Desde hace algunos años vengo percibiendo un curioso ejemplo de reactivación de la memoria infantil: Si hay un signo o señal que me retrotrae -por cierto con agrado- a mi niñez, es el canto (más bien chillido) de los vencejos. Más que la llegada del calor, más que la salida de las hojas de los árboles o de las flores, ese sonido tan característico iba asociado a la pronta llegada de la época más feliz de la infancia: el verano y sus (entonces largas) vacaciones. Y es curioso, porque entonces no sólo no sabía que ese sonido pertenecía a esos incansables voladores, ni mucho menos que fueran una aves migratorias que volvían por el estío, sino que ni siquiera me paraba a escucharlos. Sencillamente, los oía, mi cerebro lo registraba, mientras yo pensaba, supongo, en la llegada de esas vacaciones, o en la apertura de la piscina de mi casa, etc. Esa asociación inconsciente de ideas supongo que activa directamente una respuesta de sensación agradable, o de recuerdo feliz, que es lo que he sentido estos últimos años... hasta esta mañana...
Porque esta mañana he visto y escuchado a los primeros vencejos del año. Y ha sido una sensación agridulce, melancólica. Primero me ha agradado, como los años anteriores. Pero inmediatamente he sentido algo peor: La irremediable sensación de que aquellos años son irrecuperables; No es que antes pensara lo contrario, pero digamos que lo aceptaba, pensando en el presente y futuro (cada edad tiene su momento). Ahora, sin embargo, me parece que la sensación de pérdida es más fuerte; que lo que pueda ganar con los años no va a compensar lo que vaya dejando atrás.
Me parece que los vencejos vienen cada año a decirme que me deje de tonterías sobre madurar y vuelva a ser niño. Su canto es como un grito de auxilio de mi infancia perdida.
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