jueves, 30 de junio de 2016

2001: Una odisea espacial (Arthur C. Clarke, 1968)

Cuando escribí el post sobre la película 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, con motivo de su reestreno en salas de cine el año pasado, mencioné que tenía pendiente leer la novela elaborada paralelamente por Arthur C. Clarke. Estos días he cumplido con el objetivo.

En aquella entrada hablaba, entre otras cosas, de la dificultad del film para hacerse entender a la primera, y de la posibilidad -más bien alta probabilidad- de que el libro lo explicase todo mejor. Al mismo tiempo, alababa la capacidad de la obra de Kubrick para transmitir sensaciones que, tal vez gracias a su falta de concreción (efecto nebulosa), permitían una mejor emoción y evasión en el espectador, como pude disfrutar aquella inolvidable tarde del reestreno.

Pues bien, no sé si atreverme a decir la recurrente frase de que el libro me ha gustado más, pero sí que me ha impresionado el hecho de tener tanta capacidad para explicar mucho mejor la historia y su trasfondo como para ser una auténtica escapada para el lector, prácticamente al nivel de como  consigue la película lo segundo.

Toda la trama de la novela resulta brillante en los dos aspectos, pero ello se hace especialmente poderoso en la parte final, donde el viaje definitivo del astronauta Bowman se convierte en una impresionante evocación de travesía por el espacio: Un auténtico meta-viaje. Aquí si creo que supera enormemente a la sustitución que Kubrick hace en la película mediante unas imágenes meramente psicodélicas, que aunque resultan efectivas ni explican ni transmiten la enésima parte que Clarke.

La descripción del paso de la nave Descubrimiento (mejor nombre imposible) por los últimos planetas de Sistema Solar es tan detallada que casi es posible imaginarla con realismo, a pesar de (e incluyéndolo) las inimaginables dimensiones de planetas como Júpiter o Saturno. Las maravillas y bellezas cósmicas que son descritas ante el asombro de Bowman en otras localizaciones del espacio aún más exterior me resultaban sorprendentes, embriagadoras. Y sólo estaba leyéndolo.

A todo lo anterior se suman tres aspectos que aportan una trascendencia especial al viaje de Bowman: Uno, la soledad, enfatizada de forma mega-dimensionada por el hecho de que el astronauta se encuentra a millones de kilómetros de distancia del humano más cercano. Dos, la percepción de la probabilidad, casi certeza, de que no sólo es un viaje sin retorno, sino que su vida apenas podría tener las horas contadas, condicionadas a la disponibilidad de oxígeno de su exigua cápsula. Y tres, el hecho de que las dos desoladoras cuestiones anteriores quedan eclipsadas no sólo por las maravillas que está viendo, sino por la idea de ser la única persona en haber contemplado jamás esos rincones del universo, y más aún la de estar posiblemente dirigiéndose al mayor y más trascendental descubrimiento de la historia de la humanidad.

Aparte de las interesantes reflexiones y estudios psicológicos que propician también todo lo anterior, el caldo de cultivo creado da lugar a que broten sensaciones anímicas asimilables a un cierto estado de embeleso mientras se recorren los renglones del libro. Hasta el punto de que es casi la única vez que he leído una novela en los viajes diarios de tren (entre otras situaciones), y no me he distraído como suele pasarme con la lectura en esos breves lapsos de tiempo.

También he leído algunas partes de esos capítulos finales en mis últimos viajes de montaña, y al tiempo que me dirigía a una excursión solitaria (de hecho, en parajes que prácticamente nadie recorre), posiblemente lograba mejor conexión con la situación de Bowman para ambientarme en ella, aunque obviamente salvando las ridículamente incomparables distancias.

Por último, me gustaría incidir en un tema que ya toqué en la entrada sobre la película. La habitual discusión sobre si el famoso monolito podría representar, más allá de una inteligencia superior del espacio exterior, la idea de dios, y que tanto Clarke como Kubrick negaron. Y leyendo el libro, vuelvo a insistir sobre el paralelismo entre ambos conceptos: El del ser superior de otro mundo y eso a lo que llamamos dios. Ya no se trata únicamente de hasta qué punto el monolito parece ser el creador de la historia de la humanidad a partir de su influencia en los primeros homínidos, y que la película describe casi metafóricamente pero el libro no deja lugar a dudas. Ahora es precisamente ese viaje al encuentro con el paso definitivo para la historia del hombre lo que también me parece, a su manera, una transición al más allá: Bowman cree que está abocado a morir, y luego se encuentra con una forma de vida evolucionada que supone la vida eterna. Incluso hay un paso por una especie de infierno metafórico. De alguna manera, parece refrendar la idea de que detrás de lo que trata de explicar la religión podría haber una explicación totalmente científica. Sería sólo una cuestión del punto de vista, dividido en dos perspectivas: fe o conocimiento.

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