Este libro supone para mí una novedad dentro de la lista de obras de literatura de montaña que llevo leídas: Es la primera biografía que leo acerca de un alpinista que no haya sido escrita por el propio protagonista. Esta puede ser sin duda una de las razones de que, aparte de ser interesante, el libro no me haya resultado precisamente emotivo o memorable, para mi gusto; pero hay más motivos.
Luis Amadeo de Saboya – Aosta, Duque de los Abruzos, fue hijo de Amadeo de Saboya, rey de España entre 1870 y 1873, en una época especialmente convulsa de este país, aunque ambos pertenecían a la familia real italiana. Él nunca ocupó un cargo real o político, aunque estuvo muchos años al servicio de Italia como militar. Cuando sus deberes se lo permitían, realizaba actividades alpinísticas y exploratorias, entre las cuales destacaron importantes expediciones pioneras en su época, como las primeras ascensiones al Monte San Elías en Alaska o al Ruwenzori en África, un récord de latitud al Polo Norte, o uno de los primeros intentos de conquista del K2.
Aquellas aventuras, adelantadas a su tiempo, además del espíritu deportivo y del interés científico que llevaba aparejado, tenían una especie de misión publicitaria para mejorar la popularidad de Italia en el mundo. Probablemente por esto, y por el carácter reservado -esperable en alguien de su alcurnia- de Luis Amadeo, que encargaba la redacción de las expediciones a otros compañeros de las mismas, no dejó testimonio de lo que podían transmitirle tales actividades, en un sentido más personal, reflexivo o emocional, que es lo que estoy acostumbrado a percibir en los libros sí escritos por otros alpinistas. Ese aspecto suele ser el que mejor poso deja al lector, para mi gusto, porque es fácil sentirse identificado si se comparte la afición con el escritor (al margen de las diferencias de nivel en las actividades llevadas a cabo). Y ese es un campo no explorado en este libro, lo que le da ese estilo más seco de lo habitual en este tipo de literatura.
En cualquier caso, es un libro interesante, entretenido, lleno de curiosidades, con el sabor de lo añejo, el valor de tales aventuras en aquella época, con esas estupendas fotografías en blanco y negro del también afamado Vittorio Sella, etc. Y aporta otro nuevo ejemplo (el enésimo) de cómo una vida tan intensa y tan llena de contrastes (de la corte a las tribus africanas y de ahí a lo inhabitado; de la Primera Guerra Mundial a la paz de las montañas, etc.) acaba dejando un poso de deseo de aislamiento del mundanal ruido, y al final sí nos deja entrever El Duque un resquicio de personalidad cansada de la vida en la sociedad occidental: Sus últimos años los pasó en la aldea de Somalia que él mismo había fundado para crear otro proyecto pionero, de desarrollo agrícola en una tierra empobrecida.
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