jueves, 10 de julio de 2014

Tras las huellas de Lucien Briet. Bellezas del Alto Aragón (José Luis Acín Fanló)


Se dice que la fotografía congela para la eternidad una instantánea del tiempo, que hace inmutable el pasado. Pero lo cierto es que una fotografía no se queda permanentemente invariable con el paso de los años; su imagen sí, pero lo que ésta expresa va cambiando en la misma medida en que cambia la vida con el devenir del tiempo, con los hechos y las experiencias, con las modas y las costumbres, y en consecuencia con la cambiante percepción del observador, ya sea alguien concreto según madura o envejece, ya sea el ser humano en general según evoluciona su propia historia.

Es esa percepción que me provocan las fotografías antiguas en mi mentalidad acostumbrada a la actualidad uno de los aspectos que más me impresionan del arte de las emulsiones. A veces porque la imagen refleja, ya sea en su técnica o bien en los elementos que la componen, el más que patente paso del tiempo, con lo que la foto realmente parece rescatada de una época que uno no acaba de asimilar que existió, como si fuera de cuento o leyenda; Pero en otras ocasiones es más bien por lo contrario, por que algunos de sus elementos, o su aspecto formal, han sobrevivido al paso del tiempo, pareciendo que, de alguna manera, la foto casi podría haberse hecho en la actualidad, lo que le da una autenticidad aún más escalofriante, ya que es en esos casos cuando se percibe lo real o auténtico que puede llegar a seguir resultando el pasado, como si estuvieras asomado al mismo por una ventana. El primer caso es retro, el segundo es atemporal.

Por otro lado, si hay algo en la realidad física que permanece habitual y aparentemente inmutable –en mayor o menor medida- con el paso, no ya de los años de la vida de una persona, ni siquiera de las generaciones, sino más bien de las épocas de la historia de la humanidad, son los paisajes naturales no transformados por nuestra mano. Cuando el entorno natural permanece mientras pequeños elementos humanos van matizando el paso del tiempo, o simplemente los elementos vivos del paisaje (vegetación) se van desarrollando, y ello queda reflejado en sucesivas fotografías, se produce una historia visual que a mí personalmente me resulta fascinante.

Eso es exactamente lo que consiguió José Luis Acín Fanló en su precioso e interesantísimo libro “Tras las huellas de Lucien Briet”, revisión de la obra “Bellezas del Alto Aragón” del nombrado en el título pirineísta francés. Briet recorrió la cordillera fronteriza en diversos viajes entre finales del siglo XIX y principios del XX, realizando la primera gran recopilación de fotografías de la magnífica cadena montañosa, de sus glaciares, valles, ríos y pueblos, y siendo pionero en divulgar las maravillas de esos parajes naturales y rurales, agrestes y humanos. José Luís Acín siguió los pasos de Lucien Briet, y tomó las mismas fotografías con los mismos encuadres (en la medida de lo posible) prácticamente un siglo después. El resultado, con las parejas de fotos comparativas, es un reescritura visual de una historia que ya hablaba por si misma sólo con el propio paso del tiempo antes mencionado respecto a las fotos originales, pero que con la obra de Acín cobra una elocuencia asombrosa.

Hay fotografías que únicamente muestran paisajes naturales, de lugares tan únicos como el valle de Ordesa y el macizo del Monte Perdido, la garganta de Bujaruelo, el barranco de Mascún o la garganta de Escuaín. En estos casos, o apenas hay cambios y el asombro es ante el propio paisaje y su inmutabilidad, o bien ha crecido la vegetación o han decrecido los glaciares, y aparecen los efectos anímicos de la historia visual contada, ya sean positivos o negativos (respectivamente), o simplemente curiosos. Es muy llamativo comparar la situación, a veces exactamente igual en 90 ó 100 años de tiempo, de las piedras y las rocas, o las casi idénticas manchas de praderas en medio de los canchales lejanos de la ladera al fondo de la imagen. También lo es ver cómo en muchos casos el bosque ha invadido nuevas superficies, o preguntarse si ese árbol en un rincón de la foto más moderna será el mismo que ese arbolito en la misma situación de la antigua…

