descripciones de paisajes y vivencias contemplativas y románticas llenas de grandilocuencia y filosofía a veces hollywoodiense. O eso, o a estilos más realistas, descriptivos o técnicos desde el punto de vista deportivo. O, como fue mi caso en los primeros libros sobre montaña que leí, a un tono más cultural y didáctico, sobre todo en la rama científica divulgativa.
Todo eso está o puede estar muy bien. Y todo ello puede servirnos para sentirnos identificados y al mismo tiempo ilustrados acerca de la relación del ser humano con la montaña, de manera más o menos acertada. Pero podría faltar, entre todos esos estilos, la descripción de las sensaciones más sencillas, más detallistas, más humildes, que se perciben al moverse por el monte, al entrar en contacto con la naturaleza.
Y buena parte de la esencia de la pasión por el montañismo podría estar en esos pequeños detalles, buena parte de lo que nos llevamos al volver a casa, en medio de una sensación de plenitud; aunque normalmente solamos relacionarlos con una especie de actores de reparto, o incluso de meros adornos del decorado: El sonido del agua en los arroyos, el cantar de los pájaros, las flores que crecen a los lados del camino, un prado en el que pasta el ganado, los colores y las luces y cómo van cambiando, las ruinas de un viejo molino vestigio de otras épocas… Son ingredientes que normalmente apenas ocupan unos segundos de atención en muchas de las excursiones en las que el protagonismo es para tal o cual trepada, o cierta canal de nieve vencida a base de golpes de piolet y crampón, etc. Y sin embargo, cada vez que volvemos al campo y respiramos el olor a pinar húmedo, o nos fijamos en el musgo que recubre las piedras berroqueñas, percibimos que también hemos vuelto allí a recuperar esas sensaciones normalmente más inadvertidas, o al menos poco reflexionadas y apenas digeridas.
Alberto Martín Baró da protagonismo a todo ese tipo de detalles, y a otros muchos, en su delicioso libro “Apuntes al oeste de Guadarrama”. Nos traslada al campo, al ámbito rural, desde el punto de vista de alguien cuya actividad no es el montañismo ni ningún tipo de deporte relacionado, sino simplemente pasear, caminar por el monte, y observar, aprender, e impregnarse de todo lo que percibe a su alrededor. Es decir, una manera posiblemente más natural, menos forzada, de adentrarnos en ese medio. Y no porque en ocasiones no suba dosmiles, que también lo hace y lo describe, sino porque efectivamente ve la verdadera esencia del contacto con la naturaleza en esa otra parte más serena y humilde del regreso a los espacios abiertos. Y porque quiere reflejar la relación con la sierra desde el punto de vista de quienes, como él, han acabado estableciendo su residencia habitual en un pueblo de la misma, en este caso el segoviano San Rafael, perteneciente a El Espinar.
No sólo sobre paisajes y detalles naturales escribe Martín Baró a lo largo de los 50 capítulos que, casi a modo de lo que ahora son los blogs, desgranan vivencias a veces cotidianas, pero al mismo tiempo mágicas o como mínimo evocadoras, del entorno que le rodea. Engrandece o poetiza los fenómenos meteorológicos, o bien plasma la pequeñez del ser humano ante alguno de ellos. Ofrece apuntes sobre toponimia. Nos cuenta cómo busca los restos de los molinos que fueron el motor de las labores de antaño, o de alguna ermita abandonada que le ayuda a imaginar la vida de su santero.
También reflexiona sobre el cambio del paisaje con el devenir del desarrollo, lo que le lleva a la eterna disyuntiva entre lo que se pierde y lo que se gana con el progreso. Presenta algunos retratos de personas casi anónimas que, con su tarea habitual y sencilla en algunos pequeños comercios de San Rafael, aportan colores y sabores especiales a la vida del pueblo. Evoca vivencias de la infancia, cuando ese mismo entorno era escenario tan sólo de sus veraneos. Observa y analiza a los diferentes tipos de caminantes, por supuesto incluyendo a los montañeros más o menos deportivos, y saca curiosas pero al mismo tiempo comunes reflexiones acerca de los caminos, las sendas, la observación de los mapas, los esfuerzos por subir laderas empinadas, y el sentido que lleva a tales actividades.
Buena parte del libro está impregnado de nostalgia. Y de sueños y anhelos, como los que llevan a buscar el estilo de vida ideal que a lo largo de muchos años deseamos tener, que nos haga al fin dejar atrás “el agobio de horarios interminables”, como finalmente acabó consiguiendo Martín Baró tras su jubilación.
Hacia el final del libro, se reconoce frustrado a la hora de transmitir los sentimientos que sus paseos y excursiones le llevan a experimentar. Sin embargo, bajo mi punto de vista creo que no es así, al menos para quien se haya parado en diversas ocasiones a percibir esas sensaciones en el monte: Su manera natural de describir lo que ocurre ante sus ojos, su forma de plasmar con sencillez las cosas pequeñas, ha llegado con mucha autenticidad a quien ahora estas líneas escribe; la misma autenticidad que muchas veces percibo en alguna de las paradas que hago durante una excursión en un día de campo, y que yo tampoco me creería capaz de transmitir, lo que me lleva a terminar escribiendo más o menos de lo mismo que suelen contar los libros habituales de montañismo.
Por eso también hacen falta libros como “Apuntes al oeste del Guadarrama”, para completar la labor de la literatura de montaña en su afán por explicar todo lo que este medio nos aporta, y valorarlo en un conjunto lo más diverso posible.
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