En esas imágenes meramente naturales, hay un aspecto técnico que le da un gran sabor mágico a las fotos antiguas, y es el hecho de que los tiempos de exposición de aquellas viejas cámaras (al menos las transportables para viajes) aún debían ser algo largos, lo que hacía que el agua en movimiento, en los rápidos de los ríos y las cascadas, apareciera siempre difuminada, cosa que es tenida –con razón- por muy estética desde hace mucho tiempo, habiéndose logrado desde hace muchas décadas que las exposiciones sean tan instantáneas como para congelar ese movimiento, como aparece en las fotos de José Luis Acín; es cierto que la técnica actual permite en casos como esos seguir optando por usar velocidades de obturación lentas para seguir logrando el efecto artístico, y cabe preguntarse qué argumentos llevaron a Acín a preferir la exposición corta, sobre todo en su afán de transmitir la idea del paso del tiempo entre las dos imágenes: ¿Importaba más aquí el aspecto formal o el esencial? Lo cierto es que el resultado, estéticamente, creo que es el acertado, y anímicamente creo que funciona, enfatizando el efecto retro más que el atemporal (nunca me queda claro cuál de los dos es más emotivo, aunque supongo que depende del caso).

En esos paisajes naturales, a veces aparecen elementos humanos muy concretos que son la señal del paso del tiempo: Un camino que antes no existía y ahora sí, o uno que ya existía pero ahora es más ancho o incluso está asfaltado, una construcción que aparece o bien una que se arruina o desaparece, un puente remodelado, etc. A veces se ve alguna persona de aquella época. Entonces la combinación entre la parte natural mayormente conservada y el detalle humano que sirve de referencia enriquece la sensación. La comparación con la foto nueva llega a hacerme sentir, en la misma foto antigua, tanto el efecto retro, cuasi fantástico, como el atemporal, creíble y realista. Quizás mi ejemplo favorito de ello en todo el libro sea la foto de la Ermita de la Virgen de Pineta, que me deja embelesado cada vez que la veo.

Luego están las fotos con más elementos humanos que naturales. Pueblos transformados en mayor o en menor medida, que han conservado mejor o peor su arquitectura tradicional, o que se han desarrollado sobre todo debido al turismo y han perdido parte de su encanto añejo, o que sufrieron la destrucción de la guerra y se reconstruyeron de forma más o menos cambiada, o aquellos que, sencillamente, han acabado despoblados y arruinados. Sensaciones tan poderosas o más que las de los paisajes naturales, porque dicen cosas que nos tocan tanto o más la fibra sensible. Estéticamente las imágenes antiguas resultan románticas; los paisanos de la época que con frecuencia aparecen –como aquel aragonés con traje típico que en la actualidad sólo se lleva en las fiestas- llegan a resultar espirituales, en lo que de nuevo ayuda el efecto de la obturación lenta sobre las caras en movimiento, ligeramente difuminadas; en la foto actual, la vieja puerta de la casa en la que posaban aparece solitaria: Aquellos que allí vivieron ya no están… ¿por qué no haber intentado retratar a sus actuales moradores?, o mejor aún –si hubiera sido posible- ¿a los descendientes de aquellos?

En la propia arquitectura, cuando se viaja físicamente y no a través de libros de fotografía, se muestra una historia de muchos más siglos que la del invento de las emulsiones. Lo de los “pueblos con encanto”, antes y más ahora. Las iglesias antes románicas y luego modernizadas con el tiempo, quedan en cualquier caso como elementos atemporales, y tanto la foto antigua como la nueva muestra una realidad similar, como pasa con los paisajes naturales no transformados. Pero si a los edificios tradicionales se ha añadido alguna remodelación, la historia entre las dos fotos ya está escrita. En este tipo, quizá la foto que más me gusta es la de la Plaza Mayor de Rodellar, que en el caso de la antigua además incorpora personas. Detalles curiosos, que explican la verosimilitud de la identificación de edificios, es comprobar, de nuevo, la idéntica posición de las piedras, pero esta vez de los muros. O un vano que se ha ensanchado pero que coincide con la posición del antiguo, una balconada que ahora sólo es ventana, una puerta con el mismo dintel y jambas pero con nueva hoja, etc.

Uno de los apartados más desoladores es, lógicamente, el de los pueblos abandonados. Ruinas invadidas por la vegetación, a veces más reconocibles, a veces menos, a veces nada (salvo el entorno circundante). Aquí la historia fotográfica en dos imágenes pero muchos episodios imaginables expresa como pocas la desaparición de la vida, y entristece y sobrecoge. Luego, hay una parte no sé si perversamente “positiva”, que es el hecho de que la estética de la ruina a veces tiene su encanto también (supongo que es la influencia del gusto gótico, pero no referido al estilo arquitectónico, sino a la moda más bien juvenil). O eso, o el agridulce sabor de la nostalgia, qué sé yo. De todas formas, la mayoría de las veces es mucho mejor la estética de la foto antigua; es curioso que tanto la destrucción como el exceso de construcción afeen el pasado.

El libro no sólo son imágenes; José Luis Acín explica en el texto los itinerarios realizados siguiendo los pasos de Lucien Briet, y se centra principalmente en la descripción de los paisajes naturales y de la arquitectura tradicional de los pueblos. No sólo hay espacio para los lugares mostrados en las fotografías (tanto antiguas como en color), sino para muchos más rincones, localidades y despoblados. En muchas ocasiones se apoya en transcripciones del propio texto que también escribió el francés, y compara las impresiones de uno y otro. Aprovecha Acín para ensalzar la grandeza de la naturaleza y las sensaciones cercanas al paroxismo que llegan a producir los ambientes de montaña. Lo hace con elocuencia y elegancia, pero sin demasiada poesía o profundidad; quizá haya fotografías y parejas de fotografías comparadas que pidan un poco más.

Creo que el momento reflexivo o emotivo que más me ha calado de todo el texto es un detalle nostálgico acerca de los pueblos abandonados: ese en el que menciona cómo la soledad se ha adueñado de las calles en las que antaño hubo vida, y cómo esa vida despierta en un muy vago atisbo de lo que fue cuando algunos curiosos recorren de nuevo esos lugares, o pasan algunos días en los mismos (me consta que esto ocurre en aldeas como la de Otal). De nuevo, el sabor agridulce. Por lo demás, es un texto más interesante y lleno de información (que hay que acompañar mapas en mano para que sea aprovechable) que emocionante, pero suficiente para que, entre las fotos y la imaginación del lector, se produzca la más que adecuada evocación del viaje.

Viaje imaginado que finalmente es el mayor valor del libro, porque permite exactamente esa dosis de evasión emocional y espiritual que hace falta cuando se está tan lejos de lugares tan bucólicos como los pequeños pueblos alto aragoneses, o los grandiosos escenarios naturales en que se asientan. Y tan lejos también de la época de los viajes y las fotografías de Lucien Briet, que sin duda disfrutó del Pirineo cuando, aun ya conocido por unos cuantos amantes de la cordillera, era desconocido para la casi totalidad de la gente de la época. Es por tanto un viaje en el espacio y en el tiempo, que además invita a un futuro viaje propio, y a imaginar esas mismas fotos dentro de muchos años, quizá realizadas por uno mismo: Ese paso del tiempo, entiendo, nos sobrecogerá mucho más, porque será el del nuestro propio.

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Entrada relacionada: Montañas descaracterizadas y recuerdos borrados; de la que extraigo un texto (de Eduardo Martínez de Pisón) que denuncia los negativos efectos de la destrucción del paisaje en el paso del tiempo, lo que aporta una visión crítica de parte de lo tratado en el presente post:

"Al cabo de los años mi vida es una sucesión de paisajes perdidos, de jardines cortados, de escenarios que parecían eternos y sólo estaban prestados por un tiempo. He visto morir riberas en su infancia, lagos en su adolescencia, cumbres jóvenes. La vejez está compuesta de renuncias. Tristes son los reencuentros con los lugares irreconocibles, sin el rostro de la memoria. Hay paisajes que sólo existen ya en mis difusos recuerdos personales y que desparecerán definitivamente conmigo. Hay tantos paisajes asociados a las vidas, a las idas y retornos, que es preciso mantener su sustancia. Nosotros, los errantes, no somos de tierra quemada, gente sin espalda, perdedores de arraigos. Lo seremos si al retorno no están allí los horizontes que nos permiten que el mundo tenga significados. Al cabo de los años, tantos paisajes maltratados, tantos lugares que se han vaciado de alma en una busca ciega para ser competitivos. El paso del tiempo es como un viaje, porque la vida recorre un camino, porque las cosas se transforman y los paisajes mudan y a veces tanto que, sin movernos de ellos, parece que hubiéramos ido a otras regiones".

Es una pena que mientras muchos de los paisajes naturales se llegan a destruir con el exceso de desarrollo sin sensibilidad estética, los pueblos que sí se adaptaban formalmente a la naturaleza sufran la suerte contraria y se arruinen (o bien crezcan y se transformen perdiendo su encanto). De todo lo que hacemos, a veces parece que lo que no sabemos conservar es lo más bonito que habíamos hecho.


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